Le encantaba el olor que desprendía Marafariña cuando llovía.

La tierra estaba humedecida, impregnada. La vegetación lucía las brillantes gotas que se posaban en ella, a veces manteniéndose inertes sobre la superficie de las hojas; otras, cayendo al vacío desprovistas de fuerzas. Todo eso provocaba una visión hermosa, de cómo Marafariña jugaba con la lluvia que la bañaba.

Marafariña es un sitio especial, un edén escondido en Galicia, un bosque perfecto y brumoso con vida propia. Marafariña es también el lugar de encuentro entre dos personas –en este caso mujeres muy jóvenes-, pero también es un lugar donde se vive y se sufre. Especialmente cuando el amor es algo tan prohibido que parece una trampa mortal.

Olga llega procedente de una tragedia: desde que su madre murió el vacío la acompaña. Son una tristeza tan infinita y un dolor tan inmenso los que han hecho presa en su corazón, que no puede evitar somatizarlos.

El veneno de la pena apareció repentinamente, sin avisar. El miedo atroz, el calor en su garganta, el escozor en sus ojos. Los recuerdos de mamá. La imagen de mamá. El sentimiento de que mamá nunca volvería. Que ya no estaba. El miedo puro y desalentador. Las noches interminables. El desasosiego. El miedo a morir, a que alguien muriese.

El duelo resulta menos soportable aún porque afecta también a su padre, que ha quedado inane ante la desgracia, completamente incapacitado para reaccionar. A estos dos inválidos emocionales acompaña como puede Penélope, hermana de la difunta, que lucha a duras penas para suministrarles algún tipo de muleta o medicina que repare sus heridas y les haga levantar cabeza; lo que pasa es que esta pobre mujer tampoco es un titán todopoderoso: también está bastante destrozadilla y tira de sobrina y cuñado de la mejor manera que sabe. Todo un panorama desolador. Olga se encontrará con Ruth. Esto es así, porque es el destino, porque es lo que tiene que suceder y porque hay cosas imposibles de evitar. Y ese encuentro cambiará la vida de ambas para siempre.

Ruth es una chica tirando a tímida, introvertida, reflexiva y concentrada. Tal vez esta personalidad se hubiera desarrollado de todos modos, pero lo cierto es que bien puede ser producto de las especiales circunstancias que han rodeado su existencia desde que esta comenzó: su hermano mayor falleció cuando era niño en un desgraciado accidente. Sus padres nunca han superado tan terrible golpe y proyectan hacia su hija todo el peso de sus esperanzas. Y, por si esto fuera poco, tienen una fe religiosa inquebrantable, pero que en lugar de servir como consuelo, produce una rigidez y exigencia inflexible, con la que también sobrecargan a Ruth.

Sus padres vivían atormentados por su obsesión, esclavos de una creencia inútil. Habían transformado el dolor en fanatismo, que giraba en torno al fortísimo anhelo de recuperar la vida del hermano mayor de Ruth.

La cruz que -como buena cristiana y mejor hija- lleva Ruth, le ha resultado más o menos portable hasta el momento. Su novio formal casi no sabe ni cómo ha llegado a ser tan formal: de hecho están al borde del matrimonio. La fe, por boca de sus padres y de todos, le exige cada vez más compromiso y más cadenas que echarse al cuello. Pero Ruth tiene un límite, y ese límite se manifiesta cuando de repente siente que hay todo un universo emocional fuera, algo que nunca sintió pero que ahora ha brotado como una semilla en primavera. Esta imprevista revolución interna puede hacer explotar el prefabricado mundo en el que vegetaba la pequeña Ruth.

Ahora solo queda esperar para ver si se arma de suficiente coraje para vivir de verdad o definitivamente se abandona a la castración espiritual impuesta por su familia y por sí misma. Pero no quiere herir a nadie, nadie queremos herir a nadie.

No creo que haya nada que pueda hacer que no destruya algo.

Supo a qué se refería Ruth, supo que, hiciera lo que hiciera, sufriría por ello. O alguien lo haría.

