plantas39

Escrito por: Arcadia:

«Soy de ideas fijas. Vivo en la meseta norte española. Estoy felizmente casada, después de muchos años de vida en común, y que vaya tan felizmente como hasta ahora. Me encanta el cine (sobre todo el clásico), la buena literatura y las historias bien contadas. En el Twituniverse se me conoce como @havingdrink«

La mañana comienza con una Helen en albornoz y con evidentes síntomas de sufrir un dolor de cabeza de los que hacen época. Pronto descubrimos que no se trata de una cefalea venida sin saber por qué: es un resacón como la copa de un pino. Su causante próxima es la ingesta de una botella entera de ese vodka al que Helen es tan aficionada, y su causa remota es el grandísimo disgusto que se llevó la directora Steward en el episodio anterior. En efecto, Helen se puso a ahogar sus penas en alcohol y parece que las tales penas absorben más bebercio que una esponja.

Su novio Sean, que no rezuma mucha sensibilidad y comprensión hacia los problemas de su futura, simplemente le recuerda que se van a casar en breve (y supone que eso debería bastar para que Helen olvidara toda la presión que sufre en el trabajo y se abandonara al gozo exultante y la euforia desmedida). Pregunta el mozo si su suegro ya sabe del evento, pero al parecer el padre de Ms Steward nunca ha tenido para su hija más que palabras de desánimo y un desinterés total por su vida. Así que no es de extrañar que Helen no tenga muchas ganas de contarle a su padre que se va a casar. En realidad, no se ve que tenga interés en comunicárselo a nadie: y eso denota la poquísima ilusión que parece despertarle el enlace.

Shell Dockley está rara. Y cuando digo “rara” quiero decir rarísima. Hasta Fenner me da la razón; entra en su celda y dice: “Me pones nervioso cuando estás tan tranquila”. Cierto, ese no es el comportamiento habitual de Shell. Y cuando una psicópata como Dockley cambia radicalmente de forma de actuar, es para alarmarse. Ella explica que está iniciando una transformación que se basa en tres pilares: ser amable, no consumir drogas y entregarse a los sentimientos religiosos.

Por supuesto Fenner no la cree: “Lo más cerca que vas a estar tú de la religión es en la postura del misionero”, contesta. Pero Shell insiste, quiere cambiar. Lo cierto es que más que cambio, eso sería toda una mutación genética: convertir a Dockley en una buena persona requeriría darle la vuelta a su personalidad como a un calcetín.

Ms Steward, en la reunión matutina de guardianes, pide a todos que cuiden su trato con Monica. Aunque ha aceptado tomar antidepresivos, sigue estando muy triste. Su apelación está próxima y eso podría darle una razón para vivir. Hay que tratarla con esmero y procurar que poco a poco vaya superando el duelo. Pero no parece estar muy receptiva a las ayudas; Dominic intenta, con la mejor de las intenciones, animarla y ella rechaza la ayuda de malos modos.

Shell sigue con su proceso de conversión a la decencia: ahora prohíbe a Zandra que siga extorsionando a Lorna con el temita aquel de que, o le trae drogas del exterior, o se chiva a la directora de sus meteduras de pata tan poco profesionales.

Helen entra en la biblioteca buscando a Monica y se encuentra con la que habita allí casi todo el día: Nikki. Después del episodio de toque mamario, a pesar de las disculpas y del pacto de no volver a acercamientos de pecho, Helen sigue algo perturbada en sus relaciones con la reclusa. Y Wade, sencillamente, está prendada de la directora. Esos son los estados psicológicos de nuestras dos protagonistas en este preciso instante. Así que cuando Nikki le dice: “Helen, estás pálida”, Ms Steward se incomoda.

La interna se ofende un poco, porque si la gobernadora le ha dicho que no quiere formalidades y ella la llama “Helen” (lo que, en inglés, equivale a tutear), luego no puede quejarse de que se tome demasiadas confianzas. A ver en qué quedamos.

En su búsqueda de Monica, Ms Steward termina por encontrarla: está hablando por teléfono con su abogado. Su actitud no es buena, acaba de darle instrucciones para que no siga adelante con los trámites de su apelación Es como si persiguiera cerrarse todas las puertas y encerrarse en la cárcel para siempre. Porque en su mente reside la idea de que, a fin de cuentas, ¿qué le espera fuera? Su objetivo era salir de la prisión para cuidar a su hijo. Pero ahora que él ha muerto, ¿para qué quiere la libertad?, ¿para qué quiere la vida?

