Esta es una historia, que ocurrió hace muy poco para llamarse así. Este es mi contexto. Vivo con mi novia Ana hace tres años aproximadamente, en un departamento amplio con demasiadas paredes blancas, que me dejó mi mamá antes de irse a Australia. Bien cerquita.
Mis dos hermanos menores, viven allá también desde hace varios años. Son gente muy chévere.
Tengo dos sobrinas que hablarán inglés y para las que seré una tía que “Vive por allá, por Perú”. Cuando pienso en ellas me dan ganas de llorar. Mi papá vive en Lima. Se siente raro si no usa camisa. Está aprendiendo a usar el Iphone desde hace un año. Nos vemos regularmente.
Ana y yo trabajamos juntas. Tenemos una agencia de marketing llamada “La Mezcla Producciones”, donde hemos aprendido que pelear no es tan malo y que ciertamente relaja.
Adoptamos una gatita llamada Vita. Tiene un tic en el ojo izquierdo cuando se pone nerviosa. No sabemos ciertamente de que color es. Es muy cariñosa para ser gato. Duerme en un estuche de violín. Le gusta la música country.
La familia de Ana es muy diferente a la mía. Nos llevamos bastante bien. Puedo decir que muchos de ellos son amigos queridos. Celebran todo con gigantescas cantidades de comida. Bailan y ríen a menudo, son graciosos y siempre quieren estar juntos. Digo la palabra “juntos” literalmente. Lo más literal que conozco.
No es hasta que compartí una semana de vacaciones con ellos, que entendí que tan juntos podríamos estar.
Un día hace algunos meses Ana me dijo que necesitábamos vacaciones. Antes que terminara la oración, yo me imaginé calata en mi cama, viendo temporadas enteras de alguna serie que tenga onda de independiente en Netflix, acompañada de vino y variedades de deliciosa pasta mañana, tarde y noche por una semana entera (#FelicidadPuraCsm).
Bruscamente mi sueño fue interrumpido al escuchar lejanamente la frase: “Mi amor, tendremos nuestras primeras vacaciones familiares”. Mi tracto respiratorio se cerró de pronto y mi boca se selló al recibir un afectuoso y sincero abrazo de júbilo por parte de mi hermosa novia.
¿Qué chucha podría hacer yo para no maltratar sus alegres planes?
No había opción. Sería una semana de convivencia con su familia. No sólo papás y hermanos. No. Tíos, primos, parejas de los tíos y primos, “amigos de toda la vida”. Todititos. (Solo faltaban los exes de cada uno y ya estábamos listos csm). La hermana de Ana venía de China con su esposo, así que la ocasión ameritaba tamaña reunión.
Temblé hasta el último día antes de partir escuchando los preparativos por teléfono. No podía dormir pensando en dónde dormiría, que comería, y con quién tendría que hablar cuando no tuviera ganas. No había elecciones. Estaríamos algunos días en la casa de campo de los papás de Ana. Luego en una casa de playa y otros días en la casa de unos primos de la familia más hacia el Sur.
Soy una mujer solitaria, arraigada a mis rejas y a las cuatrocientas seguras e inquebrantables chapas de mi casa. No me gusta el bullicio. Amo mi orden y el característico olor a madera de mi habitación. Algunas horas fuera de casa me causan engreimiento crónico. Ana respeta y cuida todas mis rarezas. Ahora estaría a merced de las circunstancias, por amor a ella.
Llegó el día de partir.
Preparé toda mi tecnología para mantenerme distraída. Cinco mil canciones conocidas y por conocer en sección de “favoritos” en el iPod. Treinta y tres películas lésbicas en el iPad por si no había señal. Un disco duro de un tera, con contenido original de Hitchcock y Abbot & Costello. Cuarenta libros digitales de Allan Poe y otros autores en el Kindle. ¡Iba armada hasta los dientes!
?Lo que no había interiorizado es que no me iba a una isla desierta, sino a un campamento familiar.
Día 1.
Llegamos en caravanas a la casa de campo. Éramos unas treinta personas. Yo estaba de especial buen humor aquel viernes. Ayudé en la cocina como todas las mujeres, mientras los hombres jugaban “sapito”. Yo les hubiera ganado a todos. Departimos y comimos hasta reventar. Ana lavó todos los platos. Vi pasos de baile inusitados y me divertí.
?Por la noche formamos una fila y nos dijeron donde dormiríamos. A Ana y a mí nos tocó la cama de arriba de un camarote en el segundo piso, con otras ocho personas en el mismo cuarto. No me gusta la altura. Ni la más mínima. Me pegué como una lapa a la pared con manos y pies. Me saqué el sostén acostada.
No quise ir al baño después de escuchar un sonoro índice, que el chancho al palo no le había caído bien, a un tío de Ana que saluda con doble beso como si estuviera en Italia. A las tres de la mañana necesitaba ir al baño y quería descubrir si el ronquido que escuchaba era real o venía de la tumba de un vikingo.
No entendía cómo podían estar todos dormidos con semejante laberinto.
Día 2.
La mamá de Ana nos llamó desde el primer piso para bajar a desayunar. Nos dimos cuenta que todos ya habían bajado. Ana saltó del camarote con una agilidad de la que me sentí orgullosa, se puso las zapatillas a la velocidad de la luz y me ayudó a bajar por media hora. Todo el día intenté leer un libro pero alguien me interrumpía. Algunos me contaron problemas que no eran problemas. Comimos otra vez hasta reventar.