Hablábamos al principio de amores imposibles. De amores que, más que ofrecer felicidad a priori, como sería lógico, parecen traer consigo un drama bajo el brazo de forma natural.

En los amores imposibles clásicos (piénsese en Romeo y Julieta o en Calixto y Melibea, y pongo ejemplos heterosexuales porque en la literatura clásica de lo nuestro, sencillamente, no hay) el drama o la tragedia se marcan por la absoluta certeza de que –hágase lo que se haga- el destino no está de parte de los protagonistas. Las circunstancias mandan y desde el principio sabemos que los amantes las van a pasar canutas hasta el infeliz desenlace final. Son tantos los obstáculos, tantos los enemigos, tantas las dificultades excesivas que por fuerza el amor de los desgraciados amantes está destinado al fracaso (no de su amor, pero sí de la felicidad: porque si te mueres, muy feliz no vas a ser en esta vida). Y el amor será muy eterno y muy para siempre, pero te fastidias porque te vas al otro mundo con el tal amor puesto, pero muertecita al fin y al cabo.

En el caso de una relación entre mujeres, los antedichos problemas vienen normalmente de serie: la familia (no hace falta que sean capuletos y montescos), la sociedad (no es necesario que la relación sea entre diferentes clases, estamentos, etc.) se van a oponer sí o sí. Da igual que las dos personas tengan o no diferente raza, condición, educación, origen o constitución física: son dos mujeres y con eso está dicho todo, se va a oponer hasta el Sursum Corda. Esto lo sabemos todas, por haberlo experimentado. Y ya me gustaría poder decir que no es así hoy en día, porque aunque gracias a Dios las cosas han cambiado mucho, todavía hay gente que tiene miedo (y con razón).

Digo esto porque en esta novela se da una pequeña vuelta de tuerca a este asunto: si ya es difícil reconocer que te gustan las mujeres, iniciar una relación con la que te ha enamorado, seguir tu vida y luchar por ello… supongamos que hay un ingrediente más, para acabar de rematar la faena.

Todas las personas creyentes –entre las que me incluyo- han tenido un “plus de peligrosidad” en el tema: la religión que profesas se dedica día a día a predicarte (a ti y a tu familia) que tu conducta es “desordenada”, que estás enfermita y hay que curarte. También, sin tantas florituras, se te transmite directamente que eres una pervertida y una pecadora. Estas dos versiones se dan según el momento político-histórico que toque, pero nunca jamás la opinión será favorable.

Ya es bastante duro lidiar con estas bobadas cuando tienes cierto grado de autonomía dentro de tu religión y –sufrimientos de evolución personal y espiritual aparte- puedes llegar a la conclusión de que tus sentimientos son compatibles con tus creencias (básicamente, que Dios no tiene la culpa de tener como jefazos de su rebaño a gente tan poco dada a la caridad cristiana y tan ansiosa por el control y mando sobre las conciencias).

Pero supongamos ahora que encima perteneces a una religión (o sub-tipo, o secta) exigente al por mayor. Que tu familia “vive” por y para el tema y dan por sentado que tú también estás abducida y que eres feliz con ese cerebro tan lavado que daría envidia al detergente que lava más blanco.

Ese es el problema de Ruth. Y digo problema por decir algo, dado que el asunto se sale de la raya de lo que definiríamos como problema “normal”.

Ruth pertenece desde su nacimiento a la Congregación de los Testigos de Jehová. Debo reconocer que mi conocimiento sobre el tema es muy pobre y agradezco la información que se ofrece desde este libro. Desde luego he aprendido mucho al respecto. Aunque sólo fuera por esto, ya estaría agradecida a la novela.

La fe y el entorno de Ruth son el caldo de cultivo más imposible del mundo para el nacimiento del amor verdadero, y muchísimo más imposible si además ese amor es por otra mujer. Esto Olga lo tiene muy claro, pero no puede dejar de quererla y procurar que su amor sea correspondido. Y lo es, aunque para Ruth no sea fácil.

