De entre las dificultades a que una persona LGBT debe enfrentarse en esta vida hay una especialmente peculiar: la construcción de su espiritualidad.
Por supuesto sería muy difícil evaluar qué problemas causan más sufrimiento en el interior de cada cual. Porque, en efecto, cada quien tiene sus propias circunstancias particulares y se enfrenta a entornos con problemáticas distintas.
Ahora bien, el terreno religioso es un ámbito particularmente conflictivo. En primer lugar, porque las grandes religiones (al menos desde sus posturas oficialistas) ofrecen fuertes resistencias a la aceptación y respeto integral de las personas LGBT. Pero además, dentro del propio colectivo no deja de haber una cierta corriente de incomprensión hacia los que manifiestan su deseo de no abandonar su fe a pesar de la actitud negativa de las respectivas confesiones. Habitualmente se observa que quienes (lógicamente) están hartos de tantas ofensas y han decidido abandonar las congregaciones religiosas que les marginan, no entienden que haya otras personas que, a pesar de todo, decidan seguir dentro de estas iglesias, aunque con una postura crítica.
Al igual que el ateísmo y el agnosticismo merecen respeto (y son también criticados por las instituciones religiosas), la decisión personal y libre de seguir creyendo en unos principios religiosos, aunque la postura oficial de esa religión sea la de perseguir, es idénticamente respetable.
A fin de cuentas, no debe olvidarse que el enemigo es siempre la intolerancia y la intransigencia, vengan de donde vengan.
Esta es la idea central de esta obra: la persecución que sufren las personas LGBT desde el fanatismo religioso y la absoluta compatibilidad de ser LGBT con ser creyente.
Amanda vivía feliz su vida normal hasta que su condición de lesbiana llegó a oídos de su madre, miembro de una congregación ultra-conservadora autodenominada “cristiana”. Escribo “cristiana” entre comillas para marcar la ironía, porque nunca Cristo predicó nada de lo que estos sujetos suelen defender, aunque ellos usen su nombre para respaldar sus prédicas.
Pues bien, Amanda sufrió una agresión brutal y las consecuencias fueron muy graves (y menos mal que no hubo resultado de muerte, aunque bien pudo haber sido así). Amanda tuvo quemaduras profundas, y su cara y cuerpo quedaron desfigurados. Su madre no planificó ni participó en el suceso, pero lo justificó por considerarlo un merecido castigo a los pecados de su hija. Ya lo decía Diderot: “Del fanatismo a la barbarie sólo media un paso”.
Las consecuencias psicológicas de un suceso así son, por supuesto, devastadoras. Y si al trauma normal agregamos que tu propia madre, lejos de condenar tan reprochables actos, los considere un merecido castigo, es fácil deducir que la pobre muchacha terminó con unas secuelas post-traumáticas de bastante consideración.
Por fortuna para Amanda, su padre es harina de otro costal: la respeta y la quiere. En consecuencia, la cuida y busca su bien, apartándola de su nefasta madre y llevándosela a vivir con él a Nueva York.
Cierto día, este buen señor conoce a Cristina. Cristina es una reputada cirujana plástica que se encontraba impartiendo una conferencia a la que asistía precisamente el padre de Amanda. De modo inmediato vislumbró una esperanza para su hija. El siguiente objetivo será convencer a la doctora para que la opere y, con la intervención quirúrgica, la sane no sólo de sus heridas físicas, sino también psicológicas.
A partir de ahí, comienza el proceso en que Cristina y Amanda se conocen, se interesan la una por la otra y comienzan a sentir algo más que una buena amistad médico-paciente.
Por supuesto, el proceso es amplio y complejo. Ambas tienen sus propios entornos y circunstancias personales, que no resulta fácil acoplar. Además surgen las dudas, los equívocos, las complicaciones… Pero, como todo el mundo sabe, resulta imposible resistirse al amor cuando es verdadero.
En mi opinión, el plato fuerte de la novela es la representación de un procedimiento judicial en las aulas de una universidad. En el proceso se encausa a la homofobia religiosa.
A lo largo de la vista, se plantean las distintas alegaciones contrarias con un efectivo recurso a los elementos de controversia y discusión utilizados en todo proceso judicial. Se trata de un ejercicio de confrontación y debate muy enriquecedor, en el que se ponen sobre el estrado las distintas argumentaciones que se utilizan desde las fuentes bíblicas (y sus interpretaciones).
Además de ser una novela romántica, la obra profundiza en aspectos que, como ya hemos señalado, resultan de destacado interés. Puede ser, incluso, de obligada lectura para dos grupos de personas: los homófobos y aquellos LGBT que albergan dudas espirituales sobre la licitud de su orientación afectivo-sexual.
Para el primer sector, al objeto de descubrir que no todo es como siempre se les ha explicado. Quién sabe, quizás alguien con buena voluntad consiga salir de ese pozo siniestro que es la homofobia.
Para el segundo grupo, las personas LGBT con problemas de conciencia, un bálsamo tranquilizador que disperse los nubarrones de las pseudo-doctrinas que nos condenan a todos al infierno, en base a interpretaciones erróneas de los textos sagrados.
Junto a ello, se tratan otros temas relacionados con la cuestión e igualmente interesantes. Por ejemplo, resulta destacable la relación entre opresión al colectivo LGBT y opresión a la mujer. Es verdaderamente llamativo que ambos fenómenos se encuentren directamente relacionados.
Estamos ante un libro, por tanto, que plantea una hermosa historia de amor entre dos mujeres, con todos los elementos que la conforman, erotismo incluido, pero que además ofrece un detallado análisis sobre asuntos de relevancia, que invita a la reflexión.
“El amor va por dentro” es, en definitiva, un canto a la tolerancia, al respeto y a la esperanza. Un alegato contra el fanatismo y la ignorancia, que permite llegar al convencimiento de que Dios no puede ser enemigo del amor.
Que la disfrutéis, si os apetece.