Este post forma parte de Yo Lesbicanaria un espacio en el que invito a otras chicas lesbianas y bisexuales a quienes admiro a escribir un post como invitadas en el blog para mostrar lo diferentes que somos y que existimos lesbianas de todos los tipos. Así que denle la bienvenida a Clara Asunción García.
Ahí va esto: tengo un problema, y es grave. Habitan en mi cabeza ciento veintitrés mujeres que no me dejan vivir. Andan alborotadas entre las llanuras de mi hemisferio derecho (bueno, tengo una también en mi coxis, pero no tengo ni idea de cómo ha ido a parar allí. O, mejor dicho, NO quiero saberlo) y son rubias, morenas, pelirrojas, rechonchas, flaquitas, temerarias, enamoradizas y un sinfín más.
Sin embargo, lo que sí son todas, sin excepción, es una cosa: insaciables. Me buscan, me llaman, me gritan. Quieren salir. Quieren un nombre, una vida, una historia, un amor esplendoroso, sexo a tutiplén y un argumento digno y sorprendente. Jodías ellas. ¡Pues no piden ná!
Agotadita me tienen. Y es que no se conforman con un argumento trillado (que también, ¿por qué no?), con una introducción-nudo-desenlace apañaditos, esa mujer que te mira, ese flechazo instantáneo (o no), ese conflicto que las separa y ese (probable, porque para triste vida ya tenemos la realidad) final feliz con música de violines de fondo y polvo estratosférico.
No, pero claro que no. ¡Qué van a conformarse! ¡Menudas son! Y eso que a mí, personalmente, me harían un favor. No que anden follándose las unas a las otras en mi cerebro (ejem, cariño. Cuando me pillaste viendo vídeos porno era, precisamente, un trabajo de documentación. ¡Tú no sabes lo que sufro inventando nuevas escenas de sexo!), sino que ya les iría bien una historia en la que servidora (y madre putativa de las ciento veintitrés) no tuviera que andar buscándole tres pies al gato, o ese giro argumental que deje boquiabierto al/la lector/a o algo que se salga del camino presumible (que también podría serlo, repito, ¡¿por qué no?!).
La cuestión (y la gravedad del problema) es que todas reclaman su lugar. Tengo una reina de un reino amenazado, una guerrera que la protege, una soldado y una doctora, una puta y una detective privada, una que metió la pata hasta el fondo y engañó a su novia, tengo ejecutivas, periodistas, más putas (cielos, creo que lo mío es una fijación. ¡Oh, «Taxi a París»
No puedo con ellas. De verdad. Es como ser la dueña de una guardería donde lxs niñxs se reproducen por generación espontánea y acaban constituyéndose en repúblicas independientes de sí mismxs. La reina me asalta a traición cuando estoy con la puta, la soldado que qué hay de lo suyo, la doctora que, oye, ¿y si me describes un poquito más interesante? ¡Eh, y no veáis lo exigentes que se ponen las borrachuzas de vida desmantelada!
Estoy que emigro. Venus sería una buena opción. Tal vez Australia, que queda más cerquita. Y es que, ni dormir me dejan. ¿Vosotras creéis que es normal que te joda la fase REM una ejecutiva enamorada porque se le acaba de ocurrir la réplica perfecta a ese diálogo en el que te habías atascado? ¿Y que una tenga que saltar de la cama en busca del bolígrafo perdido para anotarlo? ¿Y que sean las 6 de la mañana, en pleno invierno? ¡Vamos, mujer, eso no se le hace ni a tu peor enemigo!
Pero, ¿sabéis qué? No cambiaría a ninguna de las ciento veintitrés por nada. No cambiaría la presión, el agobio, el pánico escénico, la inseguridad, el bloqueo, los trastornos de la fase REM, el puñetero frío de las madrugadas de invierno, ¡ese boli que no encuentro! Y no lo haría porque, cuando una de esas mujeres (o dos, o tres, cinco o cien), logra salir de ese hemisferio mío y se hace pasta y papel, voz y carne; cuando consigo hacerla vivir, darle un nombre, lograr que permanezca durante unos minutos, unas horas, en la cabeza de otra persona y esa persona, ese lector o lectora, se toma unos minutos de su tiempo para decirme “Hay que joderse, qué desastre te salió Cate”, entonces, entonces, pienso que todo merece la pena. Madrugones, tropezones por la calle por ir anotando frases sin mirar por dónde voy, comer a las cinco de la tarde porque no me sueltan ni a tiros (¡más diálogo, es la guerra!), que la reina o la soldado de las narices me toquen las ídems… Todo lo merece. Porque, si así ha sido, si algún lector o lectora me escribe algo así, entonces es que he conseguido que ese personaje viva para otras personas que no son yo. He logrado que, durante el tiempo de una lectura, se haya hecho persona, que otrx se haya apropiado de él, que le haya acompañado, lo haya hecho suyo.
Porque no es mi pluma la que le da la vida a alguien, por ejemplo, como Cate Maynes, o Sara, o Maca, Nuria, Elisa o Valeria, sino las personas que se toman la molestia de acercarse a ellas. De abrir un libro y sumergirse en sus páginas. De creer en lo que les cuento.
Y, así, pienso (ciento veintitrés veces, y las que hagan falta): “¡Lo logramos, chicas!”. Y lo celebro (y ni siquiera me importa tener que ser yo la que pague la ronda del centenar largo de cervezas a esas descastadas hemisféricas mías). Porque, por un instante de maravillosa conexión, mis chicas han vivido, han sentido y han hecho sentir. Y lo he logrado solo porque al otro lado de las páginas están las lectoras y los lectores, esxs sin los que yo, como escritora, no existiría. No, al menos, como tal.
Así que, gracias por ello (ciento veintitrés veces y las que hagan falta). Besos, cerveza y libros (y si tenéis un mar a mano, también).
Fmdo.: Cómo ser una escritora con más de cien mujeres en la cabeza y no morir en el intento
P.D.: ¡Ay, mierda! ¡Ya se me ha colado la zombie!
Clara Asunción García
Clara Asunción García, escritora. Autora de «El primer caso de Cate Maynes»(Egales, 2011), «La perfección del silencio» (Egales, 2013) y «Elisa frente al mar» (Amazon, 2013). Tiene un lema en esta vida: Si hay un mar, un libro o una cerveza cerca, soy feliz. Si estoy acompañada cuando eso sucede, lo soy aún más.