¡Hola! Ya está amaneciendo, el tren frente a mi casa empieza a pasar, recordándome que es otro día. Un día más que no duermo.
Mi delicioso nuevo té de Rooibos humeante, va jugando con mis sentidos. Mis anécdotas se hacen más claras y vívidas a esta hora.
Esta historia contiene un mal sueño recurrente que no pudo escapar de mi memoria, a través de los años. _________________________________________________________________________________
Uno, dos, ya viene a por ti. Tres, cuatro, cierra bien la puerta. Cinco, seis, toma el crucifijo. Siete, ocho, no duermas aún. Nueve, diez, nunca dormirás. Freddy Krueger. _________________________________________________________________________________
La conocí en una conocida canchita de fútbol de la época, llamada “Arcoíris”, repleta de chicas, a la que llegué por medio de la primera chica peruana que conocí en el chat de lesbianas del MLRC. Había algo en cada una de ellas que encontré muy familiar. Allí encontré la comodidad social que no había sentido en mis cortos dieciséis años.
Silvia Berestein, no usaba shorts como las demás, aquel caluroso febrero, cuando jugaba con especial destreza en el campo. Sus mullidos pantalones de deporte no contorneaban ni un poco su adolescente silueta. La camiseta de talla muy grande y de manga larga del Boca Juniors, la hacía tener un aire bastante diferente al resto.
Me gustó apenas la vi, inmediatamente después del gol de medio campo que hizo, breves segundos después de empezado el primer tiempo. (#QueTalGolazoCsm).
Un jueves, como cada tarde, fui a verla jugar en silencio, acompañada de las nuevas amigas que había hecho en el grupo. Mientras yo babeaba mirándola jugar, recibí una llamada de mi mamá, preguntándome donde estaba con tono asesino. Después de mentirle descaradamente a mi madre, regresé al lugar y… O.o – ¡¡ Asdfghjkl !! – <3 – =,) Allí estaba ella. Como por arte de magia. Sentadita. Conversando con una de las chicas con las que fui, que aún veo con frecuencia.
Me temblaba hasta el ojo cuando me habló por primera vez. Que hermosa era. Que ojos, que boca, ¡que todo!
Los días pasaban raudos y ligeros a su lado. No podía distinguir un lunes de un viernes. No importaba la hora ni las reprimendas en casa. Me daban igual los exámenes parciales de la universidad. Yo sólo pensaba en envolverla en mis brazos y que no quede entre ella y yo ni un poco de espacio.
La noche que planeamos querernos, no había nadie en mi casa. Preparé la habitación durante horas. Las velas eran tantas que podrían haber incendiado mi cuarto en un santiamén. Los cursis pétalos de rosas esperaban sobre la cama para recibir nuestros cuerpos. El incienso, la música, y el vino de dudosa procedencia, le daban un toque de caché al asunto.
Ella llegó. No podía respirar de emoción. Quería hacerla tan mía. Quería ser tan suya. Quería… Quería…
(#AquíEmpiezaLaVainaPaVariar)
Nos besábamos como si nuestras bocas estuvieran pegadas la una a la otra. Recuerdo la sensación hermosa y pura de la inexperiencia. Su perfume no se parecía a ningún otro. Nos descubríamos con pausada dulzura cuando ella apagó la luz.
Entre las sábanas, ya desnudas, el contacto nos hacía tiritar, reírnos… amarnos. No tener referencias tiene un encanto sumamente especial.
Me iba adentrando en aquella piel tan deseada, cuando un severo empujón me sacó de golpe de la escena hacia el piso. O.o Varios segundos después, sus sollozos me sacaron del estupor. Prendí la luz de un salto, como si tuviera un resorte en el culo…
Lo que vi, trataré de explicarlo con palabras que no alcanzan a describir todo aquello.
Silvia tenía cortes en las piernas y brazos, de distintos tamaños. Algunos eran profundas cicatrices. Otros parecían ser recientes. En las rodillas se veían dolorosas líneas sobre otras. Los brazos, tiernos y siempre tibios de la chica de mis sueños, estaban maltratados de tal manera, que lloré, de pie, sin acercarme, con un sonido ahogado, tapándome la boca.
Me senté a su lado mientras se ponía la usual ropa, que cubría completamente las lesiones expuestas.
Traté de abrazarla cuando llegó a la puerta para irse. Le supliqué que me diga quien la había lastimado así. No recibí respuesta. Se fue.
Esa noche soñé con cuchillos y pasadizos oscuros.
Al otro día, la esperé fuera de su casa muy temprano (su familia no me quería mucho, ni a mi, ni a mis shorts gigantes). No apareció.
La llamé cientos de veces. Le envié mensaje tras mensaje. Llamé a sus amigas. Me atreví a llamar a su casa. Nada.
Semanas después me llamó. Nos vimos en el parque de siempre. Me hizo prometer que no preguntaría nada sobre los cortes, pero quise verlos.
Los besé, como tratando de curarlos. Los besé con los ojos cerrados, por si al abrirlos tal vez desaparecieran. Los besé intentando que el dolor pasado que ella sintiera no existiera. Los besé con todo el amor del que podía hacer acopio.
La segunda noche, después de varios meses, que quisimos intentar tocarnos, fue un martes que nunca, jamás, en toda mi vida y tal vez en la otra, olvidaré.
Horas después de acariciarnos ajenas al tiempo, salí despedida otra vez por los aires con un impulso tipo Matrix, del empujón certero que me dio.
Esa noche yo viví en su voz, una historia que me eriza la piel hasta hoy.
La familia de Silvia era muy católica. Se componía de padre, madre y tres hermanos. Ella era la más pequeña.
Cuando Silvia cumplió seis años, la familia, como todos los años y en todos los cumpleaños, asistió a la iglesia. Javier, el hermano mayor de catorce años era sacristán.
Ese día, el padre de Silvia le dijo a Javier que estaba orgulloso de él.
Silvia recibió muchos regalos en el colegio y en casa. Había uno en especial, que había acomodado en su cama. Se trataba de un osito de felpa, marrón y con un lazo azul como corbata.
Ella dormía, abrazada a su nuevo amigo, cuando sintió que algo recorría sus piernas. Se asustó, se levantó y una voz muy conocida le dijo: ¡Shh! Soy yo, no digas nada.
Era Javier.
Ella no entendía. Ella pensó que era un sueño. Ella quiso gritar. Su mirada se fijó en la carita del oso de felpa a un lado de la cama. Sintió dolor. Él sólo repetía, con un olor extraño en la boca: ¡No digas nada!
Javier llevó a Silvia al baño para limpiarla. La abrazó. Lloró. Le pidió que no dijera nada una vez más en tono de ruego.
Esto ocurrió muchas veces.
Hasta los once años, cuando empezó a cortarse ella misma.
Javier es ahora un político conocido.
Dos meses después de contarme la historia Silvia se mudó a Estados Unidos con toda su familia. Estuvimos en comunicación un tiempo después.
Hace unos días me la encontré caminando por la Av. Pardo de Miraflores. Nos abrazamos. Me dijo que me había leído y quería que contara su historia. Pregunté la razón.
Ella dijo:
Cuando te lea sentiré libertad. Una libertad que me fue arrebatada hace mucho, cuando callaron mi voz para siempre.
Pintura de la talentosa: Andrea Barreda.