Dockley sigue con su proceso de conversión directa a la santidad. Con su historial es difícil creerla. Pero siempre habrá almas limpias dispuestas a abrirse a la Fe: ¿se acuerdan de Crystal, la chica de la guitarra que se ha leído la Biblia tantas veces que sólo le falta comérsela? Pues con Crystal habla Miss Dockley. Como sabe que la drogadicción dentro de los muros de la cárcel es un tema estrella en toda conversación con la guitarrista, Shell predica enfáticamente sobre lo mal que le parece que allí todo el mundo tenga chute a disposición. Crystal, por supuesto, se muestra de acuerdo y clama una vez más sobre lo vergonzoso del tráfico de drogas dentro del penal. Como ya sabemos desde el primer episodio, es un asunto generalizado y de difícil solución, que intentó resolver Ms Steward sin éxito. Shell poco a poco inserta dentro del cerebro de Crystal la siguiente idea: hay que hacer que un periódico publique que Larkhall es una especie de supermercado de drogadictas. Así, alguien tomará cartas en el asunto y de forma milagrosa, los estupefacientes y su consumo desaparecerán de la cárcel. Crystal, que es medio tonta de puro ingenua, acepta la idea con entusiasmo y se prepara ella misma a escribir una carta a la prensa, en la que lo desvelará todo. Shell aprieta un poco más las pobres entendederas de la crédula hiperreligiosa: lo mejor, sugiere, es que diga nombres. Es decir, que acuse directamente a la gobernadora Steward de no ser capaz de controlar la situación y de dirigir el paraíso de la politoxicomanía.

La rematadamente boba Crystal llega incluso a darle una Biblia a Shell, para que “el Señor la ayude” en la gran misión desintoxicadora que se ha propuesto.

Ay, tontaina de capirote, ¿cómo puedes dejarte manipular así? Todo esto demuestra que la religión también necesita algo de inteligencia, porque sin ella salen fieles con el cerebro tan reblandecido como el de esta muchacha.

Sabemos que Monica está desesperada. Sabemos que Helen está haciendo todo lo que puede por ella y que incluso ha dado órdenes a su cuadrilla de que la traten con más cuidado que a una flor. Pero nada funciona: Monica está decidida a abandonar la apelación para quedarse en la cárcel de por vida. Como sabe que Nikki tiene con ella una buena amistad, va al jardín a pedirle que la convenza de que hay una esperanza y que no debe abandonar la apelación.

Pero, ¿son esos los verdaderos propósitos de Monica? El único punto que alegra a Helen es que, al menos, la triste reclusa ha aceptado el tratamiento de ansiolíticos, lo cual puede ayudar a la cura de la grave depresión que padece. Una de las guardianas acude a su celda para administrarle la dosis prescrita; Monica toma las pastillas y un traguito de agua para ayudarse a tragarlas. Todo parece ir bien…hasta que se da la vuelta…extrae las tabletas de su boca y….las esconde hábilmente en un tubo de dentífrico en el que tiene pastillas almacenadas como para un ejército. La sospecha comienza a hacerse sólida: Monica guarda la medicación para tomársela toda de una vez y acabar con su vida.

En el crítico momento en que Monica está escondiendo la mercancía, se presenta Nikki en su celda para intentar cumplir con lo que le prometió a la gobernadora: hablar de la archifamosa apelación. Monica trata de ocultar lo que estaba haciendo y deja el cuerpo del delito metido en el lavabo. Con su cuerpo, tapa la pila, y así Nikki no puede ver su contenido. Wade habla y habla, y en un momento dado dice que tiene ganas de un vaso de agua. ¡Peligro! Si Nikki se acerca al grifo, seguro que ve el tubo con todas las pastillas insertadas dentro. Monica reacciona rápidamente, dándole la razón como a los tontos y prometiendo que seguirá adelante con sus asuntos procesales. Cualquier cosa con tal de librarse de la presencia de su amiga. Nikki abandona la celda muy contenta porque cree que ha conseguido su propósito, la muy ilusa.

La prisión vive una eclosión de Fe. Hasta hay oficios religiosos, y no es difícil imaginar quién los preside: la beatilla Crystal. Supongo que porque es la más informada del lugar acerca de tales temas, se ha erigido en priora principal y ahora hasta dirige las oraciones comunitarias.

