Al despertar no sabía quién era ni dónde estaba. Me ha llevado varios segundos recordar cómo había llegado hasta aquí. Y entonces, como un ruido blanco, regresan el hambre y la desesperación. ¡Claro! He dormido en el Next House de Copenhague, el hotel al que me trajo Lady Chorima en navidad. Hoy amanezco sola con mi mochila y hace varios días que no le contesto a las llamadas ni a los mensajes.

Son apenas las seis. El sol dora las paredes. Me giro y miro el edificio de cristal del frente. Salgo de la cama, me doy una ducha, me pongo el bikini y un vestido encima y me calzo las sandalias. Minutos más tarde camino por las calles con destino a la Andersen Bakery, que está a menos de un cuarto de hora. Aspiro el aire ligero, cargado de los aromas típicos de la mañana, antes de atravesar el Langebro.

Encuentro el local tranquilo. Compro un capuccino con un pastelito de ruibarbo y, en recuerdo de Madame Moustache, pido para llevar un bollo de cardamomo. El dependiente no debe tener más de 19 años. Intrigado al escucharme chapurrear el sueco en Dinamarca, se interesa por mi nacionalidad. Junto a las vitrinas colmadas de repostería, hay varias mesas libres, me instalo con mi bandeja en la del fondo. Mientras me tomo el café, releo los últimos mensajes de lady Chor. Son una mezcla de reproche, inquietud y arrepentimiento. También hay dos mensajes, bien diferentes, de Madame Moustache. Tendré que llamarlas y decidir qué hago, pero es que me da tanta pereza…

Estaba pensando en estos asuntos cuando de repente alguien se sienta a mi lado, al volverme descubro que es Carlota, ¡Carlota Sáez Alegre! De un salto, me pongo en pie.

-Buenos días, querida -me dice sonriente, sacándose las gafas de sol-. ¡Buen provecho!
-¿Qué haces aquí?

Asustada por mi reacción, ella se levanta también.

-Pues seguirte, está claro, ¿no?

Mi primera reacción es mirar por encima de su hombro, buscando a Guido.

-Creo que me debes una explicación, ¿no?
-Supongo que sí. ¿Nos sentamos de nuevo? La gente nos está mirando.

Yo sigo pasmada, mirando a nuestro alrededor. Ella debe adivinar todo lo que me está pasando porque comenta:

-No temas, soy una fantasma cariñosa.
-¿De verdad?
-Pronto te has olvidado de mi -dice haciéndose la ofendida.
-Quiero decir, ¿eres buena o mala gente?
-Te puedes imaginar que no voy a responder a semejante chorrada.
-¿Estoy soñando o todo esto es real?
-Pues depende de lo que te hayas metido con el desayuno -dice echándole un vistazo a la mesa.
-¿Ahora me vas a seguir a donde vaya?
-En serio, qué aburrida -dice mordiéndose los labios-. Voy a pedirme un café, ¿quieres otro?

La sigo con los ojos, por miedo a que vuelva a desaparecer como en el barco. Si ha vuelto, será por algo, y la verdad, estoy contenta de verla con tan buen aspecto. Tomo aire y lo suelto lentamente, tratando de no dejarme dominar por el miedo e ir procesando lo que está ocurriendo. Porque está sucediendo. Carlota es una suicida enterrada en el cementerio de la iglesia de Santa Catalina. Y sin embargo, la veo pedir y sacar su tarjeta para pagar. Con su parsimonia habitual, regresa con un café doble y un croissant. Una fantasma cariñosa, ha dicho. Entre sorbo y sorbo me guiña un ojo.

-Te recuerdo que fuiste tú la que me contactó -comenta, después de terminar su desayuno-. Y te lo agradezco infinito. El libro de Selma era una puerta hacia este mundo. Tú me has dado la oportunidad de regresar. -Me alegro de verte otra vez.

Carlota me sonríe pero está pensando en otra cosa. Al terminar, salimos a dar un paseo junto al canal. Caminamos hasta situarnos frente a la biblioteca Black Diamond y nos sentamos en un banco del embarcadero a tomar el sol. Cada vez más gente circula a nuestro alrededor. Parece una mañana normal. Tratando de afectar normalidad, saco el bollo de cardamomo de su cajita de cartón, lo parto y le ofrezco la mitad a Carlota.

-Por las mañanas tengo un apetito voraz -comenta ella, después de darme las gracias.

Empezamos a comerlo a pequeños bocados. Después se vuelve hacia mi y me observa fijamente.

-¿Qué planes tienes? -pregunta.
-Pensaba hacer tiempo hasta la diez y visitar la Gliptoteka. ¿Y tú?
-Yo tengo algo pendiente de resolver y quizá necesite tu ayuda.

Ajá. Así que era eso: necesita mi ayuda. Por suerte, parece relajada. No veo a Guido por ninguna parte. Algunos jóvenes bajan a bañarse, unos se lanzan de cabeza, otros se meten lentamente. Poco después llegan tres niñas de unos once años, dejan sus toallas junto a nuestro banco, se sacan la ropa y se lanzan al canal haciendo la bomba, salpicándonos. Miro a Carlota que ha bajado la cabeza.

-Cuando tenía la edad de esas enanas hice algo imperdonable -murmura con infinita tristeza.

Trato de concentrarme en sus palabras y dejo de mirar a los desconocidos que van y vienen por el embarcadero. Después de una pausa, añade:

-Sucedió en un parque de Östermalm, mi antiguo barrio. Hay una plazoleta llamada Karlaplan, que es como una gran rotonda con una fuente en el medio y un paseo con árboles. Íbamos a jugar allí con las amigas. Una tarde nos encontramos a dos hermanos que no habíamos visto antes, una chavala de unos nueve años con su hermano de cinco. Se llamaban Eva y Luis. No los he olvidado. Nos dedicamos a hacerles preguntas y a tomarles el pelo. Me reí de Luis y de los zapatos viejos de Eva. No sé cómo entramos en ese bucle, queríamos provocarlos para reírnos un poco, pero nos pasamos. Ellos, en lugar de respondernos, se fueron encogiendo. Se notaba que eran de una familia muy modesta. Nos burlamos de su ropa anticuada. Era como si disfrutásemos hiriéndolos, no sé qué nos pasó esa tarde. Y Eva, en lugar de mandarnos a la mierda, se calló y bajó la cabeza. Cuando se hartó, cogió al hermano y huyó de la plaza. Antes de cruzar se volvió a mirarnos. No voy a olvidar nunca esa mirada. Mis amigas, muertas de risa, les gritaban que volvieran, que era todo broma. El hermano se soltó de su mano y salió corriendo.

Estoy temblando de imaginar el resto.

-La furgoneta frenó a tiempo, pero lo tiró al suelo. Nosotras nos quedamos congeladas. Vimos como la hermana lo ayudaba a levantarse. Nadie se acercó a preguntarles. Y nosotras, en lugar de acudir, nos fuimos por otro lado, muertas de vergüenza. No los volvimos a ver.
-¿Y entonces?
-Me gustaría saber qué ha sido de ellos.
-Pero, ¿Cómo podría ayudarte?
-Eran españoles. Hijos de inmigrantes, como yo.
-Ha pasado demasiado tiempo.
-Tengo que hacer algo por encontrarlos… Si no…
-Si no, ¿qué?
-Pues que vagaré por ahí, sola y sin descanso. ¿Te he dicho que me gustas mucho?