Te fuiste diciendo que volverías

Dijiste muchas cosas; entre ellas, que volverías. Que no me preocupara porque me avisarías de tu regreso, para que no me pillase por sorpresa. Me lo dijiste como se le dice a un amigo que todo se arreglará, cuando ni siquiera se han escrito las instrucciones. Desearía no tener el corazón maduro. Que siguiera siendo de juguete. Ojalá los años no pasasen por la vida. Ojalá nunca se hubiera inventado la manera de medir el tiempo, así no sabría por cuánto esperarte. Ni seguiría enredando el dedo en el calendario al contar los días que faltan hasta que vuelvas.

Algunas veces consigo olvidarte; aunque no por completo, claro. Siempre sobreviven migajas de ti que cojo y redondeo entre los dedos, redondeando de paso el mismo bucle en el que nos metimos. El mismo en el que nos mentimos. A veces juego con ese pellizco. A veces me rebozo con él. A veces solo retozamos para no olvidar que una vez lo hicimos de verdad, en el césped del Retiro. Y poco después, allí mismo, me soltaste: “Yo me retiro”.

Te retiraste, diciendo que volverías. No sé salir de este enredo. No se sacarte de mí sin arrastrar contigo mi corazón. Porque eres tan comprensiva como inhumana, tan risueña como desagradable, tan cautelosa como una putada. Mi cama te extraña incluso cuando nunca te ha disfrutado.

Es de noche. Creo que son las dos. Fuera, diluvia. Y yo, para variar, me acuerdo de ti, porque la lluvia la asocio contigo. Una lluvia que, mientras cae, entona los versos más espontáneos y sinceros del mundo. Tan sinceros que son capaces de ahorcar hasta a la más cuerda. Romántica, ñoña, ilusa, cursi, repipi, soñadora o bohemia, llámame como prefieras. Pero este relato es para ti –como casi todos-. Más que poetisa, yo te considero poesía. Me gustaría que volvieras. Que volvieras para sincerarnos. La distancia nos hace sabios, y tantos años de distancia dejan a los Siete Sabios de Grecia a la altura del betún. Al mirarte a los ojos, podría decirte que te quiero, aunque me eche a temblar por dentro –y por fuera-. Podría recuperar el beso que nos negamos cuando te tenía cerca, tan cerca que dabas miedo. No sé cómo reaccionarás: si me lo devolverás, mutarás en una cobra, seguirás con tu postura de indiferencia habitual, o acabará palpitándome la mejilla en lugar de la entrepierna. Si volvieras, podría dormir por las noches después de todo eso, porque ya no tendría que preguntarme qué habría pasado si te como a besos como una vez nos sugerimos.

 

Paso de mis años

Tengo 30 años. Casi. A estas alturas, debería estar promocionando mis novelas, relatos, poemas, y todos los escritos que andan cogiendo polvo en mis estanterías. Progresando, avanzando, en lugar de seguir atascada en la salida.

En cambio, vivo acurrucada en un déjà vu. Casi como una penosa repetición del Día de la Marmota. En vez de coger al animal por los testículos y afeitárselos, sigo permitiendo que se burle de mí.

Suspiro ante un cuaderno roñoso lleno de garabatos ilegibles, con un bolígrafo mordisqueado en una mano, y una taza de té que acabo bebiéndome helado en la otra.

¿Dónde está el empuje? ¿Dónde está la decisión de avanzar? Yo me lo digo. Es la pregunta equivocada. No es una competición. Lo que he aprendido en estas tres décadas es que puede que el teléfono susurre una plegaria que me arregle el día; si no lo hace, debo ir yo a buscarla. Aunque tenga que llevarme de la mano a la marmota, a hacer juntas pedorretas a la vida

 

Efectos

 

Quiero recoger todos los pasos que se te caigan al caminar. Acompañarte en cada uno de ellos si cojeas. Enseñarte a mirar hacia delante cada vez que el desánimo te obligue a agachar la cabeza; y a cómo seguir avanzando, aprendiendo de los golpes. A rescatar las fuerzas cuando no tienes ganas de enfrentarte a la vida, cuando te atascas con los lunes por la mañana…

Que le den por culo al protocolo, a las formas, a lo correcto; a no quejarse, a pedir perdón, y a fingir afecto. Que le vaya bonito a guardar silencio, aunque por ello creas que te desprecio. Que le den a la luz del sol y a todos sus efectos, porque a mí me apetece seguir soñándote en la cama, aunque eso sea lo incorrecto.