La mayor parte de la gente (los que aún conservan su sano juicio) no se cree mucho la veracidad de la reciente conversión de Dockley, que aunque no oficia las misas, es evidente que es quien dirige a la devota manada: las dos Julies no se lo tragan, ni tampoco Dominic. El aventura un diagnóstico de las intenciones de Shell: quiere que la retrotraigan al nivel alto-privilegiado e ir de buena por la vida forma parte de su estrategia. Pero no da en la diana del todo porque esta explicación sería correcta si Dockley fuera una mala normal y no una Supermala. Ella, para dispararles, busca pájaros de más altura.

Nikki, desde el teléfono público que usan las reclusas, llama a Información. Allí le facilitan el número que pedía. Helen está en ese momento en su casita, sentada en el sofá, con el maromo a su vera y una copa (como ya viene siendo costumbre) en la mano. La escena, que en una situación normal sería romántica y cálida –y más entre dos personas próximas a casarse- parece todo lo contrario: Helen tiene la mirada fija en el infinito y la mente ausente. Hasta el novio bobalicón se percata de que algo en la cabeza de su futura no va bien y pregunta si le pasa algo. Ella lo niega, casi al mismo tiempo que suena el teléfono.

El novio se levanta, lo coge, y le pasa el auricular diciendo que es una mujer que pregunta por ella. Pero cuando Helen responde, la misteriosa interlocutora cuelga. Sí, como todas habíamos imaginado, es Nikki quien se ha atrevido a llamar al domicilio de la directora, pero el valor no le ha alcanzado para hablar con ella.

Al día siguiente, Wade intenta interceptar a Ms Steward antes de que entre en la cárcel. Pero Helen ya llega tardísimo, así que no se quiere parar y le dice a Nikki que ya hablarán más tarde. Cuando empieza la reunión con su tropa de guardianes se entera de la noticia estrella del día, que justamente puede ser la puntilla a su carrera profesional. “The Guardian” (célebre periódico británico de gran tirada) ha publicado la carta de Crystal la Santurrona, en la que denuncia que la prisión es un mercado de la drogadicción y de paso pone a pelo de conejo a la directora por consentir tamaño desmadre. De inmediato, y para regocijo de Fenner y la bulldog, el Big Boss Simon Stubberfield llama a Helen para echarle la bronca. Las cartas de Shell Dockley están ahora sobre la mesa y menudo órdago que ha echado: ella odia a Ms Steward y desde que la bajó de nivel, busca destruirla hasta los cimientos. El plan ha sido un éxito: utiliza a la más manipulable de todas las presas que tiene a mano y pone a la gobernadora en la picota pública a través de un periódico de tirada nacional. Es evidente que a ella nadie la habría creído (con su historial de drogadicción, sadismo y psicopatía homicida), pero sí a la boba-inocente de Crystal. Así que Shell ya celebra su éxito, tirándole pullas a Nikki en los pasillos sobre lo mal que le va a ir a su directora favorita.

La situación para Helen es, desde luego, crítica. Al Big Boss no le hace ninguna gracia el aireo de trapos sucios ante la opinión pública y es muy probable que haga que rueden cabezas. Siempre alguien tiene que pagar los platos rotos, es un mandamiento universal.

Y ese mandamiento se convierte en justicia cuando quien carga con la culpa es quien la tiene. Crystal pronto descubre que lo que ha hecho, lejos de ser una inteligente maniobra dirigida al bien de la prisión, cabrea bastante a la absoluta totalidad de sus compañeras: las limpias van a tener que sufrir un sistema de visitas cerrado, las drogadictas no podrán consumir con la facilidad a la que estaban acostumbradas.

Nadie está contento, todo el mundo sale perjudicado, y las nuevas medidas que se avecinan tal vez ni siquiera sean eficaces. Crystal ha demostrado que su talento no está en hacer amistades.

La entrevista de Ms Steward con Simon, el gran jefe, es tensa y desagradable. Helen alega que el tráfico de drogas en la cárcel es imposible de evitar. Como ella misma dice: “es lo mismo que estar en la playa y pedirle a la marea que deje de subir”.

Pero el Big Boss no la culpa en realidad de esto (que de sobra sabe que es la situación que sufren todas las prisiones del país en su totalidad). Su punto de vista es mucho más hipócrita: lo que le preocupa es que la información haya trascendido al exterior; es decir, es una cuestión de imagen. Así que su orden es que Helen hable con la reclusa chivata y consiga que cierre la boca.

