A las ocho menos veinte de la mañana Lucía se dirige a su trabajo. Lo que menos podía imaginarse es que esa misma mañana, en ese preciso momento, está a punto de tener el encuentro decisivo que marcará el resto de sus días…y probablemente de sus noches.

Una hermosa y despampanante mujer, dotada de unos inmensos ojos de tonalidad aguamarina, la interpela preguntando por un kiosko de prensa. Lucía, a pesar de ser oficialmente heterosexual (con novio y todo), queda impresionada.

Lucía no sabe que se trata de la nueva jefa de la consultora donde trabaja. Se llama Blanca y acaba de aterrizar en Granada, procedente de Barcelona, con el propósito de sustituir al anterior jefe (un tal Lerma, conocido entre sus empleados por ser absolutamente impresentable).

La llegada de la nueva jefa suscita, como no podía ser menos, una extraordinaria expectación. Aunque todos están felices de perder de vista al impresentable, no pueden por menos de sentir una cierta inseguridad ante los posibles cambios.

Lucía no es una excepción y, aparte de quedarse de piedra cuando comprueba la identidad del bellezón que la abordó por la calle, procura adaptarse a la nueva y, aunque esperanzadora, incierta situación.

Pronto comprueba que las comparaciones entre el anterior jefe y Blanca son odiosas. En realidad, sería como poner al lado el agua y el vino: nada que ver. Agustín Lerma era un tirano, un capullo, y además gustaba de apropiarse del trabajo e ideas de los demás y colgarse él solito todas las medallas. Blanca es ecuánime, sabe hacer que el equipo funcione y reparte los méritos conforme a la participación de cada empleado. Tiene, en resumen, auténtica capacidad de liderazgo y de organización.

Además de ser una buena jefa, Blanca ostenta otra cualidad interesante, de la que desde el principio quedan enterados sus empleados (porque vivimos en un mundo lleno de cotillas y las noticias vuelan). Blanca es lesbiana.

De hecho, la razón de su traslado se encuentra directamente relacionada con su situación sentimental. Blanca acaba de salir de una relación complicada, con una ruptura difícil y un tanto traumática. En suma, ha decidido poner tierra por medio para curarse las heridas y disminuir las cicatrices.

Lucía y Blanca pronto hacen buenas migas y la primera se dedica a enseñarle Granada a la segunda, desvelando rincones encantadores y lugares donde el tiempo se para y todo semeja acercarse a otra dimensión.

Subyugada por la belleza y la quietud del escenario, a Blanca se le ocurrió que la felicidad no era un estado, sino una emoción compuesta por pequeños instantes que alimentan el alma. La suma de todos ellos daba sentido a la vida. Y tuvo la certeza de que aquel era uno de ellos. (Pág. 91)

Pero Lucía, además de ejercer de excelente cicerone, también comienza a disfrutar de la compañía de Blanca de una forma que comienza a sorprenderla.

…parte de su sosiego se había quedado alterado por una rara sensación a la que no conseguía poner nombre. (91)

Hay que reconocer que para una convencida hetero tiene que ser todo un shock identificar, asimilar y digerir la percepción de que le gusta alguien de su mismo sexo. A Lucía le ocurre exactamente eso: le cuesta bastante notar qué le pasa, luego aceptarlo y posteriormente, quizás, actuar en consecuencia.

El lío que ocupa la cabeza de Lucía es inconmesurable. Si Lucía tuviera que escribir una autobiografía, su título bien podría ser: “Cómo ser lesbiana desde que naciste y no haberte enterado hasta ahora. Diario de una despistada”. No obstante, Lucía tiene pistas dentro de su propia mente sobre las que debería reflexionar: utilizar como tono de llamada en el móvil “I Will Survive” de Gloria Gaynor es ya un síntoma de cierta afinidad con lo LGBT.

Los conflictos mentales de Lucía, inmensos -como ya sabemos-, se alimentan del reciente descubrimiento de sus preferencias afectivas. Pero no está sola en esto de los conflictos. Blanca, como dijimos, ha salido recientemente de una relación un tanto tóxica y procura andar con pies de plomo ante lo que podrían ser nuevos experimentos amorosos.

Todo ello, unido al ambiente y situaciones que las rodean, generarán bastante acción y una historia verdaderamente destacable. “Como la luz del agua” tiene varios puntos a su favor. En primer lugar, nos da varios paseos por Granada, una ciudad preciosa y que tiene un encanto especial. Es una visita “virtual” muy agradable, que ofrece información interesante (bares incluidos).

La historia resulta bastante realista, con personajes sólidamente trazados y una tensión amorosa (que incluye también la tensión sexual) entre las dos protagonistas muy constante y bien marcada.

Y esto es algo que hay que subrayar por fuerza: la calidad de las narraciones de sexo. Es bastante curioso: son profusamente detalladas, pero huyendo de las convenciones. Las escenas sexuales están muy trabajadas: no sólo describen acciones físicas, hay una cierta elegancia, emotividad, algo alejado de la mecánica. Consigue con ello un efecto muy íntimo y alejado de lo pornográfico: transmitir el efecto real del deseo, pero con la emoción propia de un acto de amor.

La novela es, también hay que decirlo, adictiva. Se puede leer en un santiamén porque la acción tira de ti y a veces resulta difícil interrumpir la lectura.

Desde mi punto de vista Como la luz del agua, es totalmente recomendable. Que la disfrutéis, si os apetece.