¿A quién no le hubiera gustado ser una superhéroe? ¿No habéis tenido esa ilusión, esa fantasía alguna vez? Imaginad: poder volar (o desplazaros en plan super, ya sea tirando cordones arácnidos, o pegando saltos increíbles cual supercangura o felinamenta como catwoman, etc, etc). Increíble, envidiable, magnífico. Y si encima te duele una rodilla, supón que puedes desplazarte sin tocar el suelo y, claro, ya no duele. ¡Olé, yo me apunto! 😉
Laia es actriz y ha tenido la sana fortuna de especializarse en personajes lésbicos. Digo esto porque, a pesar de que los tales personajes han sido todo lo pintorescos que habitualmente son: suicidas, homicidas…en fin, la alegría de la huerta a que nos tienen acostumbradas, le han permitido tener trabajo con bastante regularidad y poderse dedicar a lo que quería.
Pero además, ese pequeño encasillamiento ha valido para tener un contrato como protagonista en una película, que se titula “Amor certificado”, y conocer a la autora del guion, Lucía. Por Lucía siente casi instantáneamente un interés especial y –cómo no decirlo- desconcertante para una hetero-a-priori. Porque Laia se considera a priori hetero, lo cual resulta un hándicap a la hora de reaccionar con propiedad cuando le gusta una chica: desde reconocerlo con retraso hasta no saber cómo actuar. Y no saber cómo actuar es una gran paradoja para una actriz. Lucía le ha trastocado todos los esquemas, pero Lucía es tan tímida como ella (o quién sabe si más: deberían hacer una competición, a ver quién ganaba en inseguridad y hermetismo). El guion que ha escrito tiene un perturbador parecido con su propia situación: una persona algo encerrada en sí misma a la que le encantaría ser salvada, rescatada o algo similar, por su príncipe (en este caso princesa) azul.
Pero Laia no se atreve, dada la falta de arrojo que sufre en cuanto se plantea siquiera la cuestión de tener una relación con otra mujer. No es que sea homófoba, ni que tenga un miedo insuperable a las consecuencias de la homofobia, es sencillamente que no se atreve. No encuentra la valentía ni buscándola en una sima marina. Y entonces, algo cambia: tienen una especie de cita, una cena “de trabajo”, y ensayan un beso (dentro, naturalmente, del contexto del guion de la película); o eso fingen ellas. El efecto en Laia es muy intenso. Tanto que, cuando sale de la casa de Lucía, se despista y está a punto de ser atropellada. Se salva por poco, dando un salto increíble que la transporta a la acera, y eso le evita sufrir la embestida del vehículo.
A partir de entonces, Laia descubre que algo muy especial ha pasado en sí misma: tiene poderes; o más bien, tiene poder, porque en principio sólo es uno: puede volar. El brinco de gran distancia que dio, esquivando el accidente, fue la primera señal del fenómeno.
Al principio se trata de un poder un tanto imperfecto, pelín impreciso, dado que sube y baja, pero no se desplaza. Es más un acto de levitación (estilo Santa Teresa) que un vuelo en condiciones (tipo Superwoman). Pero ella está tan contenta con su poder y pide a Lucía ayuda para perfeccionarse a base de entrenamientos.
Aprender a volar no es sencillo, aunque más que por las dificultades técnicas, por el propio hecho de que es algo nada habitual, y esto convierte su nueva habilidad en un asunto a ocultar: no es normal y es mejor esconderlo. Pronto se da cuenta de que, además de resultar difícil camuflarlo, esto provoca no poder utilizarlo tampoco, incluso para propósitos tan loables como son ayudar al prójimo. Una superhéroe incapaz de usar sus poderes porque teme descubrirse, tampoco podrá rescatar a nadie de un derrumbamiento, incendio, terremoto, o cualesquiera otra catástrofe natural y/o provocada. Estaremos de acuerdo en que vaya superhéroe de pacotilla: si no hace nada con su don, ¿para qué lo tiene?
Son todos estos, temas que Laia debe solucionar: su creciente e irreconocido amor por Lucía, su carencia de valor, su empeño por ocultar lo que no es ni bueno ni sano ocultar…en fin, un montón de cosas.
No se me escapaba la ironía de que una persona que supuestamente podía volar necesitara ayuda para levantarse del suelo. Pero eso era lo que había hecho Lucía desde el principio: había removido mis cimientos para hacerme despegar, para que hallara el rumbo de mi existencia.
Por si a alguien no le gustan las novelas de ciencia-ficción, paso a tranquilizar: no es una novela de ciencia-ficción. Lo que aquí se relata tiene mucho de simbólico: el miedo de Laia a vivir su poder con normalidad, su pánico a la reacción de los demás al saber lo especial que es, lo dice todo. Porque traspasar la acera, cómodamente hetero, en la que está la mayoría de la gente exige arrojo. Exige poco menos que ser una superhéroe de tu propia vida. Son superpoderes que se tardan en descubrir, asimilar y saber utilizar; pero con entrenamiento, claro que se puede. Y ese es el reto de Laia: aprender a ser Superele (L, por la inicial de su nombre).
No lo había hecho porque era una cobarde; porque en el momento en que debería haber actuado solo había visto el peligro. No iba a asumir riesgos por nadie. De hecho, ni siquiera los asumía por mí. ¿Cuántas ocasiones había tenido la noche anterior para acercarme a Lucía, para darle un beso o simplemente para decirle que sentía algo por ella, un vínculo especial, pero que no estaba segura de poder mantener una relación con una mujer?
“Superele” es una narración muy bien trabada, con un ritmo impecable (puede leerse en una sola sesión porque la acción tira de ti). Consigue sorprender, sobre todo un poco antes del final, cuando se descubre el pastel –no, no voy a decir más, que os lo destripo; pero creedme, es toda una revelación que no te esperas. El estilo: nada rebuscado, pero sí muy trabajado.
Leed “Superele”, no os vais a arrepentir. Queda recomendada. Y que la disfrutéis, si os apetece. ? Edición que cito: EJEA, V. Superele. Edición Kindle. Junio, 2015.