Valiente para ser salvaje

Me preguntaba si seguiría siendo la niña buena que conocí. Si alguna vez soltaría su melena de pelo corto. Observé en silencio cómo preparaba té. Hablaba y hablaba pero yo no la escuchaba. Su sonrisa ensordecía mis oídos. El resto de sus curvas, acentuadas por la estrechez de su ropa, arruinaban mi cordura. Me sentí salvaje pero poco valiente. Yo asentía en los momentos adecuados, justo cuando sus ojos me encontraban, preparándome para hacer un triple salto mortal en sus pupilas, absorbentes, atractivas, inagotables, sufribles.

Se apartaba el escaso pelo de la frente con un gesto involuntario. Mi voluntad era apartarle la ropa, que también parecía estorbarle, aunque no sé si a ella o a mí. Algo cayó al suelo y se agachó. Mis ojos no quisieron evitar ir hasta ahí, hasta la curvatura de la condena, hasta la condenada curva de su generoso escote. La sonrisa que su camiseta sugería. Dos curvas de perdición. Dos perlas en erección. Rienda suelta a la imaginación.

Me sirvió té y salía más humo de mí que de la taza. Se me acercó demasiado y preguntó algo, creo que sobre el azúcar. Contesté “sí”, era mi respuesta en toda la conversación.  Ella hablaba y hablaba, y entre medias me analizaba. Se sentó y su mano rozó sin disimulo mis dedos, hirviendo. Fijó sus ojos en mí y todos los colores de la casa se concentraron en aquella mirada. Sentí vértigo de nuevo y quise saltar a ellos. Y si me tenía que perder ya me encontraría… O no.

 

Lo pedía en susurros, yo lo escuchaba a gritos. Olvidé el té y me levanté. Me acerqué a su sonrisa y la imité. Agarré sus dedos, arrastrándola hasta el dormitorio como si fuese la dueña del momento. Me pregunté si sería valiente para ser salvaje; ella, yo, la una con la otra.

Con la cama a mano, la pared se nos antojó más inmediata. Nos saboreamos, olimos, sugerimos y de repente me apartó de sí.

-Hazlo para mí –dijo, reculando hasta la cama.

Me quedé allí de pie, en blanco por un momento. Ella reptó por el colchón, recostándose, y pasó una mano por sus zonas más apetecibles, encharcadas. Entendí la locura que proponía, aceptándola, queriendo enloquecer por una vez. Yo era la valiente; ella, la salvaje. Yo de pie; ella, en la cama. Deseaba comérmela viva, matarla de placer. Solo pensarlo me dio el empujón necesario. Empecé a tocarme sobre la ropa. Acaricié mi cuello y vi cómo ella repetía mis pasos, tocándose donde yo acababa de hacerlo, siendo mi reflejo. Eso me encendía más. Me estimulé como anhelaba que lo hiciera ella. Deslicé la punta de mis dedos hasta los lóbulos y bajé. Bajé hasta toparme con la cremallera del vestido. La abrí del todo y, con un hábil movimiento, me deshice de la prenda, sosteniéndome solo en ropa interior. Ella se arrullaba, se besaba aún con la ropa puesta. No le duraría mucho más. Si quería enloquecerme, yo iba a conseguir que perdiera la razón. Como ella había hecho conmigo tantos años.

Sus manos se movían cada vez con más soltura. Yo me excitaba solo de pensar en ellas recorriendo mi cuerpo desde fuera, balanceándolo desde dentro… Sin nada de vergüenza me deshice con mucha sensualidad de las prendas que aún se me aguantaban. Ella hizo igual, desvistiéndose con su encantadora torpeza. Con sumo erotismo, separé mis labios con dos dedos y me toqué. Pude apreciar su gemido y eso me sobreexcitó.

Lo hice para ella. Me hice el amor para ella, imaginando que era su mano la que tentaba mi humedad. Ella se tocaba también. La situación, que en un principio estuve a punto de rechazar, logró atraparme y quise alargarla todo lo posible. Sus labios me llamaban a gemidos, y los míos a ella. Nuestras bocas nos reclamaban. Mientras contoneaba los dedos dentro de mí, quise besar cada rincón de su piel, viajar desde su espalda hasta su profundidad, quise practicar todos los deportes de riesgo sobre ella, desde la escalada de sus pechos hasta apnea entre sus piernas. Quise besarla, lamerla, amarla, olerla, morderla, follarle la respiración, abrir de placer su sexo y hacerle de todo menos dolor… Acabamos reventando por separado pero a la vez, y entonces sí, entonces decidimos juntar mi valentía y su salvajismo, fundiéndonos en un abrazo que nos pidió volver a empezar y aprendernos los orgasmos una vez más.

 

Esos

Me quedó el Corazón en los huesos por la ausencia de sus besos, de sus caricias escondidas en un verso travieso. Y yo todavía me devano los sesos preguntándome cuándo nos tocará saciarnos de excesos, cuándo podré hundir mis dedos entre su pelo mientras le acaricio sus labios más gruesos, dejándole impresos en su más privado acceso los mimos confesos que aún le guardo para entregárselos ilesos.

 

Aunque, aunque… Siempre “Aunque”

Aunque tarde un mes en responderte, no paro de pensar en ti.

Aunque nunca me digas que no, tampoco dices que sí.

Aunque me pase la Vida mirando hacia atrás, me muero por volver a vivir.

Aunque no sepa montar en bicicleta, preferiría intentar encontrar el equilibrio que tanto temí antes que sobrevivir en las ilusiones que yo misma construí.

Aunque toques mi Corazón incluso cuando no me das la razón, he dejado de fingir lo que una vez me creí.

Aunque no te atrevas a expresarlo con gestos ya te lo digo yo: sigo por aquí.