relatos lésbicos

Una suave manta nos resguardaba del frío relente del mes de septiembre finalizando y con él parecía ir acabando nuestro tiempo, nuestros sueños de libertad bajo aquel olmo centenario.

Estirábamos la manta junto al rústico banco y tumbadas sobre ella, bajo las ramas inmensas de aquel árbol, cerrábamos los ojos, entrelazadas nuestras manos dejábamos volar nuestros sentidos; quedábamos embelesadas con el delicioso murmullo del río; con la melodía que provocaba la brisa azotando las hojas cercanas. Ese día las gotas empezaron a sentirse en nuestros rostros y al abrir los ojos contemplamos una gran nube gris avanzando hacia nosotras. En segundos descargó con tanta virulencia que ni alteramos nuestra posición —no tendríamos tiempo para resguardarnos—. La lluvia impactaba en nuestros cuerpos recostados mientras nuestras caras ladeadas se buscaban. Los vestidos quedaron empapados, pegados a nuestra piel, dibujando el precioso contorno que nuestra juventud entonces ofrecía. Nuestras miradas se perdieron en esos cuerpos cincelados por la tela. Elena se desplazó por la manta y se acercó hacia mí. Tragó saliva y me habló pegada al oído.

—Mañana llega Alfred.

Sin decirlo, sabíamos que ese día sería nuestra última oportunidad. Y, quizá, la impensable única ocasión de amarnos.

Nuestra excitación nerviosa nos hizo subir las escaleras raudas, alocadas y jaleosas. Posiblemente nuestras risas serían las únicas que se habían oído nunca en ese tenebroso lugar.

Al entrar en el salón escuché tras de mí el fino sonido metálico del cerrojo bloqueando la puerta. Elena se aseguró que nuestro clandestino encuentro quedara escondido por ese cierre.

Eliot permanecía alejado de mis manos y sin embargo, mi cabeza reproducía su música y la del piano acompañando a alguna soprano de voz aguda y rasgada.

Mi mente escuchaba cómo el teclado emitía tonos aislados y profundos, mientras ella lentamente se me acercaba susurrando todo lo que sentía por mí; desde que te vi, desde que sentí tu música y contemplé tu estilo…, me elevaste al cielo y me enseñaste que eras mi amparo. Tu cuerpo era alcanzar un sueño…

Siguió hablando hasta que las yemas de nuestros dedos se rozaron levemente.

—Tengo ganas de ti. —Con esa última reveladora frase, acalló sus palabras.

El silencio fue roto por mis miedos.

—No sé ni que hacer, ¿cómo puedo demostrarte lo que siento?

Confesé que me iba a costar desenvolverme en esa situación, que no sabría darle placer, demostrarle en lo que se había convertido para mí.

No dijo nada. Alzó su mano abierta y acarició mi cara, bajó por mi cuello, avanzó por mi blusa humedecida hasta llegar a la pequeña explanada contigua a mis senos. Miró hacia mis ojos y me contestó.

—Amada Rebecca…, siénteme —instantes después su mano cubrió la copa de uno de mis pechos, momento en el que su rostro pareció aliviarse. Yo continuaba paralizada por “el no saber” y me limité a sentir…, sentirla.

Pasionalmente pausada recorrió mi cuerpo, lo disfrutó. Se desplazaba por él reconfortándose en cada rincón. Mis ojos se cerraron percibiendo las sensaciones internas que ella con sus caricias me provocaba; pálpitos acelerados en mi corazón, vello erizado; saliva en mi boca, pechos endurecidos.

No era fácil para mí decirle cuanto la deseaba. Pero la reacción de mi cuerpo se lo dijo todo.

—Lo noto amor, lo noto… —volvió a susurrar frente a mi boca.

Entonces deshice mi veto. El peso autoimpuesto por la culpabilidad de querer a una mujer. Descubrí que el amor, sentimiento que liga a una persona con otra, era de libre elección. «¡La guerra, esa sí que era una terrible imposición!», grité en mi interior deshaciendo la traba que frenaba a mi cuerpo.

Y, convencida, destapé a la buena amante que fui.

Con fuerza mi mano rodeó su cintura e hice que esa furia la arrimara hacia mí. Nuestros pechos quedaron comprimidos por el ímpetu de ese acercamiento, hasta nuestros pezones se aprisionaron unos con otros. Mi boca, esta vez atrapó con arrojo la suya como la pasión irreflexiva marca.

Mi lengua, sabia de conocimiento, se coló entre sus labios y, con suaves y delicados movimientos, invité a la suya a danzar sincrónica con la mía. Vaivén que se fue acelerando cuando nuestras manos ayudaron a despojar las vestimentas mojadas de la otra.

Allí estábamos, dos amantes clandestinas frente a frente, delante de esos cuerpos desnudos totalmente distintos a ninguna otra experiencia pasada.

Éramos jóvenes, bellas y alocadamente enamoradas.

Extracto de: “Los Secretos de un Recuerdo”