“Nunca debes confiar en personas menores de setenta años y mayores de siete.” Leonora Carrington
¿Alguna vez habéis probado las relaciones íntimas con fantasmas?
No os las recomiendo. Parece que todas acaban en lágrimas.
En nuestra noche de bodas, Carlota no hacía más que restregarse contra mi, gimiendo y resoplando como una posesa, sin llegar a término. Empecé a pensar que todo aquello no era más que alharaca, puro cuento, y abandoné la carrera.
-Cariño, no tenemos por qué hacerlo.
Aproveché para incorporarla, abrazarla y acariciarle la melena, que era lo que más me apetecía en ese momento. A diferencia de ella, yo me había hecho ya con varias medallas.
-Sí, sí… -insiste ella, repitiendo: “Es que no sé qué me pasa.”
Yo creo que era la primera vez que estaba con una mujer, por mucho que disimulase. El lugar tampoco ayudaba, la verdad. En esa casa apestaba a cerrado y a larga tradición de pis de gato. Aun con la ventana del cuarto completamente abierta, para escándalo de los vecinos, en caso de que los hubiera, ese hedor sumado al del limo y a la humedad pegajosa me taponaban la nariz y me irritaban la garganta. Sobre la mesilla había quedado una botella de ombra vacía. No teníamos agua.
A base de ombra, que es como llaman los venecianos a su vino blanco, habíamos acabado en la más absoluta tiniebla, Carlota y yo. Recién desposadas, sin tener en cuenta lo mal que acababan mis salidas con ella, me dejé llevar de campo en campo, como si Venecia fuera un tablero de juego y nosotras, dos peones. Paseamos del brazo, primero junto al río de la Madoneta, que nos llevó otra vez al Campo de San Polo, donde había dejado a Mirra y a sus convives, de allí llegamos hasta el ponte Cavalli, que daba a la parte de atrás de un palacio.
Los mismos doce mascarones sobre los ventanales en arco de medio punto de la fachada principal se reproducían en la parte trasera, que da al canal, pero de este lado se ven aún más decrépitos, con los huecos de las ventanas protegidos con tablas de madera podrida, la fachada completamente negra. De repente, una de aquellas compuertas de madera se abrió y aparecieron Colombina y Pulcinella invitándonos a pasar. Sonaba de fondo, aunque no muy alto, Sous quelle étoile suis-je né?, una canción de Michel Polnareff, y eso nos decidió, al menos en mi caso, a trepar a la ventana y entrar con ellos.
Los seguimos por una cocina y un pasillo desmantelados, alumbrados con cabos de vela en las hornacinas de las paredes y en el suelo. En los corredores se amontonaban Narcisinos y Pantalones de charla o achuchándose. Llegamos al salón principal, alumbrado con menorás y candelabros. Los ojos se me fueron al techo, que poseía un impresionante artesonado de madera. En cambio, el suelo de parqué estaba recubierto de alfombras costrosas, con los muebles arrumbados a la pared, bajo sábanas polvorientas. Las ventanas cerradas, con los postigos echados, me hicieron pensar que aquel era un palazzo okupado.
Arlecchina se acercó a saludarnos mientras Pulcinella y Colombina iban a buscar unas copas de vino. Se presentó como Tourmaline Fernando, tendría apenas veinte años y nos contó que se había escapado de casa para hacerse actriz y cantante. Su siguiente escala sería Roma y de ahí, volaría hacia Tokio. Luego se acercaron unas Batutas, gente simpática y súper sociable: todo el mundo adoraba España y quería hablar con nosotras. Nos animaron a visitar con ellos la entrada de las caballerizas. Bajamos por unas amplias escaleras de mármol iluminadas con una lámpara colgante de telaraña y llegamos a una sala decorada con las estatuas de los próceres de la patria y bustos de los venecianos de pro. Y lo digo en masculino porque el 99% eran hombres, desde Marco Polo a Giovanni Cabotto, incluido el fulano que presidía el campo donde se encontraba el palacio. Por eso me llamó tanto la atención el de Giustina Renier Michiel, una escritora veneciana cuya vida transcurrió entre 1755 y 1832. Colombina nos contó que era una aristócrata que tradujo a Shakespeare, autora de Le feste veneziane, sobre la historia de Italia.