Y eso es lo que hace: la manda llamar a su despacho e intenta explicarle que lo que ha hecho es una estupidez que no va a arreglar nada: tan sólo hacerles la vida más difícil a todas las presas un par de semanas hasta que la prensa y el público se olvide de todo. Crystal sigue sin reconocer que no tiene razón: incluso aporta una idea “brillante” para solucionar el tema (a la moza no se le pasa por el cerebro nada mejor que construir cárceles sólo para drogadictas, y así que se destruyan entre ellas y dejen en paz a las demás). Di que sí, Crystal, instauremos la segregación; ¿y tal vez un campo de exterminio para toxicómanas no arreglaría más rápidamente el asunto? Porque desde luego no iba a quedar ni una en un par de meses de nada.

Nikki se encuentra con Helen en los pasillos y le confiesa de plano que fue ella quien llamó a su casa.

Se disculpa, reconociendo que es algo inapropiado, pero también añade que su comportamiento estaba motivado por una buena causa: contarle que Monica ha cedido a su poder de persuasión y va a apelar su sentencia. Helen reconoce que son buenas noticias (no le iba a salir todo mal el mismo día). Reconfortada por el presunto éxito de Nikki en convencerla, Helen se pasa a visitar a Monica. La deprimida reclusa finge entereza y afirma que va a seguir adelante con la apelación, así que Ms Steward se marcha tan contenta. Pero cuando abandona la celda, no puede ver algo que habría hecho que todo su ánimo se fuera por el fregadero: Monica sigue acariciando el tubo de dentífrico donde guarda su almacén de pastillas.

¿Creían que Shell Dockley se quedaría satisfecha con darle guerra a la directora? Pues no, sigue armando por otro lado: pide como “último” favor a la guardiana chantajeada (Lorna Rose) que le pase un frasco de perfume. Lorna se niega en principio, porque no deja de ser vidrio, y está prohibidísimo pasar cristal dentro de la cárcel (básicamente porque corta, y por tanto puede ser usado para –por ejemplo-rebanarle el pescuezo a alguien).

Pero al final Shell la convence con esa sonrisita de niña buena que pone últimamente; Lorna ha vuelto de sus vacaciones tan tonta como se fue.

Aprovechando los afanes evangelizadores de la santurrona Crystal, Dockley sigue poniéndole aceite a las ruedas de su plan: ahora le suelta como por descuido que teme caer en la tentación de endrogarse de nuevo, porque hay guardianes que trafican. Crystal se traga todo el anzuelo e insiste en que tiene que delatar al/la camello/a; añade que, si es por miedo o cosa semejante, ella se presta voluntaria a acompañarla donde Ms Steward para servirle de apoyo en el acto de confesión.

Ante la gobernadora, Shell finge tal timidez y apuro, que finalmente es Crystal quien suelta el nombre de la traficante: Miss Lorna Rose. Así, Dockley consigue que su delación tenga algo de verosimilitud: de sobra sabe que Ms Steward no se creerá ni una sola palabra que proceda de su boca. Shell justifica tal cambio de personalidad en que ha encontrado a Dios (nada menos). Helen la mira con todo su escepticismo, pero decide investigar: así que se pone a vigilar la celda de Shell, a ver si es verdad o no que aparece Lorna Rose a llevarle la farlopa.

Fenner, que no sabe nada de la fiesta que hay montada, se dirige al mismo lugar con la intención de reanudar sus escarceos fornicadores con Dockley. En cuanto asoma el morro por la puerta de su celda, la reclusa le advierte a toda prisa que se largue de allí porque la gobernadora la está vigilando. Fenner desaparece tan deprisa que casi ni se acuerda de que estuvo allí. Y Lorna viene tan tranquila a darle a la traidora el famoso frasco de colonia. En el instante en que se lo entrega, otra mano arrebata el producto: es la de la propia gobernadora Steward, que ha pillado in fraganti el acto de donación perfumística.

Una oficial del servicio de estupefacientes examina cuidadosamente el frasco, su contenido y el envase.

Mientras asiste al procedimiento, Lorna exclama agustiada que es sólo perfume; la gobernadora le recuerda con enfado que eso ya en sí es un delito. Pero no para ahí la cosa: el cutter rasga los intersticios del envoltorio (que Lorna no examinó) y, ¡voilá!, aparece una pequeña bolsita llena de un sospechoso polvo blanco. Evidentemente, droga es. Bien se la ha jugado Dockley a Miss Rose, y ahora –por más que jure y perjure que no tenía ni idea de que ahí había más que un frasco de buen olor- nadie va a tragarse que no es una auténtica camella. Naturalmente, es suspendida de inmediato y arrestada en espera de investigación. Dos espectadoras contemplan cómo se la llevan en el coche policial: la regocijada Shell desde su celda y Miss Steward con gesto fúnebre y preocupado.