Porque sentía que la amaba con una profundidad, con una intensidad, sin mesura, sin dueño, sin forma, sin límites. Con una fuerza tan incontenible como el océano, tan natural como la lluvia, tan vivaz como la naturaleza. Y algo tan hermoso, tan puro, tan incontenible no podía ser pecaminoso. Lo sabía, era imposible que un amor así fuera condenado por nadie.

“Marafariña” tiene virtudes innegables. La primera es la pintura del paisaje, del propio espacio natural, la simbiosis entre el entorno y la propia emocionalidad de los personajes. Marafariña en sí es más que una aldea o un bosque: impregna el alma de los que allí viven y quieren participar de su espíritu. La conexión entre Marafariña y el mundo interior es intensa y recíproca; no solo ofrece sus dones, también los retira. No solo ejerce un efecto terapéutico, también a veces desalentador. Marafariña tiene tanta vida que la comparte, como otro ser vivo con el que dialogar; en ocasiones sufre con los personajes. Otras veces les da la espalda, permanece muda y hostil, sin ofrecer el consuelo que le es demandado. Es un ámbito cargado de emotividad, un espacio de color verde agresivo de pura viveza, lleno de la magia trascendente de los bosques gallegos.

Marafariña se expandía ante Ruth, haciéndose cada vez más y más infinita. Más eterna.

Contempló el bosque que se dibujaba ante ella. Su verdosidad contagiosa, y la armonía de todos sus colores. Los rayos de sol caían sobre los arbustos, los árboles, la hierba y el resto de vegetación, envidiosos de tanta belleza, deseosos de acariciar su textura y suavidad inigualables.

Es un lugar especial, en cierta manera inaccesible, un espacio que se ofrece solo a quien elige. Porque hay un sitio especial, intrincado y oculto, el sancta sactorum de Ruth, su rincón escondido, donde su alma encuentra refugio. Ese corazón virginal de Marafariña, nunca hollado por desconocidos inoportunos, es el santuario donde sabe encontrarse a sí misma, donde encuentra siempre la paz. Esa íntima relación con el paisaje es hermosa, perturbadora y educativa a la vez, incluso simbólica: Olga encuentra casualmente y sin demasiada dificultad el paraje recóndito que está vedado a los demás; algo milagroso, como un don personal que le permite a ella –justa y precisamente- dar con el secreto íntimo de Ruth: el corazón de Marafariña. Y, por supuesto, ahondar también en el corazón de la propia Ruth.

Marafariña es un paraíso. Pero, como todos los paraísos de verdad, es susceptible de ser perdido.

No encontraba belleza ni paz en sus árboles fuertes y altivos, que parecían hallarse allí desde el principio de los tiempos sin que nada ni nadie fuera capaz de arrancarlos de allí jamás. El cielo se le antojaba apagado y muy lejano. El río gélido e impertinente. El viento y la brisa eran molestos y apabullantes. Se sentía muy lejos de todo allí. De todo menos de lo que realmente quería dejar atrás.

Además de esta mágica imbricación con la naturaleza, el argumento en sí merece un aplauso: no se trata de la típica historia de amor (que por bonita que sea, necesita de algún ingrediente de la haga diferente, que la dote de interés. La trama está compuesta de elementos dignos de nuestra atención.

Como ya se ha dicho, esta es una relación muy problemática. Las dificultades de Ruth para rendirse al amor que siente son, simplemente, abrumadoras. Debe lidiar con su educación, sus prejuicios, sus creencias y todo su entorno. Sin embargo, el mensaje no puede ser más esperanzador: la conciencia es sabia y sabe diferenciar por sí misma el pecado de lo que no lo es, contra todo sermón.

Su conciencia fue silenciada mientras Olga recorría la línea de su cuello. Su conciencia no tenía peso. El temor a Dios no existía ahora. La condenación eterna tampoco. La salvación en el paraíso carecía de valor frente a ese momento. Su arrepentimiento fue nulo cuando sus propios dedos se perdieron por la espalda de Olga, buscando cualquier signo. No se sintió sucia, no se sintió pecadora, no sintió nada de lo que le habían enseñado que debía sentir. Sólo sentía que todo lo que podía anhelar cualquier ser humano se hallaba ahí mismo.

