Olivia es una escritora que se refugia del dolor en Fontiña, una pequeña aldea gallega. Con una edad ya respetable, Olivia vive con sus recuerdos, pero se siente mayor, cansada y sola. Por encima de todo, lo que mina su espíritu es la desesperación, la ausencia de ilusión y la certeza de que todas las horas mueren.
Una mañana decide no salir más de casa, no atender el pequeño café que regenta en Fontiña. La ausencia de vida la invade para dejar paso a la muerte, a la que espera con una mezcla de turbios sentimientos.
Ojalá estuviera vacía”, anhelaba. Porque el vacío no conocía el dolor, ni los recuerdos, ni la nostalgia, ni el temor. El vacío era la deliciosa paz extrema, la deliciosa manera de perderse rodeada de la nada, oscura, o blanca, o ambas cosas. Era indiferente. Realmente, el vacío no tenía forma, ni color, ni nada. No tenía nada.
Dorotea es una joven vapuleada. Su hogar no merece tal nombre, con una madre muy enferma, débil e incapaz de enfrentarse al violento tirano que maltrata de continuo a Dorotea: su propio padre. El permanente desprecio, los golpes y las humillaciones han hecho de Dorotea una persona con profundas heridas emocionales cuya imagen de sí misma es deleznable.
Dorotea no tenía nada. No sabía nada. Era una ignorante. Un despojo. Un parásito. Una basura. No despertaba el interés de nadie. Solo repugnancia. Solo asco.
Un día cualquiera, Dorotea decide marcharse. Sin rumbo fijo, sin objetivo alguno, sólo con la convicción de que debe huir. Aterriza en una pequeña aldea entre Santiago de Compostela y A Coruña, tan pequeña que no aparece en los mapas. En la desviación de la carretera hay un nombre: “Fontiña”.
El encuentro entre ambas mujeres no es sencillo. Olivia está rota de amargura y Dorotea quebrada por el sufrimiento. La escritora no quiere ayuda y la desvalida muchacha la reclama, sin palabras, con desesperación. Y las dos necesitan a alguien con quien cobijarse, alguien que las salve de la desesperanza.
Olivia fue una gran escritora que ya no escribe. Su espíritu se ha secado por muchas razones, todas ellas enlazadas con los vaivenes de su vida pasada. Lo que para los vecinos de Fontiña son malhumores de vieja amargada, refleja el efecto de heridas que nunca cicatrizaron. Porque Olivia ha tenido una existencia muy complicada, que se complicó aún más cuando acogió bajo su techo a una prófuga buscada por la policía.
Eran los tiempos más duros del Franquismo y Laura se presentó una noche en su casa suplicando ayuda, desamparada, sola, perseguida, angustiada y con una criatura en sus entrañas. Olivia Ochoa dudó, pero la piedad hizo presa en ella y no fue capaz de devolverla a la calle.
Laura cambió su vida. Y no solo por introducir una dosis más de miedo al cotidiano que ya padecía, porque ella tampoco era santo de la devoción del Régimen. Laura fue, simplemente, su gran amor.
Laura, aquella joven frágil y asustada, que llamó a su puerta en una noche oscura. Laura, que explicó a la escritora que le pedía a ella ayuda, precisamente a ella, porque sus escritos la habían impulsado a vivir.
Tus letras, tus relatos, me reportaron una paz inexplicable, me ayudaron a tener otra visión de la vida. Había tanto dolor en ellos que me hacían sentirme fuerte. Fuerte porque tú, a pesar de todo ese daño sufrido, seguías viva, seguías luchando.
Laura, que dio un giro a la existencia de Olivia Ochoa tan extremo, que lo volvió del revés.
Laura, que bien pronto dio a la escritora la misma energía vital que ella le había procurado con su escritura; pero en forma corregida y aumentada, despejando las nubes tormentosas de la mente de Olivia, rescatándola de la melancolía y empujándola con fuerza hacia la felicidad.
Con Laura las horas no mueren, se eternizan. Laura ha roto los relojes, desintegrado mis agujas. Laura me empuja a vivir, Laura me arrebata lo que tengo para devolvérmelo limpio, pulcro, hermoso. Laura no camina conmigo, sino que permanece junto a mí. O yo junto a ella.
Laura, en fin, inspiradora del café de Fontiña; ese que una mañana Olivia decidió no abrir nunca más, para dejarse morir encerrada en su casa. Porque tiempo hacía que Laura ya no estaba. Y a Olivia la vida se le hacía cada día más cuesta arriba sin ella. Y cada hora moría sin remedio, como todas las anteriores, en un camino imparable hacia la aniquilación total de su tiempo vital. Pero entonces llegó Dorotea, simple, básica y sin formación alguna: por eso precisamente, deseosa de saber, como una esponja lista para tragarse todo un océano de lecciones. Dorotea puede aprender mucho de Olivia.
Se definía a sí misma como una persona tristemente influenciable, carente de una personalidad firme, y débil como una filigrana cristalizada.
