-Azul Sabiduría, blanco Dios, rojo Amor, rosa Alegría… -comenta Matubber Jasim, dándole vueltas a mi bolígrafo y observándolo como si fuera una pieza de museo.
El comentario viene de un treintañero de la generación iPad, comisario de una de las instalaciones de la Biennale. Una boca sin labios en una cara cuadrada, con el cráneo rasurado y unas gafas de concha, no me lo hacen especialmente simpático.
-No tiene blanco -le respondo.
-Es igual, tiene portaminas, ¿no? -responde accionando el botón para cambiar las diferentes puntas-. Azul, blanco, rojo y rosa son los cuatro colores alquímicos que usó Giotto en la capilla de los Scrovegni.
Estamos en Albamagic, una taberna del Campo de San Polo, decorada con reproducciones de las cartas del Tarot. En un rincón, Il Mago, representado como un barbudo con sombrero, ofrece panes y botellas de vino en ambas manos, un corazón inmenso pintado en mitad del pecho. Il Sole, la Emperatrice y la Papesa presiden nuestra mesa. De mística, clarividencia y pensamiento mágico estoy teniendo una buena ración en la última semana.
-Y tú, ¿qué haces en la vida? -me pregunta Matubber Jasim.
-Lola es una rastacuera -interviene Mirra, sentada frente a nosotros.
Entornando los ojos, empieza a cantarme el Lola Rastaquouère rasta, del estribillo de una canción que hasta ese momento yo detestaba. Con su túnica rosada y el pelo peinado hacia atrás, está deslumbrante. Su voz me hace estremecer de gusto y ella se da cuenta.
-Eres mi dosis de refuerzo -me dice en francés-. Gracias a estos momentos aguantaré el invierno en Copenhague.
Después regresa a su conversación con las rumanas y yo me vuelvo hacia Matubber Jasim.
-En este momento, lo que hago en la vida es ejercer de dandy -le digo-. De paso, aprendo italiano.
A mi vecino de mesa le agrada mi carta de presentación y me dedica otra ojeadita llena de curiosidad. Por su parte, Simone Leigh y Portia Zvavahera hablan del mucus de mar con Fluxà, una artista catalana interesada por el proceso de elaboración del vidrio, esta industria artesanal gracias a la cual Venecia se convirtió en centro de referencia en el siglo XIII.
-La palabra alquimia viene de khemia, del antiguo Egipto -explica Fluxà-. Así llamaban al fango negro, a la tierra fertilizada por las crecidas del Nilo. El mucus, esa sustancia lechosa presente en todo líquido, es el principio universal de la vida.
Esta tarde he acompañado a Madame Moustache al Ca’Bernardo, donde ha impartido una deliciosa comunicación sobre el erotismo y la poética del agua, después han participado unas doctoras catalanas a propósito de mujeres visionarias en el arte, centrándose en las pintoras Josefa Toirá, Remedios Varo y Leonora Carrington. La Bienal de este año se llama como un libro de cuentos de esta última: Il latte dei sogni (The Milk of Dreams), un título que es como un portal abierto al cosmos, pansexual y filosófico. En ese fluir del Tiempo, hundido en el Sueño hasta los cabellos, transcurre nuestra vida en Venecia. Una auténtica vidorra, hay que decirlo.
Los bigoli in salsa de la cena me han dejado la boca seca. “En Venecia se paga hasta por la acidez”, le escuché decir en Rialto a un turista argentino. Saturada hasta la tráquea de fango, sedimento y piedras filosofales, decido levantarme y salir a tomar el aire.
-Comment vas-tu, ma chérie? -me pregunta Mirra.
-Serenísima.
-¿Por qué no te tomas otro Spritz?
-Non posso, grazie! Necesito despejarme y estirar las piernas.
Andra Ursuta, Melanie Bonajo, Britta Marakatt-Labba y Teresa Solar se levantan para dejarme salir. Mirra me sigue con los ojos, pero no abandona la charla.
En la calle de la Madoneta aspiro al fin un aire refrescante. Esto que estoy viviendo, pienso, es como si perteneciera a otra persona. ¿Cómo he llegado yo aquí? ¿Qué hago en este trazado de viales oscuros y laberínticos?
Siento que me muevo en una gran tela de araña, urdida de tal forma que te impida salir, así que procuro mantenerme en las calles principales, en dirección al Campo de San Aponal. Aunque más que una tela de araña, Venecia es como la botella de Klein, con el cuello retorcido e inserto en la propia panza. Una botella que no es una botella, sino una superficie. Y así es también la laguna, en palabras de Fluxà. No tiene borde y no es orientable: si la seccionas, el resultado son dos bandas de Möbius. Puentes, edificios civiles, chiesas, palacios deslumbrantes o tenebrosos (o ambas cosas a la vez), se suceden como en un sueño.
A la vuelta de San Cassiano, atravieso otra pasarela y me encuentro por casualidad con la Calle dei Morti. El corazón se me encoje frente a este cartel. Una súbita tristeza, una tristeza que tampoco me pertenece, se apodera de mi persona mientras avanzo sin titubeos por esta calle solitaria, larga y estrecha: la calle de los Muertos, ¿qué mejor lugar para invocar una difunta?
-Carlota -digo para mis adentros- cómo me gustaría pasear contigo esta noche.
-“¿Y perdernos de nuevo?”
-¡No, otra vez no!
Una vid con los pámpanos resecos se desparrama sobre una tapia. En cambio, las uvas brillan como contrahechas, con un color burdeos casi irreal. Mis pasos se detienen en la Corte della Regina, frente a un oscuro sottoportego que muere en uno de los canales. En el centro blanquea el pretil de un pozo, me acerco para mirar el agua que reverbera en el fondo, mezclada con cristales de luna. Se siente un intenso olor a moho.
Por el canal aparece de repente, lenta y silenciosa, una góndola sin pasajeros. La observo pasar bajo el arco, como el cortejo de un ataúd. Un vuelco del corazón me deja paralizada al descubrir, a mi lado, la figura delgada y vestida de negro de Carlota. Lleva puesta la típica máscara veneciana con la nariz grande y curva de los médicos de la peste. Sonriéndome, la levanta y se la deja sobre la cabeza. La nariz se convierte en un cuerno que apunta al cielo. Yo tomo aire y trago saliva. Sin mediar palabra, se inclina, me agarra de una mano y la besa. Sus dedos, igual que sus labios, están calientes y confortan.
- ¿Quieres desposar a la Noche?
-Sí, quiero -le respondo, pensando en las cosas que hacemos a veces por pura desesperación-. Y tú, ¿me aceptas por esposa?
-Sí, quiero -repite ella, mirándome fijamente con sus ojos celestes.
A continuación, Carlota me desposa con un tosco anillo de metal que me coloca, no en el dedo anular, que ya tengo ocupado, sino en el índice de la mano izquierda.