Me aseguré de ir al baño antes que el tío de Ana, pero llegué tarde de otro que también tenía el estómago sensible. Me metí a la piscina. Pensé que alguien podía hacer lo que yo hacía de chiquita en ella y me salí.
Subí al camarote sin que Ana me ayude por dignidad. Terminé por aceptar la ayuda. Descubrí que el ronquido de la dimensión desconocida era de una tía de Ana, muy flaquita como para albergar a Poseidón en su garganta.
Día 3.
No dormir me estaba costando algunos estragos y miraba cada cómodo sillón con deseo casi sexual. Me alegré cuando me dijeron que pasaríamos a una casa de playa, en donde solo estaríamos el papá, la mamá, la hermana, el esposo de la hermana de Ana y yo. Cada pareja tendría su propia habitación.
Llegamos en medio de una discusión por la ruta errada que se había tomado. Yo solo pensaba en la felicidad de un baño limpio.
?Todo era fabuloso. La inmensa piscina. La vista. Ana y yo corrimos al segundo piso para coger la habitación mas apartada que pudiéramos encontrar. La habitación tenía terraza, una salita de estar hermosa, closets, baños, pero no puerta. (#PorLaMismísimaMierda). ¿Cómo puede haber hasta minibar y no tener puerta este cuarto? Mi corazón se hizo añicos. Ana y yo habíamos estado días sin tocarnos.
Aunque la familia de Ana y la mía nos quieren como pareja, es complicado demostrarnos afecto. Supongo que saber pero no ver, es más cómodo para ellos y simplemente los hemos acostumbrado así, pero después de tres días, empezaba a dolernos hasta los huesos.
Además por esa misma razón, no entienden que necesitamos privacidad. Para ellos somos un par de amigas con título.
Día 4.
Soñé con una fusión de Jack el destripador y Trump acercándose a mi cama para robarme y luego cortarme en pedazos. No tener puerta es lo peor que podía pasarme. La inseguridad ciudadana es mi miedo más atroz. (Ah si, los fuegos artificiales también).
En la piscina sentí más hiriente el tema de no poder tocar a Ana. Estábamos allí los seis. La hermana de Ana jugaba con su esposo. Los papás de Ana entre ellos. Nosotras nos mirábamos de lejitos nomás. Empezamos a sentirnos incómodas y tristes.
Vimos una película todos y pude tomarle la mano en el cine. Me sentí una quinceañera emocionada. Puse una puerta de tela para ver la sombra del asaltante y para que me diera tiempo de pegarle con mi palo de golf. (Si ven a alguien en la calle con un palo de golf, soy yo, mucho gusto).
Día 5.
La puerta de tela se cayó en medio de la noche. Ana se pasó toda la mañana convenciéndome que fue el viento quien la tiró y que nadie había entrado a la habitación. Nos besamos en la terraza. Fue romántico.
El papá de Ana contó historias militares y me quedé anonadada. Empecé a sentir calorcito de familia. La hermana de Ana es graciosa. Me gusta conversar con ella.
Comer hasta reventar tuvo la misma consecuencia para mi que para todos los demás. Me la pasé horas en el baño, entendiendo que podía adaptarme a diferentes situaciones sin padecer tanto en el intento como lo había pronosticado.
Día 6.
Quería morir. Lo de la puerta era un gran problema. La luz eléctrica se había ido y todos mis aparatos estaban sin batería. Todos estaban en la piscina y yo quería tirarme del quinto piso. Ya no quería más vacaciones, solo quería regresar a casa con mi novia, mi gata y Netflix.
En la noche comimos helado.
Día 7.
Partimos a la casa de playa de unos primos. Me preguntaron si me pasaba algo. Respondí que no, con una sonrisa que salió de algún recuerdo profundo y feliz de mi infancia.
Otra vez estaba en un camarote, con más gente en la habitación, pero esta vez desconocida, con más ronquidos y pedos.
Un baño se malogró y solo quedaba uno al que evité ir hasta que me dieron calambres insoportables en el estómago. Hubiera podido hacer un water nuevo hecho de papel higiénico, con tanto que usé sobre la tapa.
Estaba usando mis zapatillas de playa favoritas, una suerte de medias con suela, que tuve que tirar a la basura porque pisé algo mojado que no quise saber que era. Tal vez había llegado el momento de decirle a Ana que no podía más.
Día 8.
Me desperté a las tres de la mañana otra vez. El calor era insoportable y los ronquidos parecían conversaciones en idioma marciano. Uno roncaba, el otro le respondía.
Me bajé del camarote ya sin miedo, ya ni mierda. En la sala habían más personas durmiendo. Más de todo lo antes mencionado. Agarré un mantel y salí por la ventana. Me acomodé en una silla en el patio, me cubrí con el mantel y me dormí. Me cagué de frío pero eso era mejor que estar dentro.
Me despertaron riéndose y yo quería a mi mamá. Por fin nos íbamos y mi alma me regresaba al cuerpo. En el camino de regreso estuve pensando en si quería o no tener hijos.
P.D. Mi amor, te amo, pero la próxima vez, te vas sola.