Como indica su título, el tiempo es una idea clave en este libro. Y, más precisamente, el paso del tiempo. La vida es una sucesión de nuestro tiempo, de horas, minutos, segundos, años, lustros…, todos poblados de sucesos y acontecimientos, de pensamientos y sensaciones. Un acúmulo de cosas que conforman al final esta vida nuestra, tan perdurable y frágil como difícil de reconocer que así es. Todos morimos. Nuestro tiempo se va consumiendo en un reloj cuyas manecillas no podemos detener.
Y eso, según Olivia, es la raíz de la infelicidad: la consciencia de que caminamos hacia la muerte.
“El simple y mero hecho de que la vida vaya a terminar impide a las personas ser felices. ¿Cómo podemos ser realmente felices si, tarde o temprano, moriremos?”.
No obstante, a pesar de esa amenaza ominosa, existen mecanismos para evitar esa infelicidad. El principal y el más importante, sin duda, y algo de lo que es consciente la propia Olivia por haberlo disfrutado personalmente es… el amor. A la pregunta de Dorotea sobre dónde puede encontrarse la felicidad, la escritora responde:
“En lo que hacemos. En lo que hicimos. En lo que haremos. O, mejor dicho, en lo que amamos o amaremos”.
El amor es el motor fundamental de la existencia humana. La llave de la felicidad, pero también de todo lo contrario; porque, para Olivia, es también fuente de sufrimiento: resulta peligroso porque no se puede evitar ni, por tanto, soslayar sus posibles consecuencias.
_ Sin amor no hay vida. Por eso, muchos murieron por amar a quien no debían, por creer en dioses en los que no estaba permitido creer, por amar una ideología que no estaba permitido tener. Y preferían morir, Dorotea, porque sin ese amor, tampoco tendrían vida. Y es imposible traicionar al amor. -Es tan…hermoso. – Y lo hermoso es, a la vez, tan destructivo.
Dorotea comienza a trabajar en el Café de Fontiña, a las órdenes de su propietaria, Olivia y pronto la relación entre las dos mujeres se hace simbiótica. Cada una aporta algo valioso a la otra y terminan por consolidar una buena amistad. La joven da calor al gastado corazón de la escritora y Olivia enriquece a Dorotea con su conocimiento vital y su experiencia.
La lectura es algo nuevo para la pobre Dorotea; en seguida descubre el poder de los libros, la capacidad de la letra escrita para evocar otros mundos y realidades diferentes. Se dice que leer te hace vivir otras vidas. Y Dorotea se asoma por primera vez a esa posibilidad: la de aprender y soñar sin límites.
Olivia es una maestra excelente, que sabe estimularla para que por sí misma alcance sus propias consecuencias. Utiliza una especie de método mayéutico, sacando conclusiones a veces muy distintas de lo que acostumbramos a deducir sobre un tema determinado. Por ejemplo, veamos el pensamiento que extrae de la conocida historia de Rut:
¿Qué vemos aquí, Dorotea? ¿Una muestra de amor infinito? ¿O, tal vez, un simbolismo de lo que es la fe ciega en una creencia? Rut irá a donde vaya Noemí, a donde sea, hasta el fin del mundo. Irá con ella hasta morir. Se dejará llevar, no tomará decisiones por sí misma. Será su esclava, por decirlo de algún modo.
- ¿Y no es eso acaso, la felicidad? ¿Amar a alguien con tal verdad que todo lo demás no importe nada?.
Con tal respuesta, queda claro que la alumna está tan aventajada que puede emprender el vuelo por sí misma.
Otro eje argumental clave del libro es el tiempo. La importancia del tiempo en esta novela alcanza incluso a su propia estructura. El tiempo adelanta y retrocede de continuo, descubriendo en cada movimiento las vidas de las protagonistas. Los pasados de Olivia y Dorotea son oscuros, cada uno por razones diferentes. Pero es el pasado el que hace comprender la personalidad de ambas.
Pero el presente ocultaba con opacidad el futuro y renegaba del pasado. Y Olivia estaba muy segura de que aquello que se decía de que lo pasado, pasado está era falso, una mentira, una vil mentira para consolar a los deprimidos y aplaudir a los felices.
“Todas las horas mueren” es un libro vital, profundo, lleno de pensamientos y de filosofía de vida. Su longitud es ajustada a la trama, sin excesos ni ahorros. Esta trama está bien organizada y quizás lo más importante es el viaje al interior de las protagonistas: el trazado de Olivia y de Dorotea es muy sólido, son personajes con fondo, con vida interior.
La estructura de tiempos entrelazados le da un aire interesante, porque rompe la linealidad habitual de la narración. Tal alternancia de situaciones vitales otorga un ritmo distinto, que genera toques de intriga porque va descubriendo claves del pasado que hacen comprender el presente de los personajes.
Aunque, como hemos dicho, contiene reflexiones y cierto bagaje filosófico-vital, no resulta para nada un libro pesado de leer. Tampoco es una novela pesimista, sino abierta a la esperanza y a la vida.
El tiempo no es eterno, pero la felicidad sí. Las horas no son eternas, pero nuestros recuerdos, sí.
Por todo lo dicho, recomiendo su lectura. Que la disfrutéis, si os apetece.
Edición que cito: Veizana Vigo, M. Todas las horas mueren. Autopublicado en Amazon. Ebook. Julio 2016.