Hace tiempo que llevaba dándole vueltas a un tema que tiene cierta mala prensa, pero hasta ahora no lo había sacado de los debates a petit comité, hoy lo comparto con vosotras y sin más intrigas os lo desvelo: Las etiquetas.
Las etiquetas como ya sabéis, se utilizan para identificar generalmente objetos y no menos frecuentemente, personas. El caso de los objetos, naturalmente no despierta polémica más allá de un diseño desafortunado o una errata incómoda, pero sin embargo, cuando éstas se aplican sobre las personas, la controversia está servida y sobre ellas vamos a hablar.
Quizá lo primero que nos escuece del párrafo anterior es la atribución de capacidad para identificar a una persona con una simple etiqueta. Sin duda sería ser extremadamente optimista o muy necio el creer que con una etiqueta se puede dar cuenta de la complejidad humana, pero por desgracia la necedad es algo que rodea a las etiquetas con demasiada frecuencia.
No menos frecuente que lo anterior es que esas etiquetas estén ligadas a un estereotipo concreto que no tiene por qué ajustarse a la realidad de cada persona.
Hasta ahora hemos visto una cara de las etiquetas que podríamos calificar como imprecisa y en ocasiones más desinformativa que lo contrario, pero no se puede obviar su cara más amarga. El estigma social que pesa sobre ellas.
En el caso de las etiquetas sobre la orientación sexual, este fenómeno sigue a día de hoy muy presente. Hablamos de estigma cuando esas simples etiquetas se cargan de significados negativos y trascienden al estereotipo para convertirse en prejuicios. Cuando una etiqueta define la actitud y conducta que tendrán con nosotras o que nosotras tendremos con otros.
La mayoría de las personas ni siquiera somos conscientes de los prejuicios que tenemos, incluso a veces contra nosotros mismas. ¿Alguna vez te has descubierto dando circunloquios alrededor de tu orientación sexual para evitar pronunciar la temida etiqueta? ¿Te resulta más cómodo emplear un eufemismo para referirte a ella? Si la respuesta es afirmativa, esto podría ser una señal de que has interiorizado el estigma que pesa sobre la etiqueta.
La interiorización del estigma no es de extrañar que ocurra, puesto que si algo tiene una carga negativa para una gran parte de la sociedad, es un comportamiento esperable que intentemos distanciarnos en la medida de lo posible. Lo anterior, sin embargo, se convierte en un problema cuando empieza a afectar a nuestro autoconcepto y autoestima. Ejemplo de lo anterior es cuando en función de dónde o con quién estemos modificamos la forma en que nos definimos, ya que no lo hacemos por nosotras, lo hacemos por ellos y porque creemos que una parte de nosotras es menos válida.
Si bien hemos dado un repaso por el lado oscuro de las etiquetas, no sería justo invisibilizar sus virtudes y a partir de aquí continuaremos con ellas.
Para comenzar esta segunda parte, he decidido empezar por la utilización de la etiqueta como herramienta para desmontar el estigma, o al menos la parte interiorizada de éste. Para ponerle nombre y apellidos, hablamos de la resignificación de la etiqueta basándonos en lo que en su día ya propuso Judith Butler en la Teoría Queer. Si bien es un hecho que una parte de la sociedad utiliza las diferentes etiquetas sobre la orientación sexual no normativa como insultos, no es menos cierto que tales etiquetas no son ni positivas ni negativas, depende de quién las utilice y aquí es donde entra la apropiación de las mismas para así resignificarlas. ¿Cómo puede ser negativo algo que define la forma en la que amo? Algo tan nuestro, algo sin lo que no seríamos nosotras no es negativo, sencillamente es. Los ejemplos más claros de resignificación los podemos ver fácilmente cada vez que un hombre gay se llama a sí mismo «maricón» o una lesbiana «bollera», o cuando nos referimos así entre nosotros y en absoluto pretendemos ofender a nuestr@ interlocut@r. Hablamos de abrazar lo que somos y en definitiva, de empoderamiento.
Como decíamos más atrás, no tendría sentido atribuir a una etiqueta el poder para definir a una persona, sin embargo, si la etiqueta se utiliza de manera coherente nos puede ayudar a obtener información útil destinando un tiempo inferior. Quizá uno de los errores que se cometen con más asiduidad es otorgar la capacidad de limitar a una etiqueta. Las etiquetas no nos limitan, nos limitamos las personas. Ilustraré lo anterior con un ejemplo en primera persona: yo me siento identificada con la etiqueta «lesbiana» («bollera» también me gusta), es algo que tengo claro desde hace bastantes años (aceptado no tantos), pero si alguna vez me apetece salir con un hombre, acostarme con él o se da la improbable situación de que me enamore, mi etiqueta no me va a limitar en ninguno de los casos, simplemente haré lo que me pida el cuerpo. La clave está en utilizar la etiqueta siendo muy conscientes de aquello para lo que sí vale y para lo que no.
La conclusión que subyace a todo lo anterior y con lo que podría resumirse la entrada, es que las etiquetas no son las malas de la película, porque ese rol es el que juegan las personas que las interpretan, la sociedad que ampara el estigma. Ante esto, en mi humilde opinión, lo mejor que podemos hacer es apropiarnos de ellas y lejos de sentir vergüenza, sentir orgullo, porque hacernos visibles cuando la sociedad nos presiona para que nos ocultemos, es algo que demuestra valentía y eso es un motivo por el que estar orgulloso. Romper con los estereotipos existentes pasa ineludiblemente por hacer visibles las múltiples realidades que se ignoran.