David Buscando Té

¡Hola! El muro gigante de concreto por donde pasa el tren frente a la ventana de mi casa, contenía un singular pálido color que me gustaba. Hoy me doy cuenta que ha sido ensombrecido por el tóxico humo diario de los autos indiferentes y veloces de mi oscura, maravillosa y calurosa Lima. Mi generoso té de higo contiene más hielo que un iglú y yo he quedado a expensas del tiempo, en su inagotable huida.

Hoy una bulliciosa nueva discoteca vecina, ataranta una noche que podría haber sido solitaria y silenciosamente hermosa, con horas interminables de música estridente sonando y sonando, como si nadie durmiera alrededor, como si nadie disfrutara del mágico encanto de escribir de madrugada. Ahora no sé si contarte una más de mis historias o unirme a la fiesta…

¡Qué vieja estoy carajo! ¡Antes no hubiera ni dudado! Ahora elijo quedarme aquí, a recordar contigo, aunque no tenga idea de quién eres y porqué me lees. Taponeemos nuestros oídos y empecemos.


Un hijo es una pregunta que le hacemos al destino. José María Peman

Ser mamá es la mayor realización que quisiera sentir. Siempre quise tener hijos y formar una familia. Desde chica soñaba con ese momento. Me encantan los niños.

Cuando me descubrí homosexual, esa idea no cambió. Incluso pensé en lo privilegiados que serían mis hijos con dos mamás amándolos con todo el corazón. Nunca me importó cuán difícil sería lograr ese sueño. Las limitaciones son parte de la vida de cada uno de nosotros y me parece que son un estímulo poderoso para luchar por lo que uno quiere. Nunca imaginé que doloroso podría ser probar un poco de ello.


Hubo una época en la que trabajé organizando eventos corporativos en distintos países. Viajaba mucho. Los aeropuertos se hicieron mi segunda casa. Aprovechaba el tiempo para leer cuanto podía. Disfrutaba de mí al máximo.

Una vez, en Ciudad de Panamá me metí un atracón de comida tan salvaje, pero tan salvaje, que terminé en una clínica del centro. Debía tomar el avión de regreso, así que no me quedó de otra que abordarlo y pasarla mal todo el camino.

Para mala suerte mía, el avión daba unos brincos de los mil diablos y yo andaba con una bolsa en la mano que se llenaba con cada sobresalto.

Allí la conocí.

Cristina Rueda fue la aeromoza que me atendió en esos momentos en los que estaba con el estómago en la espalda. Fue amable y podría decir que hasta cariñosa. Yo no quise verla de frente por purita vergüenza. Al final del vuelo, yo me sentía mejor y ella se acercó para saber si necesitaba algo.

Cuando la vi cara a cara casi me desmayo. Ella era preciosa. Me hablaba en un lenguaje inentendible y yo no podía responder con coherencia. Cada espacio de su piel de porcelana era anhelado por mi boca aún sin conocerla. Hasta el lunar de matiz preocupantemente extraño de su cuello me era irresistible.

Sentí que no le era indiferente. Era obvio que yo babeaba por ella. Me encomendé a todos los santos y…

Azafata-buscando-té

No sé cómo me las ingenié para sacarle el teléfono. Cuidé el papel que contenía su número como oro. ¡Podía perder la cabeza, pero no ese papel!

La llamé. Empezamos a frecuentarnos con el sincero deseo de conocernos. Ella decía no tener etiquetas para el amor y yo tenía un cartel gigante de “Lesbiana” en la frente. Ella me confesaba secretos que me resultaban tiernos. Yo cambiaba mis hábitos de solitaria compungida por su inigualable compañía. Ella aprendió de Borges. Yo entendí el concepto de extrañar. Así pasaron los meses, entre hoteles y encuentros en tierras foráneas.

Un martes de invierno Cristina me contó que tenía un pequeño niño llamado David, de cuatro años de edad. No me lo había dicho antes porque quería estar segura de nuestra relación. No expondría nunca a su hijo a una situación sentimental pasajera.

Se había separado de su esposo hace un año y vivía trabajando para el pequeño. La manutención del padre era muy baja y no alcanzaba para cubrir los verdaderos gastos del niño. Parece que el padre había pagado por lo bajo para deslindarse de la responsabilidad económica real y así darle un escarmiento a Cristina por no querer volver con él. Los trámites del divorcio estaban siendo retrasados también por el tipo en mención.


Cuando fui a conocer a David, estaba nerviosa y angustiada. No sabía cómo tratarlo ni hablarle. Nunca había estado cerca de una personita tan pequeña, aunque me gustaran tanto. Sabía que la primera impresión marcaría nuestra relación, así que le llevé todo tipo de chucherías, dulces y juguetes que pude para ganarme su “confianza”.

Nada resultó. David era muy tímido y casi no me dirigía la palabra. Los esfuerzos de Cristina por hacer que David interactúe conmigo fueron vanos. Esa noche me fui a casa pensando en que haría para agradarle la próxima vez.

Me pasé semanas tratando de acercarme a él. David no se enteraba de mi presencia o parecía ignorarme a propósito. La única respuesta que recibía de su parte era “NO”.

Estaba a punto de darme por vencida la vez que no le hablé mientras miraba televisión. Ese día me senté a comer un helado de crema y él se sentó a mi lado.

