¡Hola! Cientos de segundos pasan por mi inamovible deseo de escribir esta noche. Hay algunas historias que estoy tentada a contarte desde hace mucho, pero mis dedos se fracturan con la sola idea de recordarlas. Tal vez porque contienen un dolor encriptado en mi pecho que aún no he decidido soltar. Mi té de manzana y su aroma, catapultan hasta el infinito inexistente, esta suerte de sentimiento que recorre mi quejumbrosa espina dorsal.

Un grano de tamaño desproporcional y amorfo se asoma frente al espejo en mi cara de repente, llevándome enseguida a las épocas de adolescente con las hormonas revueltas. No todo pasado fue mejor. Lo juro.


La iglesia nos pide que al entrar en ella nos quitemos el sombrero, no la cabeza. Gilbert Chesterton.

A veces me parece que no hablo de la misma persona cuando me refiero a la Marianella de hace más de diez años. Yo era tan diferente a la de hoy, que a veces mi pasado me resulta una película en un idioma ajeno. Creo que pasé la fase de rebeldía con mucha pútrida elegancia.

A los diecisiete años yo quería dedicarme a cantar. Usaba unos jeans muy rotos, una cadena pendiendo de un inútil manojo de llaves en el bolsillo, unas botas marrones que parecían haber pasado más de una guerra, una casaca que parecía de cuero, el pelo en la cara y una actitud de sabelotodo insoportable.

Empecé a andar con grupos de rock, que se amanecían hablando del capitalismo y de Marx.

Dejé la universidad. Mis papás estaban decepcionados. No entiendo por qué no me importó. Creo que sufría de insensibilidad crónica.

Inicié mi graciosa carrera musical haciendo coros para un chico que cantaba las canciones de Gun’s and Roses. Nuestros primeros conciertos fueron en lugares de dudosa reputación. Nos pagaban con cerveza, así que todo estaba bien (#Mmm) Luego pasé a cantar como solista en un grupo en donde había dos gemelos, uno baterista y otro bajista, que se peleaban a trompada limpia por que se equivocaba alguno de nota (#Mmmmm). Después estuve tocando en “La posada del ángel” de Barranco por veinticinco nuevos soles la noche (#Tmr), hasta que conocí a un chico que tenía un mejor grupo y mejores proyecciones, pues le parecía más cómodo instalar un concierto en la calle hasta que la municipalidad nos bote (#TaQueTalBestia).

Chica cantando

Así pasaron algunos meses. Mis canciones que renegaban de la humanidad, empezaron a sonar por el underground limeño con fuerza, hasta que un muchacho de cara muy grande llamado Ricardo me habló una noche de presentación.

Ricardo Villafuerte era un chico muy caballero que se acercó amablemente a felicitarme y pedirme que fuera a una audición para su banda. Cuando me extendió su tarjeta, que decía productor musical, yo pensé que esa era la oportunidad de mi vida. Aquella noche no dormí ni hablé con nadie (para cuidar mi garganta).

Al otro día me puse un pantalón más apretado, más pelos en la cara y salí dispuesta a cumplir mis sueños.

Llegué a un garaje ruidoso muy lejos de mi casa. Toqué el timbre repetidas veces pero no me escuchaban. Media hora más tarde maldecía mi suerte y estaba a punto de irme, cuando una hermosa criatura que parecía ser una visión angelical del más allá, me habló con delicada dulzura y me dijo: ¿Y tú quién eres?

Sonreí. Le respondí: Quien quieras que sea.

Ella sonrío y miró hacia abajo.

Ricardo salió a saludarme y a disculparse por el inconveniente de no abrir a tiempo. Me presentó a su hermana menor, Teresa Villafuerte.

(#Ñam).


Resulta que el grupo de Ricardo era un grupo cristiano. Mis canciones no solo no se acomodaban a su filosofía, sino que les parecía un poco ofensivas. Sin embargo les gustaba mi voz. No pude decir que no. Podría ver a Teresa merodeando en los ensayos. Con eso me bastaba.

