¡Hola! En unos minutos serán las tres de la mañana. Empieza mi hora predilecta para escribir. El silencio invernal me va envolviendo en esa atmósfera citadina fantasmal que tanto amo. Es increíble la bella sensación que me da la soledad y el silencio.

Mi té de uva ya está listo para sacudir los recuerdos de mi accidentada vida amorosa. Esta vez su aroma me transporta a ella. Al infierno de sus besos.


Una vez descartado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, debe ser la verdad. Sir Arthur Conan Doyle.

Mi primer día de trabajo fue un lunes que recuerdo con cariño. Tenía mi ropa lista desde hace semanas. Esa noche no dormí pensando en mi ansiada libertad.

El reloj despertador sonó a las 6:00 a.m. y yo llevaba despierta horas. La ducha fue corta y llena de ideas motivadoras. Me vestí y arreglé con sumo cuidado. Tomé un desayuno saludable y ligero. Mi papá me llevó tan emocionado como yo, hasta la oficina productora de conciertos a la que había aplicado, con un curriculum pobre pero entusiasta.

(#SoyBienProactivaSeñor).

Las semanas pasaban entre nuevos amigos a los que tenía locos de tantas preguntas. Por las noches leía y me instruía, sobre los temas que escuchaba en las reuniones queme eran ajenos pero interesantes. Pronto me hice productora Junior y empecé a viajar a provincia, maravillada por las oportunidades que se habrían paso en mi camino.

(#AquíEmpiezaLaHistoria)(#AguzaElOídoBro).

Ir a la selva de Iquitos, la capital de la Amazonía peruana, para hacer un evento, era un golazo para cualquiera de los ocho practicantes que recién empezábamos allí. Significaba llenarse el bolsillo y abultar la cartera de auspiciadores por las que prácticamente nos sacábamos los ojos.

Cuando me llamaron a la oficina general y me dijeron que dirigiría un concierto masivo en el conocido local principal del centro “Noa Noa”, casi lloro.

Me fui con un equipo de chicos que de pronto ya no me tenían en tan buena estima.

Bajamos del avión y se nos achicharró hasta el alma. ¡Hacía un calor de los mil carajos! La ropa se nos pegaba casi convirtiéndose en otra piel.

Nunca me baño con agua fría, ni en verano (#TaWebon), pero allí era imposible. Nos la pasábamos bajo el agua entre cinco y seis veces por día.

Me fui acostumbrando al calor con los días, y empecé a ver todo aquello de diferente manera, mientras nos íbamos preparando para el gran día.

Todo se vislumbraba hermoso, su cálida gente, su deliciosa comida, sus exóticos brebajes, sus calles y costumbres.

Allí la movida gay era común. Chicos con chicos y chicas con chicas de la mano, sin miradas de extrañeza al rededor. El paraíso había estado a unas horitas de mi casa y yo ni enterada.

Qué lindo sería quedarme a vivir por aquí – pensé.


El día del concierto fue increíble. Todo salió a pedir de boca.

Cuando ya la gente se iba a sus casas, borrachísimos y felices, el dueño del local nos presentó a sus bailarinas principales.

La vi y casi muero de un infarto en el acto.

O.o

¿Cómo describir semejante aparición?

Yesenia Albuquerque era completamente, lo que comúnmente llamamos UN LOMAZO.

Sus ojazos negros razgados contenían una profundidad donde te perderías para no volver. Su pelo, largo, lacio, dócil, oscuro, se meneaba al son de sus felinos movimientos mientras hablaba con algarabía. Su boca parecía hecha para mordisquearla hasta desaparecerla.

¡Qué piernas! ¡Qué cintura! ¡Qué tal escote madre santa!

Yo babeaba como perro hambriento delante de un filete de carne, mientras ella me miraba con seductora serenidad.

Los tragos iban y venían. Todo me daba vueltas. Al otro día regresábamos a Lima y la resaca en el avión iba a ser brutal, pero no nos importaba. Todos estábamos entretenidos con las curvilíneas bailarinas que unas horas más tarde, bailaban alrededor de nuestra mesa.

Me bastó un susurro de ella al oído que no entendí bien, para llevármela a mi cuarto de hotel casi corriendo.

Antes de entrar al cuarto ya casi no teníamos ropa. Se sentó sobre mí y no paró hasta las ocho de la mañana. Yo creí que me había dejado paralítica.

Nuestro avión salía a las doce del día y yo ni loca me quería ir. Me inventé cualquier excusa para quedarme unos días más.

Esos días no salimos de la habitación. Casi no comíamos. La deshidratación iba causando efecto con mareos y dolores de cabeza que me importaban poco. La ducha era un escenario más para las posiciones más audaces nunca antes vistas. La luz del sol parecía perderse en su perfecta y esbelta espalda. ¡Eso era vida!

Un día desperté y prendí el celular. Habían pasado dos semanas. Los mensajes de texto y las llamadas perdidas estaban apiñadas en mi bandeja de entrada.

Perdí mi trabajo. Mi jefe estaba decepcionado. Mi madre lloraba. Mi papá furioso. Mi familia preocupada. Mis amigos en un colapso nervioso. Mis ex compañeros de trabajo no podían creerlo.