Ruth inicia su propio camino de liberación, siguiendo la senda del amor que siente por Olga. Empieza a ver con sus propios ojos, destapados por fin del velo del fanatismo, lo hipócrita, lo falso y lo artificial de la vida supuestamente espiritual que ha vivido hasta el momento.

Dibujaron las sonrisas plantilla por excelencia en sus labios gruesos y, tanto Jaime como Ruth, se vieron obligados a hacer lo mismo, y comenzar con el ritual de saludo y conversación trivial, con el principal requisito de la desbordante amabilidad y el entusiasmo.

Lo que se ha despertado dentro de ella no tiene freno. Su mirada es diferente, comienza a no poder con las imposiciones, con las consignas y con el universo constreñido en un montón de órdenes y reglas. Sobre todo, no soporta la ausencia de pensamiento crítico.

Cantaba como todos los demás, siendo parte de aquel rebaño de fieles siervos, aquellos que formaban parte de las ovejas del señor, de su pastor. Esas ovejas blancas, mansas, esas ovejas que seguían las órdenes de un gran cayado de madera, aun si a éstas las llevaban directamente a un peligroso torrente de agua o hacia un acantilado. No pensaban, no preguntaban, no conocían el camino. Esas ovejas vivían ciegamente, con una venda en los ojos, con una mordaza en la boca. Y Ruth no era más que una de esas ovejas, como todos los demás en ese auditorio.

Otra de las cosas que empieza a aborrecer es algo que debería ser aborrecido por todo buen cristiano: el desprecio por los demás, la exclusión del otro, la ausencia -según la doctrina católica- de Caridad. Porque en su Congregación, los que no participan en las creencias predicadas son considerados contumaces negadores del mensaje de Cristo y, por tanto, condenables al cien por cien. Dios mismo se encargará de ellos, por su empecinamiento en no oír el Mensaje. Se entiende que rechazan al mismo Dios por no aceptar las prédicas de los Testigos. Son llamados «mundanos» y, por no estar en el Reino de Dios-Jehová, están al amparo del mismo Diablo y sus engaños. El perpetuo castigo será su destino inexorable. Lo más aconsejable es alejarse de ellos y eso lleva, automáticamente, a encerrarse en el mundo de la Congregación. El efecto permanente de estas ideas es una especie de «racismo» (como bien señala la autora), porque desde luego se ve a los extraños como gente a evitar, peligrosos y probablemente contaminantes.

Uno de los grandes defectos de Jaime era creerse infinitamente superior y despreciar a los mundanos, es decir, personas que no conocían o ignoraban las enseñanzas consideradas verdaderas. Esa actitud que ella no sólo no compartía, sino que conseguía molestarla. Era como una especie de racismo no justificado, una discriminación inculcada desde la más tierna infancia, para que resultase más fácil, más automático, el rechazo y el aislamiento de todas aquellas personas ajenas a la Organización.

Dejemos aparte lo poco cristiano de la infatuación de Jaime (el novio oficial y formal de Ruth), dado que contradice por completo lo que enseña el Evangelio: recordad la parábola del Fariseo y el Publicano y el poco crédito que otorga Cristo a quienes se consideran perfectos y no pecadores. Lo que aquí importa verdaderamente es que los «mundanos» deben ser expulsados de la vida de los creyentes verdaderos.

Y «mundanos», queridas hermanas, somos todos los que no somos Testigos. Esto lleva a un aspecto trágico con el que Ruth también lucha: según sus creencias, su amada será condenada y arrojada al peor de los infiernos, el Armageddon. Ya no se trata solo de ella, sino de quien más quiere.

Era la peor muerte. La que afecta a las personas que murieron sin Cristo, las que resucitarán del polvo, las que volverán a la vida después del Juicio Final. La Segunda Muerte será la peor tragedia individual, pues resurgirán de la muerte. Volverán a sentir la vida, volverán a respirar, volverán a ser humanos. Volverán a ver a sus seres queridos, a las personas que no pudieron ver crecer o a aquellas que sufrieron sus muertes. Sentirán la dicha, la dicha de la vida que les fue arrebatada.