La primera vez que fui a su iglesia, la amigabilidad con que me recibieron me puso nerviosa. No entendía porque tanto abrazo y aunque el tipo del podio al que llamaban pastor tenía mucha razón en lo que decía, no me hallaba cómoda en el lugar. Quise irme.

La banda de música en mención era bastante buena, aunque la letra de las canciones no me convenciera. Cuando Teresa entró al grupo a tocar la pandereta casi me da un infarto. Eso significaba que podría verla tres o cuatro veces a la semana.

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La primera vez que le di un beso fue en la cocina de su casa. Fue rápido. Me atreví a hacerlo sin el mayor escrúpulo. Ella salió corriendo.

La segunda vez, ella buscó mi boca tímidamente al despedirnos. La tercera vez me atacó contra la pared del vestíbulo de la iglesia.

No dudé en cometer sacrilegio en pleno santo piso.

Al comienzo todo era bastante intenso entre Teresa y yo. Las sonrisas de ambas al finalizar la faena contenían felicidad pura. Pronto se convirtieron en sollozos y arrepentimiento de parte de ella.

Decía que era pecado e impuro desear a una mujer como ella. Que “tenemos lo mismo”, que no era posible. Que la biblia lo decía claramente. Que debíamos olvidarnos de lo sucedido y orar.

Yo le respondía que no me arrepentía, que nunca había sentido algo más puro, que no teníamos lo mismo ni hablar, que éramos dos personas que se gustaban la una a la otra y listo, que si era posible, que la biblia dice que por comer cerdo también somos impuros, y que entonces el chicharrón que nos empujamos en el desayuno era peor que lo que hacíamos y que lo que hacíamos era más rico.

A la diecisieteava vez que pasó lo mismo yo ya estaba curtida. Me la había pasado llorando por todo lo que me había dicho meses de meses. No tenía sentido tanta lágrima si ella terminaba buscándome al otro día.

Ya el cuento me lo sabía de memoria. Mientras más grande era el orgasmo, más fuerte era la culpabilidad que la aquejaba. Empecé a tenerle hasta cariño al gimoteo llorón del final.

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Empezamos a viajar a provincia con el grupo. La iglesia cristiana es inmensa. Éramos invitados a muchas iglesias y conciertos religiosos. El “Dios te bendiga” era derramado en cada frase que escuchara. Me acostumbré a hacer las cosas mejor con mi familia. No puedo decir que todo aquello no ayudara. Lo hizo.


Un fin de semana que no olvidaré, fuimos llamados a tocar en Chiclayo.

Llegamos al hotel.

Teresa había estado en silencio todo el camino. Así como era costumbre, me arrebató el aliento con la presión de su cuerpo.

Había en ella algo que parecía provenir de lo más profundo de su pecho cada vez que me rozaba. Cerraba los ojos con una pasión difícil de imitar. Se contorneaba de un lado a otro como hipnotizada por un encantamiento. Era como ver el proceso de una posesión sensual mientras la besaba. Siempre me pareció un mal acto circense. Una maniobra de mal gusto, pero sumamente excitante. Teresa tenía dotes de actriz y yo empezaba mi predilección por el guión cómico al verla convertirse en mujer fatal.

La llamarada de la fusión de nuestra desnudez nos sacó de ese lugar. Olvidándonos por completo que la habitación de su hermano Ricardo y el de los chicos estaba al lado.

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Ricardo ingresó a la habitación de golpe. Yo me quedé estupefacta. Teresa corrió sin ropa a los brazos de su hermano y le dijo que yo la había obligado a cometer pecado. Que ella trataba siempre de llevarme por el buen camino, pero que caía en la tentación por mi culpa.

Yo no entendía de qué se trataba la parodia, cuando empezaron a rezar los dos por mí, inclinados en el piso.

Tomé un bus hacia Lima. Teresa me llamó por teléfono y me envío mensajes sumamente subidos de tono, sin obtener respuesta hasta que tuve veinte años.

(#AEstoSeLeLlamaKarmaCsm).

Ilustraciones de la talentosa: María Malicia.