Relatos lésbicos

Tu (no) tienes la culpa

Hubiese sido mejor arriesgarnos y fallar que seguir soñándonos entre vacilaciones, imaginando un mañana a tu lado sin que estés tú, en realidad.

En los espacios vacíos es donde más te veo. En una charla de bohemios, cuando más te escucho. Y en los pellizcos de una llovizna, donde más cerca te siento. Y aunque mi corazón, a estas alturas de hojalata, me siga latiendo desconfiado, no puede evitar sentirse feliz, porque una vez tuvo cerca tu calor.

Fue bonito cuando nos terminábamos las frases que dejábamos a medias. Y que, a veces, no acabásemos ni la primera palabra porque hablábamos con las pupilas.

Quería quedarme a pasar las noches en tu mirada y verte amanecer. Pelearnos por el lado de la cama y llegar a un acuerdo a través de un atajo: tú encima y yo debajo.

Tú (no) tienes la culpa de que siga fantaseando con poder cumplir nuestras viejas promesas algún día.

No sé, no era

No era por hacerte un regalo en persona. No era por acabar existiendo a base de excusas.

Olvidaré lo que dijimos antes de que sea demasiado vieja para perdonarlo. Perdonaré todo lo que no nos sugerimos para poder olvidarlo. Mejor relameré el recuerdo de tu acogedora forma de ser.

No era por pasear por Madrid contigo para esquivar los mortíferos dientes de la ciudad tras su cálida sonrisa. No eras un deseo, eras un sueño que se me perdió por el camino.

Sí era por dejar de ser RADICAL y pasarme al bando NEUTRAL, ese en el que las rosas que repartías llevaban las espinas de goma y no herían.

Sí era por besarte y sanarme la ausencia de tu cariño. Sigo pidiendo en la playa de Ojalá la copa que nunca compartimos, que nunca bebimos, porque nunca nos quisimos. Aún doy dos besos en vez de uno.

Te esperé en un lado de la vida y resultó que estabas en el contrario, buscándome tú. Y yo me iba quedando tan ciega, del miedo a perderte antes de saber lo que era tenerte, que no tuve ojos para poder verte.

Recuerdo cuando recitabas poesía

Recuerdo cuando recitabas poesía. La propia y la ajena. La leías con cierta entonación. Lenta, acentuada. A mí, que nunca había escuchado un poema en voz alta, me pareció algo ridícula. Luego, la ridícula fui yo, con mi monótona forma de hablar de cada día. Ahora, años después, sólo puedo sentir de verdad un poema si le añado el eco de tu voz. Eco que empezó aquella noche entre los diablos azules del bar. Junto a una cerveza, me enseñaste un mundo nuevo, repleto de estrofas y versos cantados. Allí descubrí los más especiales: los tuyos.

Escribir sin pelos en la lengua me lo enseñaste también, cuando a mí me temblaban las palabras en la boca.

Y cuando llueve, no me importa que las gotas me picoteen o termine calada. Porque para mi cuerpo es como si le recitaras una poesía más o menos extensa, depende de la cantidad de agua. Rimas nada frías ni aburridas. Solo estrofas y versos cantados.