Yo… Yo decidí quedarme con ella.

Nos mudamos juntas. Nada podía ser mejor. Los días pasaban intensos, llenos de cuidados y caricias a su lado. Ella era detallista en extremo. Me atendía con dedicación. Cocinaba potajes riquísimos. Cada comida era un deleite difícil de describir.

Yesenia era dócil, alegre, bromista, pícara, coqueta. Todo lo que siempre quise en una mujer. Empecé atrabajar en eventos pequeños al sur de la ciudad que me daban lo necesario. Cada noche regresaba al centro a verla bailar.

Los primeros meses todo iba viento en popa, pero de repente empecé a ver cosillas que no me agradaban. Había un acercamiento inusual entre ella y los comensales,que se tomaban atribuciones un poco pasadas de tono cuando Yesenia se contorneaba mientras bailaba. Ella no hacía nada por evitarlo. A veces me parecía que lo disfrutaba. Todo aquello se hizo cada vez más extraño y menos cómodo. Las peleas empezaron y las manifestaciones de desamor también.

La felicidad y su personalidad cálida cambiaron bruscamente. Se volvió demandante y celosa.

Ya no había comida rica, ni caricias, ni ropa lavada, ni masajitos, ni nada. Lo único que no cambió, fueron los jugos de fruta por las noches antes de dormir.

Las broncas terminaban en sexo salvaje y eso mantenía de alguna forma la relación que se volvía cada vez más insostenible para mi. A ella todo se le hacía muy natural.


Un viernes de calor insoportable llamé a mi mamá. Después de media hora de reclamos, me dijo que debía regresar a casa porque mi abuela estaba mal de salud.

Mi abuela significa y magnifica el amor mas puro que he sentido hasta hoy y para siempre. Cuando me mira con sus ojitos pequeños me derrite el corazón.

Debía volver a Lima de inmediato.

No fue fácil decirle a Yesenia que me iba. Me armó un escándalo de la patada y me escondió la ropa. Me fui con lo que tenía puesto.

En el vuelo mi mente iba desprendiéndose de aquel tormentoso idilio. La necesidad de ella y de su cuerpo se iba perdiendo con la altura entre las nubes.

Llegué a casa y corrí a ver a mi viejita hermosa. Ella estaba en su cama. Su voz se quebró al decir mi nombre. Besé sus manos y me quedé un rato en ellas.

En la sala me esperaba mi familia completa. Cada uno de ellos me abrazó.

Después del sermón de San Quintín, mi madre me dijo algo que no olvidé nunca:

Estoy triste por ti. Pensé que había criado bien a mi hija. Has decepcionado a tu familia. Si actúas irresponsablemente con tu vida, vas a ser muy infeliz y eso me apena como madre.

Me quedé en silencio. Tenía razón. Había perdido todo lo logrado por nada. La experiencia me había servido. Tenía derecho a equivocarme, pero había herido a quienes amaba, todos aquellos meses que no supieron de mi.


Un domingo, después de varias semanas, mi familia se reunió como usualmente hacían, para cocinar a la parrilla. Tocaron el timbre. Un mensajero dejó una carta para mi que mi hermana recibió. Era de Yesenia.

Un adormecimiento somnoliento me removió el cuerpo entero, mientras leía que me necesitaba a su lado. Su boca vino a mi cabeza diciéndome todo aquello. El pecho me quemaba. No tuve razón alguna para no regresar.

Mi mamá me arrebató la carta y la tiró al fuego de las brasas sobre la carne, mientras yo subía las escaleras dispuesta a salir de casa con una maleta hacia mi único destino. Ella.

De pronto escuché gritos por toda la casa. Mi hermana y mi tía me dieron el alcance mientras guardaba la billetera en el equipaje que estaba casi listo (Un par de polos y un jean).

Entre gestos y alaridos me decían que la carta se había convertido en un sapo, delante de todos los que allí estaban.

¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡WTF!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!

Reí. Reí hasta caerme al piso. Reí en un ataque que no podía frenar, ante la mirada de espanto de ambas. Querían llevarme a ver al supuesto espécimen verde que por «arte de magia», había aparecido en nuestro día familiar. Ante todo pronóstico, a hurtadillas y después de escuchar lo más absurdo que he escuchado hasta ahora, me fui. Le conté el episodio a mi mejor amigo que me dio la siguiente recomendación en tono de burla: – Fíjate dentro de tu almohada.


Llegué. No salimos de la habitación en cuatro días. Revisé dentro de la almohada cuando ella estaba en el baño. Encontré una bolsita con tierra, plantas, semillas, hilos rojos y una foto mía. Todo atado de una forma que me dio escalofríos.

Esperé la madrugada para escapar y me llevé la bolsita extraña que desaté en el camino.

No creo en brujería. No creo en cartas que se convierten en sapos, aunque ese sea el tema de cajón cuando mi familia se reúne, con menos frecuencia en esta época.

Creo en mujeres peligrosas con creencias culturales tan fuertes que podrían hechizar a cualquiera con solo desearlo.

Pintura de la talentosa: Andrea Barreda.