Minutos después, sentí que me miraba de reojo. Después de algunas contorsiones y mucho acercamiento me dijo:

-¿Me invitas de tu helado por favor? A lo que respondí: -¡Claro! Eso hacen los amigos.

Me miró unos instantes antes de recibir lo acordado. Me miró como quien mira algo que entiende literalmente pero que contiene un trasfondo curioso que desea saber. Así como alguien que despierta abruptamente de un pensamiento fenomenal por una pregunta estúpida proveniente de alguien más estúpido aún. Así como cuando el alma vuelve a tu cuerpo y experimentas la caída mientras abres los ojos. Así. Así me miró David.

Nos volvimos inseparables.

Yo lo trataba con respeto y él a mí. Él decidía como vestirse cuando su mamá me encargaba que saliéramos de compras. Le daba algunos datos sobre la temperatura del día y él hacía lo suyo. Aprendió a abotonarse las camisas y a amarrarse las zapatillas conmigo.

Hablábamos de todo un poco. Salíamos a almorzar frecuentemente y empezamos a ver una serie de dibujos animados que aún veo.

Antes David era un mar de llanto cuando su mamá se iba a sus acostumbrados viajes de trabajo. Ahora se despedía de ella con un beso y una sonrisa, puesto que se quedaba conmigo.

En esa época me mudé con ellos, dejé el trabajo de viajera e inicié proyectos propios que me permitían trabajar desde casa. Así podía cuidando a David mientras Cristina no estaba.

David dejó de mojar la cama. Empezó a ir al nido. La claridad de sus palabras era notoria. Yo le explicaba que era cada cosa que me señalara a todas horas. Le contaba mis días. Hacíamos nuestros propios cuentos. Aprendió sobre pintura. La música clásica de Bach fue un eficaz remedio para sus terrores nocturnos y los monstruos debajo de su cama. Amábamos los campamentos con pizza en la sala. Una vez Cristina se molestó con nosotros por jugar carnavales dentro de la casa. Él me cantaba para dormir.

Cuando me dijo por primera vez mamá, quise explicarle con lágrimas en los ojos, como las de este preciso momento al recordarlo, que yo no era su mamá. Que era una amiga que lo quería mucho, pero que su mamá era Cristina.

Me respondió:

Tú me cuidas como mi mamá. Tú vives con nosotros y me llevas al colegio. Yo te regalé mi tortuga. Tú eres mi mamá. Tengo dos mamás.

Él, en la increíble y honesta simpleza de su corazón, amaba a quienes lo adoraban como a su vida misma. Él no entendía de leyes y posturas sociales. Él se sentía amado como hijo por dos mujeres que se amaban la una a la otra. Él era feliz. Cristina era feliz. Y yo… yo tenía a mi familia.

Los meses siguieron caminando sin una pizca de acertada advertencia de lo que sucedería un Viernes 5 de Enero por la madrugada.

Cristina y yo habíamos dejado a David al cuidado de la nana. Hace tiempo que no salíamos y decidimos ir a cenar a un restaurant italiano que nos habían recomendado.

Nosotras vivíamos sin mirar a los lados. Seguras que lo correcto era amarnos sin miedos y sin juicios ajenos. Esperábamos los platos con un poco de vino, celebrando la suerte de ser tan dichosas, cuando el padre de David, acompañado de una señorita de obvia dudosa reputación, se acercó a la mesa a insultarnos con improperios y vulgaridades que ni hasta yo podría repetir.

Decidimos irnos del lugar. El tipo nos seguía para seguir profiriendo atrocidades. Ambas estábamos nerviosas. Lo último que dijo era que se encargaría de quitarle la patria potestad de David por lesbiana.

El padre biológico de David no solo le pasaba una ridícula pensión alimenticia sino que hacía meses que no iba a verlo. Nunca se preocupó por sus necesidades. Mucho menos por saber como estaba. De pronto quería llevárselo.

Todo fue un infierno a partir de eso. Las llamadas amenazantes estaban a la orden del día. No podíamos salir de la casa sin el pánico de que intentaran llevarse a David. Nos mudamos.

Pronto Cristina tuvo que ir a juicio. Decían locuras sobre su profesión, sobre sus viajes, sobre su pobre estado de cuenta, sobre su situación sentimental conmigo, como si se refirieran a algo sucio, malo…

La hicieron parecer la peor de las madres. No lo podía creer. Cada vez me sentía más culpable.

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Cuando se llevaron a David le dije que íbamos a luchar por él. Que lo recuperaríamos. Que él volvería a nuestro lado. Que yo los amaba. Que movería cielo y tierra para regresarlo a casa.

Cristina me miró con la misma carita de David, la de cuando hablamos por primera vez. Era la misma mirada. Entonces entendí.

Aquella noche se destrozó mi alma. Me desgarré por dentro. El dolor se convirtió en una piedrita pequeña en mi zapato eterno. Mi hijito querido… ¿Dónde estarás?

Nunca nos despedimos. Yo escapé cuando ella se fue de viaje. Ella sabía que yo me iría.

Después de un tiempo de luchar por David sin éxito, Cristina decidió regresar con su esposo. Me dijeron que viven fuera del país y que David tiene hoy en día problemas de conducta.

Los amigos en común dicen que ella no es la misma de antes ni lo será.

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Ilustraciones de la talentosa: María Malicia.