La puerta de la habitación está abierta. La he dejado así a propósito, para evitar la condensación del aire. El ventilador gira sin refrescar el ambiente húmedo y cálido de este sótano. No puedo dormir. No quiero pensar cosas tristes. La cerradura electrónica parpadea en la oscuridad. A mi lado, Carlota duerme con un ligero ronquido. Mejor pasar la resaca de madrugada que despertar mañana descompuesta y con dolor de cabeza. De todas formas, esto es distinto: es un cansancio nervioso que me impide conciliar el sueño. No tendría que haber fumado, no estoy acostumbrada. En cambio, Carlota duerme como un bebé. Pienso que pronto estaré de regreso de este mal sueño con esta desconocida, en esta habitación que es como una mazmorra. Me acuerdo de Lady Chorima y de Nastacha, que me han ocultado durante meses su relación, a saber por qué. Qué ingenua he sido, creyendo que la rusa andaba en Landskrona en busca de un puerto tranquilo.

Una voz susurra “buenas noches” desde la puerta. Es Guido, el otro pirado. Nos ha seguido hasta aquí. Me pregunto cómo ha hecho para colarse en el hotel. Estoy rodeada de pirados, Carlota, Guido, Chorima, Nastacha… Sin embargo, presiento que Carlota es la más perturbada de todos. Y la tengo aquí, abrazada a mí. ¿Qué voy a hacer?

Todo empezó el viernes por la tarde, cuando encontré los libros de Selma Lagerlöf en un anticuario de la Gamla Stan. Andaba callejeando a solas por el centro, cuando empezó a lloviznar. Me refugié en un café, pedí un capuchino y me puse a hojear los libros, que estaban en sueco. Entonces descubrí en uno de ellos, titulado Jerusalem, el nombre completo de Carlota, con su dirección y teléfono. ¿Por qué se me ocurrió contactar con ella? Por curiosidad. Me llamaron la atención sus apellidos hispanos, me imaginaba a una estudiante, hija de emigrantes. Primero la busqué en Google, después probé con una cuenta de Instagram.

“Soy hija de comerciantes valencianos”, me confirmó vía chat la propia Carlota Sáez Alegre minutos más tarde. “Esa novela la perdí de vista al acabar secundaria”. Su perfil mostraba una treintañera de aspecto entre angélico y espectral, morena de piel de porcelana y ojos del color del lapislázuli.

“Aparte del nombre, los datos que puse son falsos, obviamente. Era un juego. Me alegro de que me encontraras…”

Chateamos durante buena parte de la tarde y acabamos dándonos cita para cenar juntas en Södermalm. Nos encontramos en el Zinnia, un restaurante de inspiración asiática. Estábamos tan bien continuando la conversación cara a cara, que no me di cuenta de que alguien me observaba desde una de las mesas del fondo. Se trataba de un tipo negro, alto y fuerte, que no soltaba el vape en ningún momento. Me miraba sin disimulo y me sonreía. Sus dientes blancos destacaban en la penumbra de aquel local.

-Con 16 años tuve mi primera tentativa de suicidio -me confesó Carlota cuando estábamos con el postre.

-¿Qué te ocurrió?

-No tenía amigos… Estaba decepcionada con el mundo.

-¿Y cómo has aguantado hasta aquí?

-Me refugié en los libros.

En la única ocasión en que me levanté para ir al baño, el desconocido me salió al encuentro.

-¿Qué quieres? -le espeté al verlo venir.

-Me llamo Guido y estoy aquí para protegerte -me respondió en inglés aquella mole de músculos.

-Sé cuidarme bien sola.

-Hay peligros que uno nunca ve venir.

-¿Sabes que no se puede fumar aquí? -fue lo único que se me ocurrió decirle.

-No estoy fumando, estoy vapeando.

Así empezaron a sucederse las cosas que vinieron más tarde.

-Con todo, estudié Medicina y me especialicé en Psiquiatría -me explicó Carlota, mientras nos dábamos un paseo por el mirador de Mosebacke Torg-. Hice mi rotación en psicoanálisis y aquello me volvió a perturbar. Con 26 años empecé a sufrir las primeras alucinaciones.

-Y ahora, ¿Cómo te encuentras?

-La esquizofrenia me acecha en cualquier rincón -respondió encendiendo un cigarrillo de marihuana-. Es como una inteligencia artificial, que todo lo controla -añadió después de tomar la primera calada.

-¿Vives sola?

-Convivo con mi ex. Aunque en los últimos meses apenas hablamos. Supongo que me da por caso perdido. Cuando no estamos juntos, me manda mensajes a cada rato, supongo que para estar tranquilo. Para responderle, yo uso las frases predeterminadas que me propone la aplicación -dice pasándome el canuto-. Se puede decir que lo nuestro funciona en piloto automático.

-Y ¿Qué vas a hacer?

-Es lo mismo que me pregunto yo cada día… ¿Qué voy a hacer?

Antes de dejar la isla de Södermalm, me señaló lo que parecía la estatua de un tipo saliendo de una boca de alcantarilla. A continuación, empezó a hablarme del desfile del orgullo que iba a celebrarse al día siguiente y me animó a que fuéramos juntas. De hecho, toda la ciudad estaba engalanada con las banderas del arco iris, desde los grandes hoteles hasta los comercios. Regresamos de madrugada al casco viejo, vacío de turistas. Sus calles laberínticas, como una selva espesa, nos hacían caminar en círculos y perder continuamente el rumbo. Carlota no me dejaba usar el móvil, decía que tenía más encanto así. Y yo, subida a una nube estupefaciente, no era capaz de recordar el nombre del hotel ni la calle donde me hospedaba.

-No despiertes a la bestia -me decía ella, sacándome el móvil-. Lo mejor es no dejar rastro.

-Rastro ¿de qué?

-¡Apágalo! ¡Que te guíe la intuición!

Apagué el móvil y continuamos buscando el hotel, bajo la llovizna. Llegamos a la plaza central, la Stortorget, de donde irradian el resto de callejas que se bifurcan. Carlota me contó que allí pasaron a cuchillo a buena parte de la nobleza sueca y que, en noviembre, coincidiendo con el aniversario de la matanza, los adoquines se tiñen de rojo con la lluvia. Más allá me señaló varias calaveras y una cabeza monstruosa decorando unas ventanas. A cierta distancia nos seguía el tipo del bar, era fácil reconocerlo por el tamaño. Le pregunté a Carlota si se había dado cuenta de que nos estaban siguiendo. Sin embargo, ella no había visto a nadie.

-Sí, estaba también en el bar. Lleva toda la noche detrás de nosotras.

-No sé de quién me hablas… Yo no he visto a nadie -insistió, muy pálida.

Me volví, pero no vi más que calles desiertas. Guido se habría escondido en algún portal. Cambié de tema para tranquilizar a Carlota y seguimos caminando al abrigo de su paraguas. De repente, me tiró del brazo y me miró fijamente.

-No he visto a nadie -repitió con desesperación-, pero siempre, siempre, hay alguien vigilando.

Continuará…