Y serán condenados.

Juzgados por sus pecados, por haber dado la espalda a Jehová. Serán lanzados al Gehena, al Lago de Fuego, para ser atormentados y asesinados. Dios les arrebatará la vida que él mismo les otorgó.

Personalmente, creo que algo tan horroroso no merece ser tenido en cuenta por la inteligencia racional. Pero, después de algo así, no es de extrañar que la pobre Ruth esté verdaderamente traumatizada. Si sigue creyendo en la doctrina oficial, sin matizar, el sufrimiento puede llegar a ser insoportable.

No obstante, no olvidemos que -aparte del sentido común- las mismas fuentes de las que bebe la religión ofrecen recursos para combatir el fanatismo y la cerrazón de mente. Hasta en la Biblia hay encendidas defensas del amor verdadero. No por ser de sobra conocido me voy a privar de citar literalmente el pasaje del Libro de Ruth (que tanto consuela a la propia Ruth, la nuestra, claro):

No me instes con ruegos a que te abandone, a que me vuelva de acompañarte; porque a donde tú vayas yo iré, y donde tú pases la noche yo pasaré la noche. Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios mi Dios. Donde mueras tú, yo moriré, y allí es donde seré enterrada.

El amor es en realidad un bálsamo. Para Ruth, porque su mundo por fin se abre y ve la verdad: no hay religión válida sin compasión. Ruth ve la realidad y la bondad de la vida gracias a Olga y a lo que siente por ella. Puede decirse que Olga libera a Ruth,

Enseñándole que no hay nada malvado, nada no permitido, nada pecaminoso, siempre y cuando no se dañe a nadie. Enseñándole que el amor, precisamente el amor, era libre, fuerte e imparable. Que oponerse al amor era como negarse a sí mismo, como perder la credibilidad, como evaporarse como el humo.

Pero tiene diecisiete años y su capacidad de rebeldía está muy limitada. A fin de cuentas, como menor de edad, su destino depende de las decisiones de sus padres. Conviene callar y aguantar. ¿Pero, hasta cuándo podrá cargar con semejante cruz? ¿Y cuánto tiempo podrá Olga compartir el peso de la citada cruz?

«Marafariña» es algo importante: una novela diferente a lo que estamos acostumbradas. Cuenta algo distinto, con peso, con profundidad y con un argumento que se sale de los esquemas.

Además, es una obra muy valiente y sincera, y esto hay que decirlo: desde el momento en que la autora expresa que hay aspectos autobiográficos, debe suponerse que a mucha gente le resultará incómodo lo que en la novela se dice. En todo caso, quien se ofenda porque se saquen las vergüenzas a la luz, debería recordar que el Cristianismo debiera ser una religión de esperanza -como lo fue en su origen y que la exclusión, el fanatismo y la ausencia de comprensión y compasión son ajenas a las enseñanzas de Cristo (el buen pastor, por cierto). El cristianismo sería algo muy bonito si algunos no estuvieran dedicados «full time» a excluir lo que no entienden.

Por encontrarle algún pero a la novela, quizás la acción se vea en algunos momentos algo aletargada precisamente porque los sentimientos están tan detallados y desarrollados que resultan elementos descriptivos que retardan el ritmo. Pero es un hecho comprobado que las golosinas verdaderamente sabrosas necesitan paciencia para ser degustadas.

No es una obra apta para impacientes. Pero, si estáis dispuestas a internaros en el complejo y mágico mundo de Marafariña, no os váis a arrepentir de llegar hasta las últimas páginas de la aventura.

Por cierto, el final tiene toda la pinta de no ser definitivo: ¿tendremos segunda parte? Espero que así sea. Que la disfrutéis, si os apetece. 🙂

Edición que cito. BEIZANA VIGO, M. Marafariña Autoedición Amazon España. Edición Ebook. 2015.