Jeanette Winterson es una de las escritoras en lengua inglesa más reconocidas de la actualidad. Esta es posiblemente su obra más personal. En realidad, todo lo personal que podría ser, porque nada lo es tanto como hablar de sí misma y contar la propia vida.
La autora hace precisamente eso: una autobiografía. Pero no se trata sólo de un relato de sus vivencias y de los acontecimientos que le sucedieron desde la infancia. Es algo mucho más profundo y complicado: el retrato de su interior, de su alma. Winterson nos deja ver dentro de sí misma y lleva a cabo una auténtica confesión.
Jeanette nació en 1959 en Manchester, una ciudad fabril del Reino Unido, en otros tiempos muy próspera y en plena decadencia cuando ella llegó al mundo. Su madre, muy joven y sin demasiadas perspectivas de futuro, la dio en adopción. La familia adoptiva estaba constituida por un padre obrero que necesitaba encadenar trabajos para llevar a casa una cantidad de dinero decente con la que sobrevivir y una ama de casa de lo más peculiar. Aunque la palabra “peculiar” se queda muy corta para describir la personalidad de la señora Winterson.
Ambos pertenecían a la Iglesia de Elim, una confesión de tipo evangélico con tintes adventistas, al parecer tremendamente popular en el barrio de Accrington donde vivían. Los Winterson se trasladaron a los pocos años de adoptar a Jeanette a Accrington, que queda un poco más al norte de Manchester, ya en Lancashire.
Por lo que la autora cuenta, la secta en cuestión parece muy similar en creencias, prácticas y pautas a otras más conocidas por nuestros lares, como los Testigos de Jehová: reuniones frecuentes, lectura de la Biblia constante, adoctrinamiento sistemático, pecados por todas partes, el diablo siempre presente, etc., etc.
Si una gallina no pone, reza por ella y seguro que pronto tendrás un huevo. (…) Una gallina que no ponía huevos por mucho que rezaras por ella era como un alma que se apartaba de Jesús: orgullosa e improductiva.
Los seguidores de la Iglesia de Elim profesaban su fe con denuedo y tesón, pero ninguno llegaba al punto de fanatismo que adornaba a la señora Winterson. Ella disfrutaba especialmente de un tipo de religión opresiva y desesperanzada, sufriente y culpabilizadora. Y, como es lógico, proyectó toda esa carga psicológica en la pequeña Jeanette.
Dios es el perdón -o eso dice esa particular historia-, pero en nuestro hogar Dios era el Antiguo Testamento y no había perdón sin una gran cantidad de sacrificio. La señora Winterson era infeliz y nosotros teníamos que ser infelices con ella. Estaba esperando el Apocalipsis.
El día a día de la protagonista-autora cuando era niña no podía ser más extraño, ilógico y castrador. En realidad, sorprende cómo una chiquilla puede tener la capacidad de resistencia mental suficiente para conseguir mantener la cordura en un ambiente así.
Entre los muertos que rondaban por la cocina, los ratones disfrazados de ectoplasma, los repentinos ataques de piano, el ocasional revólver, esa cadena montañosa implacable y refunfuñadora de mi madre, la temible hora de irse a dormir -si papá tenía turno de noche y ella se metía en la cama, eso suponía pasarse toda la noche con la luz encendida leyendo sobre el Fin de los Tiempos- y el Apocalipsis siempre a la vuelta de la esquina, bueno, mi hogar no era un sitio en el que te pudieras relajar.
Pero Jeanette era una cría inteligente, que además tenía dentro de sí una sana rebeldía que la impulsaba a resistir las absurdas directrices que imponía su madre adoptiva. De entrada, tenía prohibido leer libros porque, según la señora Winterson, los libros son peligrosos. Y, desde luego, para la estrechez mental en que deseaba encerrar a la pequeña, la lectura podía ser todo un antídoto.
Sí, las historias son peligrosas, ella tenía razón. Un libro es una alfombra mágica que te transporta volando a cualquier sitio. Un libro es una puerta. La abres. La cruzas. ¿Volverás?.
