Foschia, foschia, enigma e fantasía!
Paolo Conte
-Ya sé que esto no es un cíber -les digo en la recepción-. Necesito ayuda porque me encuentro en una situación complicada.
Era como hablarle a una pared: oídos sordos y encogerse de hombros. Si no tenía un código, no podía entrar a la facultad de Humanidades. Una quiere pensar en la universidad como un espacio abierto y popular, sin embargo ha prevalecido justo el modelo contrario, clientelar, con el acceso blindado como la oficina de un banco.
La sede principal de la universidad de Venecia, la Ca’Foscari, amanece tomada por una docena de tiendas de universitarios que reclaman alquileres asequibles, becas más cuantiosas y más zonas de estudio. Allí tampoco tenían ordenadores accesibles. Por suerte, una estudiante me ha prestado su móvil. Desde su cuenta de correo les he mandado mensajes a Lady Chorima y a Mirra. Estaba tan bloqueada que no estaba segura de haber escrito bien la dirección de esta última.
Más tarde, no lejos del puente de la Academia, he pedido asistencia en un instituto público, donde he acabado discutiendo con un par de profesores que no hacían más que darme largas. Me animaban a contactar con los carabinieri por mucho que yo les insistía en que no se trataba de un problema legal, sino personal. Me dijeron que volviera al día siguiente y preguntara a los bedeles. Tenían ganas de zafarse de mi y me he calentado. En mi italiano macarrónico les he dicho que estaba recibiendo un trato inhumano y que yo no era una terrorista sino una professoressa spagnola en apuros. Al salir, he tenido que recurrir de nuevo a los estudiantes.
En dos clics han dado con la dirección del único cíber en Venecia. Cuando me he dado cuenta de que quedaba en Rialto, me he venido abajo. No me dan ganas de sumergirme en las calles estrechas, atestadas de turistas, del sestiere de San Marco. Además, de repente he recordado que tanto Mirra como Lady Chorima me responderían a mi dirección de correo habitual, una cuenta de Gmail y que, para acceder desde otro servidor, es necesario identificarse… A través de mi móvil, que descansa en el fondo de la laguna.
Porca miseria!
Escribir, dejar por escrito las vivencias de las últimas horas, es lo único que se me ocurre en estos momentos. Cuento con mi boli de cuatro puntas y un bonito cuaderno, regalo de Mirra, para pasar el rato. En una terraza de Santa Margarita, rodeada de estudiantes, he probado el mejor capuccino de mi vida. La ira y la impaciencia que me hervían por dentro hace unas horas han dejado paso a cierta lasitud, que se parece mucho a la paz de espíritu.
Mapa en mano, he continuado vagando por la ciudad, resignada a mi nueva condición de turista analógica. Siguiendo las indicaciones que tenía anotadas, he cruzado el puente de la Cortesía, el campo Manín y al llegar al de Luca me he sentado a descansar en un banco, junto a una turista tintada de rubio platino. Llevaba gafas ahumadas y en el interior del brazo, tatuada bien grande y en letras góticas, la palabra killer. Mientras yo escribía sin parar, ella se ha comido unas galletas y luego se ha liado un cigarrillo. ¿Quién osa pedirle el móvil?, pensaba yo, mirándola de reojo.
En una calle estrecha, perpendicular a la plaza de San Bartolomeo, cinco cabinas telefónicas, solitarias y polvorientas, dormitan como astrolabios. De todas formas, no me sé los números de teléfono de ninguno de mis amigos o familiares. Recuerdo un único número, sí, el de una amiga de la adolescencia que dejé de ver hace años. Cuando descubrí que estaba colgada por ella, empezamos a distanciarnos. De repente, yo había perdido la naturalidad y la fluidez con que me comportaba antes con ella. No podía escuchar ni pronunciar las cinco sílabas de su nombre completo sin sentir que enrojecía. La de cursiladas que te cuento, caro diario, ahora que no tengo con quien chatear. Las tintas del bolígrafo de cuatro puntas, que funcionan cuando se les canta, hoy manan como flujo sanguíneo: escribo en venas azules, rojas y magenta.
Regreso al azul.
Un humano resolutivo y servicial, sentado en una terraza frente a un café y un ordenador portátil, smartphone en mano, ha sido mi siguiente benefactor. Se trataba de un turista norteamericano de unos cincuenta años y aspecto agradable. Respirando hondo, he dado un paso al frente para abordarlo, explicarle mi situación y pedirle prestado el ordenador por unos minutos. Él me lo ha cedido con toda amabilidad, mientras seguía ojeando el móvil.
Aprovecho para entrar en una cuenta antigua. Por suerte, no me he olvidado de la contraseña. Tenía un mensaje de Lady Chorima.