Esa noche probamos algunos fragolinos y bebimos muchas, muchas ombras. Incluso nos propusieron dar un paseo en la barca de uno de los invitados, el capitán Spavento, un tal Giordano Confalonieri, bombero e hijo de pescadores, como se presentó él mismo más tarde.
En algún momento fui a buscar un servicio, pero resultó que en los baños ya estaban la Portatrice d’acqua, la Cantatrice y la Bailarina, despachando sus propios asuntos, sin prisa ninguna, por lo que me aconsejaron que me aliviase en el propio canal. Así que tuve que salir y buscar un aseo libre en alguno de los bacari abiertos a esas horas. Como si se tratase de mi sombra, Carlota me seguía sin apartarse de mi. Al regresar al palazzo nos cruzamos al capitán Spavento en una barca, con sus amigos y ligues a bordo. Como no cabía ni una aguja más, decidimos que era un buen momento para despedimos de todos ellos.
La noche estaba fresquita como una sandía. El olor a limo y a moho me parecía más intenso. Tal vez se debía a la proximidad del Gran Canal. Sin saber cómo, de la calle de la Furatola, fuimos a dar al campiello Albrizzi y de ahí a la calle de la Carampona. Nos sentamos junto al canal, frente al puente Storto, y empezamos a darnos besos.
Algunos pececillos se acercaban a la superficie y se nos quedaban mirando, antes de que pasara una barca y removiera el agua, dejando en el aire la pestilencia del gasoil mezclada con el olor del canal. En un reflejo de lucidez, se me ocurrió avisar a Mirra de que esa noche no me esperase. Carlota me observaba en silencio. A esas alturas ya estábamos bastante borrachas.
Me di cuenta de que algo, no sé qué, le había pasado por el magín, aunque no dijo nada. Cuando acabé y guardé el móvil, me enlazó y me atrajo de nuevo hacia ella. Allí mismo nos fumamos el canuto de polen de África que le habían regalado en la fiesta. Luego nos levantamos y la seguí por unas calles oscurísimas hasta la Corte de la Raffineria, la calle más estrecha que he visto nunca. Casi hay que pasarla de lado y conduce hasta un patio mínimo, con una escalera que sube a la vivienda de mi amante esposa: la casa de los gatos.
Estábamos en que Carlota no terminaba la carrera y que yo la abrazaba para tratar de relajarla.
-Estás demasiado tensa -le decía, dándole besos en el cuello.
Más tarde, le hablo otra vez:
-Podemos ser amigas y podemos ser amantes; podemos ser una cosa o la otra; o ninguna de las dos, aunque estemos casadas.
-Perdóname -me responde con el pecho agitado y los ojos llenos de lágrimas.
-¿Qué te pasa, cielo?
Yo estaba a punto de caerme dormida.
-Soy una desgraciada -me contesta-. Merezco que la Comegente acabe conmigo cuanto antes.
A mi se escapa un suspiro de fastidio e impaciencia.
-No entiendo, mi amor.
-¿Qué vas a entender? -refunfuña ella.
-¡Si no te explicas!
-No me puedo concentrar porque tengo la cabeza (y el corazón) en otro sitio.
“¡Toma, y yo!” pensé.
-Entonces -le digo-, mejor lo dejamos y tratamos de dormir un poco.
-¡No! ¡No! -insiste, y se sube de nuevo encima de mi, pero yo la rechazo mediante cosquillas y bocados.
Carlota se acuesta dándome la espalda, hecha un ovillo. Me parece decepcionada, atormentada o vete a saber.
-Creo que no te gusto lo suficiente -le digo, tratando de excusarla, añorando el virtuosismo de Mirra o las caricias de Lady Chorima en la cama.
Esto sirvió para terminar de hundirme.
¿Quién carajo será la Comegente?