supe que te amaba

¡Hola! Soy Marianella. (06:27 a.m.)

La pálida manzanilla de una mañana de hace un par de años, no había logrado despertarme. La falta de teína en la sangre me había puesto de un humor del carajo. La ventana ya no era tan entretenida como a diario. Cada sorbo de aquel amarillento y sin sentido líquido me adormecía. No podía empezar así el día. Había mucho trabajo que hacer. Necesitaba hacer algo para desperezarme.

Normalmente mis duchas son de noche. Amo acostarme fresca y aunque duermo poco, siento toda la tranquilidad necesaria como para dormir una semana entera patas arriba, después de una buen chorrazo de agua nocturna. Pero hoy ha sido un caso especial. Como no podía tomar té por culpa de mi público estreñimiento crónico, debía sacarme aquel estupor del cuerpo y lo único que se me ocurrió fue bañarme. Craso error.

Busqué las toallas perfectamente acomodadas por Ana en el walking clóset. Me puse unas sandalias de uso común por ambas. Hice unos cuantos estiramientos que podrían haber sido cualquier otra cosa a la vista de cualquiera y me aproximé al baño.

Prendí la luz aunque estaba iluminado. Encendí mi celular y puse a todo volumen el nuevo álbum de Justin Bieber (#VáyanseALaMierda). Me miré al espejo calata y noté que había adelgazado un poco, causa de una infección al estómago por haber comido la hamburguesa más cara de mi vida en Santiago de Chile. Abrí la ducha y empecé mi rutina de shampoo, jabón, depilado, enjuague, exfoliación, reacondicionador y enjuague (#TodaUnaLadyCsm), cuando sentí la imperiosa necesidad de orinar.

Nunca he podido hacer pipí en la ducha. Lo he intentado. He leído que hasta bueno es (#NuncaTanto), pero no puedo. Siento como si estuviera haciendo algo malo. Seguro mi vieja me habrá traumado con eso. Incluso usé el bacín en tiempo récord. Todo mundo de chiquito andaba con pañal, yo usaba calzón y bacín antes del año.

Así que apoderada por el sentimiento de no hacerme encima, decidí salir de la ducha hacia el excusado. Otro error maldita sea.

Puse un pie, supongo yo mal apoyado, y al no poder mantener mi peso, me fui hacia un lado agarrándome de la cortina del baño, como un orangután colgado de una rama, con los ojos y la boca abiertos como un pez en pleno almuerzo, y después de una vuelta mortal en el aire, mi dignidad y yo caímos como un pesado saco de papa en el piso frío y húmedo del cuarto.

Todo fue tan rápido que no grité, como seguramente habría hecho en cualquier situación de peligro. Me quedé allí con la ingrata cortina entre las manos, como aferrándome a la idea que aún podía salvarme. Me moví un poquito y sentí que me había roto hasta la oreja.

No entré en pánico, pero necesitaba ayuda. Ana estaba en la casa, pero teníamos pocos meses viviendo juntas y que vea toda mi humanidad desparramada, sin aquel porte que trataba de mantener a flote en cada encuentro, no me cuadraba mucho. Una cosa era caminar desnuda delante de ella hacia el baño con aire seductor y una mirada de complicidad, a que me encuentre maltrecha con el poto al aire y la cara refundida en el piso al costado del water. No pues, dignidad carajo, dignidad.

Pasaron varios minutos y yo no lograba despegarme de la loseta azul de nuestro cuarto de baño. De pronto Ana preguntó tras la puerta: – Amor. ¿Estás bien? – Sí. Respondí de inmediato. Ella se fue y yo seguí allí tratando de ponerme en pie. Parece que me demoré mucho y tocó la puerta ya con un sonido más seco. – Amor. ¿Segura que estás bien? ¿Puedo entrar?

Me quedé en silencio. Era mucho para mi ese asunto de tanta confianza. Yo siempre he podido hacer todo sola. Por años me han pasado miles de cosas que yo he podido solucionar sin problemas. No quería depender de nadie. Nunca quise. Siempre salió mal.

Ana entró y vio la escena que quería evitar que vea. De inmediato me ayudó a incorporarme apoyada en ella. Sentí su preocupación y su calor. Se le quebró un poquito la voz mientras me hacía preguntas sobre que parte del cuerpo me dolía.

Al final de cuentas, fue una costilla que ya sanó lo que me impedía moverme. Estuve en cama y ella fue mi fiel cuidadora en aquel y todos los procesos en donde la necesité.

Una costilla me hizo saber que la amaba. Que no solo estaba enamorada, sino que la amaba.

Después de aquello, cambiaron muchísimas cosas.

Yo la amo. La amo cuando despierta despeinada y me habla de sus sueños que son míos en su aliento. La amo cuando mancha siempre aparatosamente su polo al comer. La amo cuando no cierra la puerta del baño para hablarme. La amo cuando se lava los dientes mientras me habla de trabajo. La amo cuando me despierta algún airecillo sonoro, proveniente de un lugarcito que me he ganado a puro pulso. La amo cuando come de mi plato, algo que antes me podía causar urticaria. La amo cuando se molesta y tengo que adivinar por qué. La amo cuando se enferma y de pronto soy madre de un bebe que casi no sabe hablar. La amo cuando lavo su ropa y la huelo antes. La amo cuando hago el intento de cocinar, aunque me aproveche para meterle fritura a todo. La amo cuando vemos una película y no se calla. La amo cuando quiere dormir abrazada y yo quiero darle la espalda. La amo cuando está trabajando y no quiere que le hable. La amo cuando me lleva a todas sus reuniones familiares y está pendiente de mi para que mi mente no se escape. La amo cuando en verano sus escotes me revientan la bilis. La amo cuando en invierno me quiere abrigar hasta el ojo. La amo cuando salimos de compras con una lista y salimos comprando la mitad de la tienda. La amo cuando se arrepiente de haber comprado tanto. La amo cuando manda al diablo la comida sana y necesita de una bembos. La amo cuando le digo que la amo y me mira con aquellos ojos color para siempre. La amo cuando me dice que me ama. La amo porque confío en aquellas palabras. La amo cuando llora porque sé que nunca seré la razón.