Ya vengo amor

¡Hola! Soy Marianella. (5:07 a.m.) Esta mañana, mi reflejo en la ventana de siempre, no contiene esa borrosa imagen de mi rostro que por tantos años me ha mentido tan bien con el vapor humeante de mi té. Por el contrario, puedo ver claramente mis grandes ojeras, el peso de mis pómulos en descenso y mi vida correr en un santiamén en las líneas de mi frente.

Abro la boca y boto el aire caliente contra el vidrio para no verme y solo consigo difuminar unos segundos mi nariz. Una que cada vez se parece mas a la de mi padre.

Despierto del estupor decidiendo firmemente que quiero seguir engañada y retractarme de la promesa que le hice a Ana ayer en la sala de urgencias, de cuidar mi salud y no tomar mas té, mientras susurro refunfuñando: ¡Qué mierda sabrá ese doctor de pacotilla! ¡Que no tome té su puta madre!

Me arrastro como un reptil que aprendió a caminar en dos patas, torpe pero creyéndose sigiloso y me aviento a la faena peligrosa de ir por mi delicioso veneno para el colon, teniendo la plena seguridad que esa será mi aventura del mes. En el rescate me arriesgo a que mi novia despierte y me lance aquella mirada de decepción a la que siempre intento acostumbrarme sin éxito, que debe asemejarse mas o menos a recibir un flechazo de dos metros en plena panza de ida y vuelta.

Mis días con ella tienen un sentido extraordinario y sorprendente, el mismo que pretendo desmenuzar aquí, en este espacio que creé para acomodarme en el presente y soltar las ensalzadas glorias del pasado buscando a la que ya encontré.

Ahora quiero mostrarte que mis historias tuvieron una consecuencia, yo.

Empecemos otra vez. El té de manzana ya se encuentra nadando en mi paladar.

Si Ud. me compara con la de ayer, lo siento, Ud. no me conoce. Anónimo.

Ana y yo vivimos y trabajamos juntas hace casi un par de años. Un martes importante renunciamos a los sueños de otros y empezamos a formar los nuestros.

Nunca fue fácil, pero cada minuto ha valido la pena.

Sé que más de una vez habrá querido jugar a los dardos con mi cara. Yo he fantaseado con su cabeza explotando como piñata multicolor de fiesta infantil y claro, yo era el bate. Nada que no se arregle con un buen beso a puertas cerradas en su oficina o en la mía.

Hay episodios de convivencia en cambio que me arrancan de mi zona de confort de naufraga sin mapa, aunque me aferre a ella con uñas y dientes, como la de hace un tiempo, cuando empezábamos a compartir el mismo techo.

No me gusta manejar y lo hago muy mal, así que Ana siempre me lleva a todas partes, cuando inevitablemente debo salir. Detesto las calles algunos días más que otros y podría quedarme enormes temporadas sin salir del edificio donde trabajamos y vivimos, pero a veces, por cierta época que no sé si tenga que ver con cambios de clima o irregularidades en la menstruación, se me ocurre salir a darle batalla a mi desubicación crónica.

Por muchos años al llegar a casa no me recibía ni un «Miau». Mis zapatos resonaban en el estruendoso piso de la estancia haciéndome saber que estaba mas sola que Adán en el día de la madre. Prendía todas las luces y el televisor aunque no lo viera, solo por compañía. Por supuesto que al salir no tenía que darle cuentas a nadie. Por allí que se me resbalaba un padre nuestro impaciente a modo de permiso, producto del miedo católico al que nos exponen desde chicos, pero nada mas.

Grande fue mi sorpresa cuando un día le dije a Ana: – ¡Ya vengo amor! Y ella respondió: – ¿A dónde?

No entendí la pregunta. Me quedé allí parada, en una sola pieza, en el portal de nuestra habitación, con cara de nada, sin responder e hice un sonido que podría interpretarse como un dolor de oreja.
Ella me repitió la pregunta, y yo respondí con otro sonido aun mas extraño y por ende bastante menos loable, que se escapó de mi garganta como un gruñido mutilado.

Ana frunció un poco el ceño con marcada preocupación y me dijo: – ¿Qué pasa? ¿Por qué no quieres decirme a donde vas?

Ya había entendido la pregunta, pero no sabía que responder. Por lo que recuerdo nunca he estado tan cerca de nadie como para que me la digan. Me entraron un poco de nervios. Pasaban los segundos, tenía que decir algo, pero no sabía que, porque ni yo misma sabía a donde iba.