“Espero que estés bien. Contacta conmigo en cuanto puedas. Dame el número del hotel donde estás, para que sepa dónde localizarte. Esperamos tus noticias” -me decía.
No le contesto. Me limito a mandarle un correo a Mirra, dándole noticias junto con la dirección de correo alternativa. Como no estaba segura, he escrito tres direcciones distintas. Alguna llegará.
Después he tomado otro vaporetto y me he pasado las primeras horas de la tarde como a bordo de una barca solar. Me sentía sola y aislada, pero también ligera y libre, como una paquetito extraviado. Encadenando varios trayectos he ido a parar a la Giudecca. Al pisar tierra firme, me acompaña aún la sensación de estar galleggiando.
Son apenas las cuatro. Las viviendas, con las fachadas de ladrillo decrépitas y los dinteles enmarcados en blanco, típicos de la ciudad, tienen los números dentro de cartuchos, como los nombres de los faraones. Al fondo, asoma una vieja fábrica con fachada de ladrillo rojo y una chimenea, que pertenece a la Fondazione del Teatro La Fenice. Me he cruzado a unos pocos vecinos y a dos chicas, apenas adolescentes. La nariz y las mejillas me arden. En una terraza de la fondamenta Santa Eufemia pido unos cichetti y varias copas de vino, que he degustado observando las nubes y los tonos turquesas de la laguna.
Frente al antiguo Penitenciario Femenino de Lagoscuro me ha dado por pensar en Carlota. Las manos me transpiran y siento como si se me encendiera una mecha dentro el pecho. La he perdido de vista en Murano, hace más de seis horas, y no he vuelto a saber nada más de ella. Trato de ahuyentar su imagen como la de un ave dispuesta a roerme el hígado. Al fondo de la calle blanquea un mar incandescente. Siento la cabeza embotada. Me cuesta tomar y exhalar el aire.
Un nubarrón gris nácar se extiende como una sábana por el cielo. De repente, se escucha un fragor y no sé si es un avión o es que está tronando.
-Va a llover -le oigo decir a una vecina, una mujer rubia, con el pelo corto, vestida de negro.
Sus pasos resuenan bajo los arcos del claustro. Su interlocutora es, quizá, una gata tricolor subida al pretil. No sé cómo, he llegado a este lugar donde, en otra época, hubo un convento dedicado a los santos Cosme y Damián. Tendido en el pasto, cerca del pozo central, dormita un perro blanco. Me siento en una esquina, quieta como una estatua, a rumiar cosas que me trituran el ánimo. Al poco empieza a sonar el concierto de cámara de la lluvia. Siento un picor en los ojos y un nudo me agarrota la garganta. Respiro hongo, tratando de serenarme. Me sacó un botellín de agua del bolso y bebo un trago. El can se ha incorporado como preguntándose, “¿debería moverme?”. La llovizna se ralentiza, aunque a los pocos segundos regresa con refuerzos. El animal corre a resguardarse, saltando el pretil. Con todo, es una lluvia mansa, que en seguida modula de presto a moderato.
“¿Dónde estás?”
…
“He sido dura contigo esta mañana…”
Por más que trato de concentrarme, no he vuelto a escuchar la voz de Carlota dentro de mi. Está enojada, o herida, y no quiere hablarme. No sé si es mejor así.
A los pocos minutos vuelve a salir el sol y el claustro relumbra bajo la lluvia que sigue cayendo como oro blanco. Hasta que, de súbito, deja de sentirse. Entonces aparecen en escena un par de cuadragenarios. Vestido con un jersey negro él, el pelo abundante y canoso, lleva una cámara colgada al cuello y unas gafas de montura negra. Rubia y menuda ella, pronuncia unas palabras en voz baja, en alemán. El hombre deja su mochila sobre el pretil. Mientras escribo estas líneas, escucho el pitido de su cámara al encenderse, seguido de dos disparos. En ese momento, de uno de los portales sale un tipo con una camisa a rayas de colores pálidos. Llega un tercer curioso, con bermudas y mochila. Los vecinos van a lo que van, ignorándonos, los turistas nos detenemos a mirarlo todo y vestimos peor. Es fácil reconocernos. Con el cuello retorcido e insertado dentro el estómago, empiezo a llorar y a moquear. Lloro por Carlota, por sus padres, por los míos, por lo extraño de la situación, pensando en Mirra y en Lady Chorima, tan lejos de mi. De pronto, Guido aparece a mi lado, interrogándome con una mirada dulce y afectuosa. Le sonrío entre lágrimas, mi careto debe parecer una máscara tragicómica. Agarro la mano que me tiende y salimos juntos del claustro.