libros lésbicos

Los compromisos no van con Adriana. Ella es más de tener buenas amigas, alguna de ellas con derecho a roce y a cama, pero nada de ataduras. Su corazón no entiende de ligarse a una persona de por vida.

Sabía cuántas cosas se perdía; el abrazo recíproco al quedarse dormida, el calor constante de una persona cercana en el sofá, ver a alguien trajinando en la cocina, pintar el futuro de plural, hacer cosas a dúo, cocinar para dos, entrar en casa y sentir que era un hogar, entrar en casa y sentir que existía una razón para regresar allí…

Ella es así. Sus relaciones duraderas no le han procurado más que sinsabores y prefiere llevar la existencia de esa manera. Cuando se agobia demasiado, suele decir que le gusta poner el cuentakilómetros de su vida «a cero». Esto significa tener alguna aventura reparadora, que consiga refrescarle la vida. Para eso, nada como su amiga Leia: se quieren, se ven de ciento en viento, se acuestan con total alegría y vuelven como nuevas a sus respectivas casas. Leia está casada con un señor, pero tienen un pacto de relación abierta; por tanto, ningún problema por ese lado.

Ambas se encargaron de convertir aquella semana en algo maravilloso. Comían cuando el hambre se les metía en el cuerpo independientemente de la hora que fuera. Salían de la cama para darse largas duchas compartiendo sexo y risas bajo el agua.

Adriana tiene un pasado (como todo el mundo con cierta edad). Y un día, ese pasado aparece. Acaba de fallecer una persona muy querida. Laura, dueña de la hacienda donde trabajaban sus padres, siempre fue para ella como una abuela adoptiva. De hecho, los nietos de sangre fueron sus grandes amigos de niñez y adolescencia. Precisamente uno de ellos, Marcos, es quien avisa a Adriana e insiste en que acuda a la hacienda para asistir a la lectura del testamento. Adriana se duele de haber visitado bastante poco a su abuela adoptiva.

Con su manía de aplazarlo todo para más tarde, había olvidado que la muerte no entiende de agendas, ni de miedos, ni de madurez tardía, porque precisamente la muerte nunca se toma en serio las cosas de la vida.

El regreso a la hacienda donde pasó su infancia y adolescencia, le generan un poco de inquietud, porque es como revivir esa etapa vital, que en nada se parece a la que tiene ahora y de la que aquellas personas fueron parte importante. Marcos, sin ir más lejos, estuvo secretamente enamorado de ella.

Pero lo que más perturba a Adriana no es volver a encontrarse con Marcos, sino con su hermana Helena. Ellas fueron grandísimas amigas, tal vez demasiado…no sé si me explico. Helena siente la misma incomodidad. Su despedida no fue del todo limpia.

Hacía ahora diez años que ella y Adriana habían discutido. No intentó resolver nada entonces porque fue más fácil guardarlo en el rincón donde se almacenan las cosas que eres incapaz de tirar pero que nunca buscas porque resultan incómodas. Ahora parecía que la vida se lo ofrecía a la fuerza, para que lo borrara o lo resolviera de una vez por todas.

Para celebrar el reencuentro, la esposa de Marcos -Lucía- organiza una pequeña cena en su casa. Lucía es una persona muy especial: dulce, amable y tremendamente perspicaz. Hasta el punto que ella misma dice ser un poco bruja. En seguida, Lucía se percata de que hay una tirantez extraña entre Adriana y Helena. Para ella resulta muy evidente la tensión, manifestada en la manera de no cruzar las miradas y que inspira directamente el título del libro.

Las dos evitaron mirarse hasta casi finalizar la cena. Un observador hábil y experto se hubiera dado cuenta de que cuando una de ellas hablaba nunca miraba a la que en esos momentos escuchaba. …y hubiera notado también que, cada vez que no se miraban, parecía que la presencia de una evidenciaba más la de la otra. Que se encendían y se apagaban como si algo invisible las mantuviera unidas más allá del grupo en una frecuencia exclusiva y paralela que ni siquiera ellas hubieran sido capaces de explicar.