Una leve incomodidad empezó a asomarse por mi espalda y la recorrió hasta mi cuello. Entonces se disparó de mi boca un enojado: – ¿Por qué tengo que decirte?

Ana me miró, ya sin extrañeza. Sus ojos marrones se entrecerraron uniendo unos instantes sus pobladas pestañas unas con otras, se llevó una mano hacia el cabello que tanto amo y lo acomodó sin acomodarlo. Se sentó en la cama, cerca a mi, me extendió una mano e hizo que me sentara a su lado. Me abrazó y me dijo al oído muy bajito: – Si no quieres decirme está bien.
Se me estremeció el cuerpo y después de intentar quedarme en casa por todos los medios, terminó por convencerme de salir sola. Caminé por una hora pensando en lo ocurrido y lo difícil que se me hizo responder a algo tan simple.

Todos tenemos huellas ¿Y tú?


Alguna vez hace muchos años y por un buen tiempo, mis padres decidieron alejarme de mis hermanos menores por ser un mal ejemplo para ellos y me aislaron en una escuela pre-militar.

Quienes me conocen pueden dar fe de ello. A veces a mi me parece un sueño.

En aquella época yo llevaba dreads en el pelo, las uñas pintadas de color negro y una larga cadena de metal colgaba de mi pantalón roto por todos lados. Cantaba en las calles de Barranco o en algunos cafés del distrito por veinte soles la hora.

Era mejor el hambre y el frío de los parques que volver a casa y sentirme tan despreciada. Mi orientación sexual era un problema en mi familia y yo no calzaba más a su lado.

Cuando me encontraron mi madre me dijo: – Todo ha sido mi culpa. Me dediqué a trabajar y los dejé solos. Ahora eres una enferma. Si no te curo vas a ser una infeliz toda tu vida. Tú necesitas aprender a recibir órdenes.

Y allí estaba yo de pronto, con la nuca sintiéndose desnuda y culpable, deseando enormemente que el pelo volviera a su lugar. La ropa que me obligaron a ponerme era muy rara y muy verde. Mis botines estaban rechinando de brillo cuando las gotas de mis ojos los bañaban. Me encontraba en un largo pasadizo, lleno de muchachas muy bien formadas, esperando correr para presentarse cuando dijeran sus nombres a gritos.

Mi vida en aquel recinto fue un infierno. No conozco aún un lugar peor.

No había nada que se hiciera sin permiso. Ninguna libertad que no costara un castigo, aunque debo admitir que el hábito perdido de ir al baño en menos de dos minutos y a la misma hora todos los días, hubiera sido felicidad pura hoy.

A veces lloraba amordazando mi boca con los dedos para no terminar en un hueco inmundo por haber hecho ruido. Otras he comido tierra con pasta dental por no hacerle daño a un pobre canino que no entendía de salvajismo humano. Una vez una fuerza sobrenatural me hizo ponerme en pie después de horas de excesivo ejercicio para escupirle en la cara a un rollizo instructor, apodado «El lobo».

Pasados algunos meses hice un trato con mi madre. Si entraba a la tabla de honor del tercio superior de la escuela, me retiraría del lugar.

No pasó mucho tiempo más para cumplir mi cometido. Hubiera desarrollado la teoría de la relatividad potenciada al cuadrado por salir del maldito lugar.

Luego era yo la que le decía a los pre-militares: – ¡Cómo está esa moral! y los culicagados respondían: – ¡Alto, a diez mil pies de altura. El cadete no nace, se hace. Lo posible está hecho, lo imposible lo haremos!

Salí de allí un domingo. Tuve que estudiar una carrera que no me gustaba y fui aquella que ya has leído tantas veces.

No hay nada que me de mas miedo que no ser libre después de eso y mi querida Ana estaba cargando con ese miedo innecesario en mi adultez.

Yo había estado tanto tiempo viviendo solo conmigo que había perdido la noción de lo que se hace en compañía. Mi individualidad rayaba en lo extremo.

Decirle a donde iba era compartir con ella algo que era mío.

¿Por qué me costaba tanto?

Ese día llegué a casa y su sonrisa desbarató cualquier complejidad de la que hubiera que hablar y el discurso de perdón mental que había ensayado por largo rato. No necesitamos discutir nada. Mudas y ciegas nos entrelazamos hasta quedarnos dormidas profundamente.

Me gusta decirle a donde voy ahora, cuando lo digo, siento que tengo un lugar en donde me esperan y eso me hacía mucha falta.