Ave del paraíso

Y entonces la vi. Una mujer diferente a las demás que me hechizaba porque no seguía el estúpido guion. Con piernas tan eternas dentro de su pantalón verde tirando a marrón. Aparentaba una silueta angulosa desde lejos, apuñalando el suelo con sus zapatos de tacón. Sus cabellos cobrizos de seda natural, más esponjosos que el algodón, me hicieron creer que era la viva imagen de la pasión. De piel de raso tropical, quise esnifar su aroma por completo aunque, por defecto, me llevase un sonoro bofetón.

Su flor fue lo que más me enamoró. No era de las que se ponen en la solapa o tiesas en un jarrón. Una flor más dulce que el sabor de cualquier pezón. Una flor en la que, cuando hace calor, siempre apetece darse un chapuzón y, si el clima es frío desilusión, reconforta más que atiborrarse en la soledad devorando un bombón. De la que nunca te sacias y se lo expresas gimiendo a pleno pulmón. Aquella flor exótica entre su jardín sin corrupción brotaba brillando con cada lametón. Parecía estar en llamas y resultó ser ese tipo de luz que uno tanto ama sin pedir perdón.

Aquel puto sueño

Ambas nos miramos, recordando el sueño loco que nos sugerimos a destiempo entre sonrisas afiladas de aspecto marfileño. Aquel puto sueño que empezó en un día sin noche ni dueño. Tan picante como el más obsceno de los jalapeños.

Un sueño sureño en el que, sin prisa pero sin pausa, aún me despeño. Donde lo más animal y salvaje que pudimos desear fue aullar como dos lobas mientras todavía te ordeño. En el que nos besábamos en todos los colores para apreciar el diseño de una vida real con ambiente caribeño.

Agradezco haber vivido aquel puto sueño, gracias a él desdeño toda la nostalgia que me produce pasar sin ti el período navideño.

Aprender a (con)jugar mejor

(Yo) te quiero amar.

(Tú) a mí ni me deseas mirar.

(Ella) se parece a nuestra complicidad sin acariciar.

(Nosotras) fingimos felicidad ahogándonos en un truculento mar.

(Vosotras) la vivís de verdad después de sangrar.

(Ellas) simulan sonrisas entre versos de un caramelo que siempre apetece chupar.

Recito esta lección que me quedó para septiembre ante un espejo que devuelve la mejor imitación de mi forma de pensar. Una mujer que fingió cuando tocaba celebrar y cuando se debía llorar hasta que aprendió que, para que una herida deje de lastimar, hay que mirar hacia atrás y afrontar el dolor sin parpadear.