En este mundo de prohibiciones generalizadas y de castigos absurdos y frecuentes, Jeanette aprende a sobrevivir. Se convierte en una resistente nata, alguien que no se va a dejar doblegar fácilmente. Tal actitud irritará aún más a su madre (su padre pasaba de todo, pero tampoco ayudaba ni intervenía en defensa de la pequeña). En consecuencia, será una “mala” oficialmente y ella acepta tal etiqueta porque, según piensa, “era mejor tener una identidad que no tener ninguna”.
Durante gran parte de mi vida he sido una luchadora a puño descubierto. Quien golpea más fuerte, gana. De niña me pegaban, así que pronto aprendí a no llorar. Si me dejaban fuera de casa toda la noche, me sentaba en el peldaño de la puerta hasta que pasaba el lechero, me bebía las dos botellas, las dejaba vacías para enfurecer a mi madre e iba caminando al colegio.
En este estado de cosas, el colmo de los colmos es que encima a Jeanette le gustaran las mujeres. Como es de esperar, su madre no puede ver con buenos ojos esta pequeña peculiaridad de su hija que, en su mentalidad y en la de la secta a la que pertenecen, constituye una abominación. Ya tenemos costumbre de ser una abominación, así que no vamos a asustarnos a estas alturas. Pero no por ello deja de resultar un tanto molesto y para Jeanette, en los años de su adolescencia, un auténtico problemón.
En la iglesia oíamos hablar del amor todos los días, y un día, tras la reunión de rezo, una chica mayor que yo me besó. Fue mi primer momento de reconocimiento y deseo. Tenía quince años.Me enamoré, ¿qué otra cosa se puede hacer?.
La reacción de la señora Winterson fue tan desproporcionada como cabía esperar y la de la Iglesia de Elim, también: creyeron que tenía dentro algún demonio y se empeñaron en expulsárselo, así que exorcismo al canto. Únicamente cuando pensaron que Jeanette había vuelto al redil de los “normales”, la dejaron respirar un poco.
Pero la rebelde pronto volvió a las andadas, dado que -como es lógico- en asuntos de amor no resulta nada fácil domesticar a la grey. Ellos pensarían con seguridad que el demonio aquel se había aficionado a meterse dentro de Jeanette (sin duda la chica era confortable y se había convertido en un buen hotel para demonios).
Bromas aparte -porque el tema es tan grave que apetece bromear-, el sufrimiento de la adolescente escritora no había hecho más que empezar. Sabía que no ceder, no renunciar al amor, significaba la ruptura total con su familia. Su madre la iba a echar de casa y con diecisiete años, no sabía cómo iba a orientar su vida y ni tan siquiera cómo sobrevivir.
Es entonces cuando tiene lugar la escena que da título a este libro. La señora Winterson le pregunta por qué está dispuesta a ir al infierno por seguir amando a una chica (no lo olvidemos, ella cree que esto de querer a otra mujer es un pecado horrible). Y sucede lo siguiente:
- Cuando estoy con ella soy feliz. Feliz, sin más.
Asintió. Parecía que comprendía y pensé, de verdad, por un instante, que iba a cambiar de opinión, que hablaríamos, que estaríamos al mismo lado del muro de cristal. Esperé. Al final me soltó:- ¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal?”.
“¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal?” es un relato de superación y crecimiento personal, una confesión íntima, pero también una reflexión sobre la política, la literatura, la sociedad y otros aspectos importantes que conforman y rodean la experiencia vital de la protagonista. Jeanette Winterson habla de Manchester, de la llanura de Cheshire y los montes Peninos; de escritores como Virginia Woolf, Gertrude Stein, las hermanas Brontë, Defoe, Coleridge, Nabokov…; del amor y el desamor, de intolerancia y compasión, de desarraigo y orfandad, de la capacidad e incapacidad de amar… En suma, supera el interés que sólo podría tener un fan de la autora (quien, al admirarla, consumiría con delectación su vida y milagros) porque nos lleva a través de una historia verdaderamente notable, que merece la pena leer. Que la disfrutéis, si os apetece.
Edición que cito: Winterson, J. ¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal? Ed. Lumen. 2015.