La convencí de que un paseo por la playa nos vendría bien. Tenía mucho trabajo pendiente esperando para el fin de semana, y ella había decidido ocupar ese tiempo en escribir un artículo que ya iba a entregar con retraso. Ahora estamos aquí sentadas, la arena aún guarda esa calidez que suele almacenar un par de horas antes de que el sol empiece a caer sobre el horizonte. Nos trajimos un par de cafés y nos sentamos cerca de la arena mojada. A las dos nos gusta contemplar cómo se forman las olas y avanzan hasta la orilla. Todo está en movimiento, el aire, las ondas, la espuma, y la sal que salpica en nuestra cara, apenas imperceptibles en mini chispas que se camuflan perfectamente en la brisa que acaricia la piel.

Siempre fui de sangre caliente, pero a ella le suele dar frío hasta un golpe inesperado de aire. Poco a poco se acerca y acaba abrazándose a mi antebrazo.

Saboreamos el café. Es viernes por la noche, mañana no hay relojes, no hay nada que nos impida que esta noche sea una que dure hasta el amanecer, y cómodamente vemos como el sol desaparece y empieza a oscurecerse el cielo sobre nosotras.

Hablamos, de nada importante, su nuevo artículo, su próximo viaje, sus ventas de esta semana, y hasta es posible que en las dos horas en las que no se ha soltado de mi brazo, hayamos acabado charlando del último episodio de una de nuestras series preferidas.

Sé que tiene frío porque siento la piel de su rostro en mi hombro y está helada, sin embargo disfruta tanto de estos momentos que en un segundo me olvido de invitarla a regresar a casa.

En su lugar le invito tomar algo, y saco de mi mochila una botella de Amaretto. La abro y le invito a dar un trago mientras empezamos a ver las primeras estrellas brillando sobre nuestro cielo.

La luna llena nunca dejó que la oscuridad nos rodeara, ahora el azul del mar luce oscuro y casi tenebroso para cualquiera que no disfrute el misterio que eso le hace trasmitir. Me pasa la botella y nos quedamos en silencio disfrutando el último rayo de sol perderse, naranja y único, como el día que ha pasado, como el instante que estamos viviendo.

Se acomoda entre mis piernas y la abrazo. Siento el olor de su pelo, la suavidad de la piel de su cuello que disfruto dando un ligero beso en él, y aparto su pelo largo y liso para acomodar mi cara junto a la suya. Tiene las mejillas heladas y la abrazo desde atrás tratando de darle ese calor que busca cada noche al buscarme en la cama, esa necesidad que tiene involuntaria y casi obsesiva que buscarme al otro lado, y si no me encuentra se despierta, como si le faltara la razón de existir de estar sobre ese colchón. Esa necesidad que hace que cada mañana, cuando hago el café y salgo temprano a la oficina, le dejo sobre su mesa de noche, no sin antes besar su frente y arroparla, y somnolienta siempre saca sus labios pidiendo uno más…cómo ella suele decir…pagar peaje. Y así es cada mañana, salgo dando una última mirada atrás y verla salir de su lado de la cama, deslizarse hasta el mío y abrazar mi almohada. Siempre es lo último que me llevo cada día que salgo, una semi sonrisa inhalando la almohada como si en ella pudiera rescatar mi olor.

Mientras ese recuerdo viene a mí, la abrazo con más fuerza, haciendo todo lo posible para que mis brazos sean ese cobijo que necesita aunque no dirá nada, porque nunca dice nada, sólo vive intensamente esos momentos como los vivo yo percatándome de sus ojos vivos y ansiosos de vida, su gesto calmado y sereno.

Estoy aquí sentada con esa mujer, una con la que hablar de todo, mis preocupaciones, mis miedos, mis defectos, mi vida, es algo que disfruta casi tanto como lo hago yo con que me comparta el poder conocerla, conocerla hasta lo más íntimo, más allá de lo que ella quisiera. Una mujer que es capaz de cambiar horizontes y volverlos verticales, de ser neutral hacia gente que no conoce pero a las que no duda en defender enfrentándose a mí misma por hacer de una causa, una causa justa. Y adoro esa parte suya. Porque no adoro solo su parte mía en mí, sino la parte de ella que es de todo el que la conoce. Esa mujer a la que no soy capaz de herir, sino quizás, por exceso de honestidad, porque me conoce y quiso empezar esa aventura de compartir conmigo todo aquello que soy, mientras yo quería lo mismo de ella.