A la mañana siguiente, se presenta el jefazo, a quien los últimos acontecimientos han agotado la poca paciencia que le quedaba. Decide ordenar personalmente visitas cerradas, cuestión que a Helen le parece una muy mala idea –porque si ya las presas andan alborotadas, este puede ser un buen detonante para un motín. Pero el Big Boss no atiende a más razones, y decide pasar su superior autoridad como un rodillo sobre la de nuestra gobernadora.

Ya en casa, Helen reposa en el regazo de su novio. Él trata de consolarla, pero no se le ocurre nada mejor que quitarle importancia a sus preocupaciones. Además, en todo caso, lo único que a él le importa (el bodorrio) va por su camino. Y si lo que a él le importa va bien, pues el mundo entero ha de ser feliz. Así que como ya tienen fecha en el registro para casarse, pues fuera penas.

Ni siquiera se acuerda del nombre correcto del causante del disgusto de su futura, y lo llama “Shufflebottom”. Vale, le ha salido casi un chiste, porque viene a significar algo así como “que va arrastrando el culo”; pero Helen no está de humor para apreciar la gracieta y se limita a corregirle: el gran jefe se apellida Stubberfield, y le está haciendo la puñeta muy en serio. Está tan desanimada que quiere abandonar, pero Sean (y ahí está muy acertado) señala que rendirse ahora sólo serviría para que Jim Fenner consiguiera su puesto. Helen, tienes que aguantar como sea, no dejes al malvado hacerse con el poder.

Como era de esperar, la noticia de que las visitas serán cerradas a partir de ahora, pone a las reclusas en el disparadero. En esto están todas de acuerdo, porque no se trata sólo de pasar drogas; algunas sólo quieren tomar la mano de sus niños, rozar el brazo de sus parejas…en definitiva, tener un poco de contacto emocional con el exterior. Así que claman contra la orden y pronto buscan quién ha sido el responsable del destrozo. Aunque Shell intenta desviar la atención, poco tardan en definirla como la causante principal porque: 1) Miss Steward ni siquiera ha ordenado la medida, ha sido el Big Boss, y 2) nadie hubiera decidido tal cosa si no hubiera sido por todo el lío que se ha formado con el tráfico de drogas y su presunto ejercicio por parte de una oficial. El mismo Fenner, aunque pide a Helen que suba a Dockley al nivel superior, luego se va derecho a su celda y le echa la bronca. Fenner le dice que sus maniobras sólo han sido una estupidez y que ahora encima todas las reclusas están en su contra. Tiene razón.

Novedades: una nueva interna llega al módulo. Se llama Yvonne y promete ser el centro de la fiesta: de momento, a Denny le gusta más que un caramelo. Shell tiene nuevos motivos para el cabreo (puede que alguien la destrone como jefa de la manada y que incluso le quite a su incondicional y servil lugarteniente).

Derrotada, Helen busca el abrigo de las tablas y se pasa un rato por la celda de Nikki a buscar consuelo. A fin de cuentas, es su presa aliada y seguramente la única persona dentro de la cárcel con quien puede hablar sin temor a que le pegue una puñalada trapera acto seguido. Nikki está leyendo “Little Dorrit” (novela de Dickens que trata de una niña recluida en una prisión junto a su familia, que ha llegado a tan triste estado por no poder pagar las deudas). Helen se sincera con Nikki: está destrozada, amargada y desanimada hasta el extremo. En mitad de la narración de sus problemas, se le quiebra la voz y casi se echa a llorar. Wade lo hace lo mejor que puede e, intentando darle apoyo, la abraza.

Helen sigue con las lágrimas a flor de piel y se deja acunar. Pero poco a poco se van acercando y, cuando la gobernadora confiesa que se va a dar por vencida, Nikki la toma de la cara y….la besa.

Helen se abandona al beso hasta que súbitamente vuelve a tomar conciencia de la realidad y se separa con brusquedad. Como un resorte, Wade hace lo propio y comienza a disculparse precipitadamente. ¿Ha sido un beso robado? ¿Un beso inapropiado?

Cuando Helen sale de la celda, se acaricia los labios con las yemas de los dedos.

Está confusa, desorientada una vez más por lo que ha sentido, preguntándose qué le está pasando a su corazón. Es el primer beso de nuestras chicas. Y un beso, señoras, es un paso importante del que la mayoría de las veces no hay vuelta atrás.

Y colorín colorado, el resumen de este episodio (penúltimo de la temporada) se ha finiquitado.