Adriana revela en la mitad de la cena, sin pudor ni conflicto alguno, el origen del su desencuentro con Helena cuando eran adolescentes. Resulta que ella se enamoró de Helena y lo confesó a la interesada. Su hasta entonces mejor amiga fue presa del pánico y puso punto final a su amistad. Helena, en ese mismo acto, reconoce que se portó como una imbécil y ambas se proponen reconstruir los platos rotos y, ya adultas, tomarse el tema con calma y siempre desde la perspectiva de una relación amistosa.

A fin de cuentas, las dos tienen la vida organizada. Helena está casada con un buen tipo al que quiere (y él está loquito por ella). Adriana …bueno, ya sabemos cuáles son sus perspectivas vitales.

Pero pronto empiezan a descubrir que no todo es estabilidad en sus dormidos sentimientos. Helena se siente extrañamente perturbada. Y comienza a comparar lo que siente ante Adriana con lo que siente por su marido.

Ella se daba cuenta de que no era normal el desasosiego que estaba sintiendo. No echaba de menos a Eduardo del mismo modo. ¿Qué se suponía que le estaba pasando?.

Por su parte, Adriana sabe que sigue enamorada de Helena, pero también tiene el convencimiento absoluto de que, como antaño, no es correspondida. Así que, en principio, su camino es la resignación. Aunque esta actitud es muy difícil de mantener, porque se le van los ojos y la vida tras Helena. Por tener, tiene hasta sueños eróticos con ella. Eso sí, disimula como puede, temerosa de que su amada vuelva a pegar la espantada otra vez y exactamente por los mismos motivos.

Y ahí tenemos a las dos: una intentando descubrir lo que de verdad siente y la otra siendo víctima de la propia revolución de su espíritu.

Había entrado en un programa suave de centrifugado, en donde demasiadas piezas se estaban removiendo.

Es decir, que ambas se encuentran en una fase distinta del proceso de lavado: Helena está en el aclarado y Adriana en el centrifugado.

De todos estos movimientos de los sentimientos de ambas es testigo la perspicaz y clarividente Lucía. Ella se da cuenta de lo que está pasando, percibe en profundidad los miedos de ambas, pero no se decide a intervenir.

Lucía alzó los ojos al cielo por un momento. ¿Serían conscientes aquellas dos mujeres de lo que ella percibía? Pensó en preguntarles a ellas, pero una voz del interior le dijo que mejor respetaba el curso de las cosas. Mirando por la ventanilla, se maravillaba de cómo el alma de una persona podía penetrar en otra a una profundidad tan extraordinaria.

Y hasta aquí puedo leer. Adriana y Helena tendrán que bucear bien hondo para encontrar la naturaleza de sus verdaderos sentimientos. Y, como siempre, luchar. Contra el miedo principalmente, cosa que sucede a la mayor parte de la gente. A continuación una cita sobre este aspecto, que no me he podido resistir a reproducir:

  • A veces es difícil luchar contra el miedo.
  • No luches con él, la mayoría de las veces es suficiente con que lo reconozcamos, basta con dejarlo a un lado, es parte de las defensas de tu equipo, lo has creado tú y sólo intenta servirte del único modo que sabe. Busca un atajo en el que no te encuentres de bruces con él. Dale unas merecidas vacaciones a tu miedo”.

¿Qué os parece? ¿Buen o mal consejo?

La novela es muy agradable de leer, tiene ritmo y se avanza con facilidad. En cuanto al argumento, no está saturado de tópicos y resulta bastante verosímil. Tiene su punto de profundidad, con reflexiones dignas de ser tenidas en cuenta. Resumiendo, es un libro lésbico con el contenido justo para tener densidad, pero sin hacerse pesado. La historia es bonita, con su pizca de intriga; deja un buen sabor de boca. Que la disfrutéis, si os apetece.

Edición que cito: KOAN, M. Cada vez que no me miras. Ed. Los Libros del Sábado (1 diciembre 2012). Edición Kindle.