Una mujer que sabe sentir, hacer sentir, incapaz de ser vulgar ni con su peor enemigo. Una mujer que deja muy alto el estandarte, que te hace marcar la diferencia en lo que es una gran persona y qué son niñas superficiales disfrazadas en cuerpos de mujer.

Su autosuficiencia, saber que está a mi lado porque soy una opción que la hace feliz, más que una necesidad que nos esclaviza a un tiempo juntas sin esos chantajes emocionales que tantas veces vimos en otras parejas y que tanto luchamos por no caer en ese falso amor lleno de condiciones, de normas y patrones invisibles que nos hagan hacer perder todo aquello de lo que un día nos enamoramos.

Ella, la mujer que abrazo, no ha hecho ni un mínimo esfuerzo por cambiarme, ha estado a mi lado hasta cuando menos lo merecía, y yo, sólo puedo amar esa parte suya que me permite ser yo misma mientras que su sola presencia me vuelve mejor persona, mejor en todos los sentidos de mi mundo conocido…y los que me queda por conocer reflejados en su mirada.

El sol desaparece y, tras recordar todos esos pequeños detalles, siento la necesidad de apretarme a su cuerpo, besar su mejilla, necesitaría ver sus ojos para que este momento fuera perfecto, y aunque sé que está cómoda, como un deseo lanzado al silencio que sabe leer, se gira y besa mis labios ligeramente, suave como las olas que, apenas dos metros de nosotras, acarician la arena, y lento, como los últimos halos de luces anaranjadas van difuminándose en el gris de la noche.

Su voz rompe el silencio para preguntarme, no sin temer la respuesta, si ya quiero irme a acabar con el trabajo que había dejado pendiente. Pero soy incapaz de trabajar, ni de pensar en nada que no sea dar otro buche de amaretto mientras sigo sintiéndome en un hogar, en medio de la soledad de la playa.

No respondo, y ni falta que me hace, sonrío y sabe que eso es un rotundo no. Se levanta y me toma de la mano para ayudarme a levantar. Y un minuto después caminamos por el camino plateado que dibuja la luna sobre la arena y en el brillo de un mar que sigue en movimiento como todo mi interior.

Sujetando su mano reímos de la idea de meternos en las aguas transparentes y acabamos desafiándonos. Ella pone la locura, yo la sensatez de regresar a casa a pie, heladas y mojadas por media ciudad. Así que como no puede ser de otro modo, acabamos paseando con los pies en el agua y medio pantalón hecho un ovillo en nuestras rodillas. ¿Saben lo que es caminar en silencio? ¿Mirar de vez en cuando a tu lado para ver si es verdad que ella está ahí?, que existe, que su mano está anudada a la tuya. Puede ser un sentimiento de un instante, como cuando desaparece el sol, o puede ser un universo, como cuando se va, que te puedes quedar mirando cada efecto de luz, de luces y sombras que se forman a cada instante. No, el día no es sólo el sol, ni la noche, luna ni estrellas. Otro modo de verlo es quedarse a contemplar cuando aparece alguno de ellos rompiendo el cielo, cambiando el paisaje a cada minuto que pasa.

Así que tras caminar una hora, a veces relajadas, otras jugando a que inocentemente culpables le salpicas golpeando el agua con más fuerza, decidimos que tenemos hambre.

El resto del camino nos preguntamos qué nos apetece, trato de no nombrar la comida japonesa y el sushi, o la discusión se acaba rápido, y tras deliberar un buen rato, y sin saber ni cómo, acabamos haciéndonos con un par de pizzas que nos llevamos a la arena para comerlas bajo el mejor techo de la noche. Podríamos habernos hecho con una, pero que va, la suya, siempre de carne, barbacoa, beicon…escurriendo aceite, la mía siempre de atún con cebolla. Yo, odio el aceite fortuito, hasta el punto de que si podría freír un huevo con agua, lo haría, pero especialmente lo odio en una pizza, ella odia las pizzas de atún. ¿Diferencias irreconciliables? Posiblemente. Como cuando ella se tapa hasta en las noches de agosto, yo me destapo hasta casi no llevar sino una camiseta encima. Esas cosas que te hacen renegar de madrugada pero que no cambiaría por nada del mundo, porque si no fuera así, no sería ella, y así la quiero. Dando un portazo cuando se enfada y escapando de la situación por no saber qué decir, mientras me deja con la palabra en la boca….para luego, una hora después en la que querría salir a buscarla, pero sin saber hacia dónde ir, toca en la puerta y, con cara de “mierda, qué patético es esto” me la encuentro diciendo que se dejó las llaves atrás. Me pregunto cuántas parejas, sean del tipo que sea, incluso de amigos, acaban con un momento de tensión riendo abrazadas antes de, calmadamente, retomar el tema y charlar sintiendo que en una conversación entre las dos, no hay enemigos.

