«La Tempestad» es un relato corto, una confesión íntima y sincera en forma de diario, un intento de recapitular, de analizar lo sucedido para aprender eficazmente de la experiencia.
Echando la vista atrás me doy cuenta de que hay episodios que en su momento pasaron desapercibidos, como bailarinas dando saltitos, y que, en esencia, son los más importantes.
En primera persona, la narradora nos da entrada a tres relaciones que constituyen su más inmediato pasado: comienza Eva, la primera mujer en la humanidad y también la primera mujer de la narradora.
Nos queríamos mucho, pero no nos queríamos bien. Cuando dicen que no hay nada peor que la soledad compartida, se equivocan. Lo peor es tener la certeza de que estás conviviendo con alguien que te está robando la esencia, y seguir intentándolo una y otra vez, como el cuadro de Bruegel en donde unos ciegos se siguen unos a otros.
Lucie, a quien conoce mientras vive en Toulouse: ciudad preciosa, como bonita es también la relación con la francesita.
Lucie era un ser mágico, delicado, casi volátil, casi prerrafaelita, casi Ofelia en el río, casi Psique abriendo la caja dorada y entrando en el jardín de Cupido. Era luz.
Con ella parece que las cosas van a ir bien, porque empiezan bien de verdad. Y parece que cuando hay un buen comienzo, éste fuera como una locomotora que pudiera tirar del tren con la misma fuerza y entusiasmo que al principio. Pero la vida no es así, y los vagones a veces van ofreciendo más resistencia cada vez (o quizá sea que se añaden más vagones, en forma de circunstancias sobrevenidas con las que no contábamos, y claro, la locomotora no puede con tanto vagón). En todo caso, el hecho es que nuestra narradora observa con lucidez amarga cómo, sin querer, se han quedado sin amor entre las manos. Y le cuesta romper.
No era que no la quisiera. Era que la inercia me impedía quererla tanto como para dejarla libre.
Cuando todo al fin termina, como un peso acaba por caerse por el mismísimo efecto de la gravedad, surge la tercera relación.
El amor con ella diferente, fue lento, algo menos devorador que los anteriores. Me fue impregnando día tras día, y cuando me quise dar cuenta la llevaba tan adentro como a mí misma.
Un amor más profundo, según lo que leemos. Pero no más fácil, como es natural, porque lo más hondo tiene siempre recodos menos perceptibles. Lo que parece la relación amorosa más intensa y más madura, esconde dificultades de tanta entidad como valioso es el reto: a mayor belleza de una rosa, más finas y afiladas sus espinas (y más complicado es no pincharse con todas ellas).
El relato es un camino hacia el conocimiento de por qué sucedieron las cosas. Porque los acontecimientos pueden ser en una pequeña parte fruto del azar, pero su núcleo depende bastante de quienes actuamos. Asunto diferente es si, en cada momento, obramos juiciosamente (porque nos faltan datos para hacerlo bien). Por ejemplo, estar transida de amor, en una etapa de la relación amorosa en que todo va perfectamente, en que el mundo alrededor simplemente no importa, es una fase muy bonita. Pero esa natural idealización puede llevarnos a creencias inexactas:
Me resultaba muy ajeno cuando me hablaran del trabajo que hay que hacer en una relación. A nosotras no nos costaba querernos, no nos suponía nada más allá de la diversión el estar juntas. Estaba claro que éramos diferentes al resto.
Sabemos que ha llegado al territorio de la sabiduría popular el símil de la plantita en asuntos de amor: tienes una plantita que, si no la riegas diariamente (o lo que requiera la tal planta, porque algunas no necesitan –es más, repudian- tanto riego), empieza a languidecer para, al final, marchitarse definitivamente. Y un día cualquiera te levantas y ves que la planta se te ha muerto. RIP, se acabó la planta. Y hay que tirarla a la basura, porque de lo contrario, cría bichos. Pues, aplicándolo, si abonamos esta teoría, la conclusión es: al amor hay que trabajarlo (sin entrar en la exageración, no hay tampoco que ahogar a la pobre planta), aunque parezca que no necesita de cuidados. Pero si se termina, no hay que conservar a toda costa el cadáver, porque no es plan. Pues bien, el aprendizaje desde el análisis de las tres experiencias, lleva a la narradora a conseguir una evolución, una madurez. Y alcanza a comprender que, en una relación, al principio trabajas lo mismo, pero no te das cuenta. Luego trabajas con gusto, pero dándote cuenta de que es necesario, de que no se puede dejar las cosas a su propio movimiento, a su inercia. El amor es mucho más complejo que darse besos, es compartir la vida. Y por eso resulta difícil. Pero no hay nada que siendo importante, no sea a la vez difícil.
Le daba vueltas a mis relaciones, intentaba deconstruirlas hasta que se convirtieran en cenizas en el aire, pensando lo que hice bien y mal, qué podía haber cambiado.
El relato es una auténtica catarsis, una reflexión individual lúcida y sincera, como confiesa la propia autora en el epílogo.
Estoy muy al tanto de que, quizá, al texto le falte edición. Pero a bien seguro lo que no le falta es verdad.
Desde luego, no le falta verdad. Ni tampoco interés: se lee casi de un tirón y capta la atención sin dificultades. El episodio de Toulouse está muy bien ambientado además, parece que la autora conoce bien la ciudad y las costumbres francesas; quiero decir que no es la típica localización en un sitio foráneo que da la sensación de ser sólo una bonita postal que sirve de fondo de la acción.
En cuanto a que “le falte edición”, es cierto que hay alguna errata en algún lugar del texto, pero nada grave: algo que, además, resultaría muy sencillo de solucionar.
Por todo ello, me permito recomendar este pequeño relato. Que lo disfrutéis, si os apetece, claro.
Edición que cito: COL, V. La Tempestad. Autoedición. Versión Kindle. 2015.