Acabamos nuestras pizzas, mientras hacemos planes para el fin de semana. Bueno, los hace ella, a mí siempre me ha gustado la espontaneidad y como me molesta hacer planes a no ser que sea un viaje o algo por el estilo, y, no me gusta saber dónde ni cuándo acabaré en saber qué lugar, le dejo que organice, porque al final, ¿quién sabe? Quizás por una vez hagamos algo planificándolo de antemano, en lugar de estar acostadas, a punto de dormir, que de pronto se me ocurra algo y casi en un susurro en la oscuridad diga…”un perrito caliente”, y a los cinco minutos estemos vistiéndonos para salir a por uno. Creo que es la única mujer capaz de aguantar ese parte de mí, la incoherente, la que le gusta sorprender y sorprenderme a mí misma, la que cuando crees que lo has visto todo de ella, se vuelve impredecible, pero ella sonríe, parece fascinarle y se apunta a todo como si vivir juntas, querernos, también llevara en el paquete, el aceptar que soy así, y haya aprendido a amar esa parte que hasta a mí misma a veces me da miedo.

Llevamos los cartones a la papelera más cercana y la botella de amaretto ya vacía hace eco al caer en el contenedor vacío, eco en medio de la avenida marítima por la que damos un último paseo.

Es curioso haber llegado a la playa sobre las ocho y media y que ya sean las cuatro de la mañana. Los semáforos de las calles hasta caminar hasta casa, parecen poner normas al espejismo de la soledad de las calles. Algunas personas se cruzan con nosotras y los coches que pasan con la música a todo volumen, da muestras de que es viernes y el aire que se respira no se asemeja a otra noche de la semana.

Ahora, el pantalón mojado empieza a dejar calar la humedad en los huesos. Tiene frío y se le nota en los labios que se le ponen casi blancos y los ojos llorosos, sin embargo no deja de sonreír cuando le bromeo, pidiéndome el turno de ducharme primero. Una apuesta absurda porque sé que entrará en la ducha a robarme el agua caliente, y tendré que salir antes de que la ponga tan caliente que sienta que se me caerá la piel si no salgo de allí. La dejaré gastarse el resto del agua porque a veces pareciera ella la que nació en tierra de volcanes, de sol, del hemisferio sur, del cuasi trópico. Mientras le traigo sus toallas, porque por una extraña razón, siempre las olvida.

Con el cuerpo caliente al fin, prepararé un par de copas de algún licor, seguramente vino y encenderemos incienso y unas velas, y dejaremos que la noche pase en el salón hablando de la gran tarde y noche que hemos pasado. Me pregunta por mis trabajos mientras rematamos la madrugada haciéndonos preguntas de respuestas normalmente difíciles, para aquellos que no se conocen como lo hacemos nosotras. Y, cuando nos demos cuenta de que apenas queda unas horas para que amanezca decidimos irnos a la cama.

Relatos lésbicos

Quizás la mañana nos alcance, ella abrazada a mi espalda, tapada hasta el cuello, y yo, abrazada desde atrás con solo mi camiseta. O quizás nos alcance abrazadas viendo la claridad del día entrar por la ventana, mirándonos a los ojos.

Ella dice, “fue un día digno de un aniversario, si hoy fuera nuestro aniversario”, yo le digo “Feliz Día de No Aniversario”.

No, no tengo la más remota idea de cuántos no aniversarios nos quedan juntas. No creo que haya cosas que se puedan prometer, ni aunque las hagas vestida de blanco en medio de la multitud. No sé qué será de nosotras como ese “nosotras”, sabemos que no hay garantías, no hay nada que nos una que nuestra propia necesidad de conocernos, y de sentir, que por mucho que hayamos aprendido de la otra, siempre queda algo más, que por mucho que hayamos compartido, tenemos mil veces más que vivir.

No, tampoco puedo decir que sea para siempre y que no vaya a cambiar todo porque la vida es así de sorprendente, y admitirlo forma parte de que las cosas que duran y que valen la pena vivir, sean las que te sucedan en la vida. Lo que sí sé que es para siempre, es cada instante en que me he sentido feliz por ser como soy, libre, sin temor, de otro modo ella no se habría fijado en quien soy entre tanta gente.

De otro modo no defendería de mí lo que pareciera indefendible… Ella ve lo que nadie sabe encontrar en mí.