-Estás más tiesa que un ajo puerro -me dice mi cuñada-. ¡Anda, ponte cómoda!
-Que no, que ya estoy cómoda… -le respondo, hundiéndome más en el sofá.
-¿Cómo vas a estar cómoda? Sube las piernas y acuéstate, muchacha.

He pasado del infierno al cielo en cuestión de unos minutos. Me he librado por poco de un golpe de calor. A mediodía, andaba perdida entre cabezos y barrancos, lastimándome las piernas con los matorrales.

-¡Te has lisiado la mano! -comenta ella, untándola con un algodón empapado en yodo.

Las heridas me escuecen y supuran al contacto con el antiséptico. Compungida como si tuviera ocho años y acabase de hacer una trastada, la dejo hacer aunque ya me había limpiado la sangre al llegar.

Carlota, que me ha seguido desde Dinamarca hasta Murcia, ha vuelto a jugármela. Y ahora no sé dónde está.

-Le podía pasar a cualquiera, tita -me repite mi sobrina mayor, que hoy está de cumpleaños.

Se lo hemos celebrado con una paella de conejo al fuego de leña y unos entrantes de marineras. En el postre ha habido copas de sidra y tarta de profiteroles. Mi cuñada es una máquina. Ahora estamos echadas en los tres sofás del salón comedor, frente a la tele. Lo último que quisiera sería mancharles de betadine el sofá de polipiel.

Esta mañana me he llevado a Carlota a pasear por uno de mis enclaves preferidos, cerca de Comala: hemos hecho una ruta de senderismo entre Ulea y Archena. Lo que ha empezado muy bien ha terminado de forma catastrófica, a raíz del hallazgo de la casa abandonada. Era una construcción extraña, de mal gusto, perdida en mitad del camino. Intrigadas, hemos recorrido las tres plantas de la casona con sus terrazas almenadas y las caballerizas. De vez en cuando, la brisa hacía vibrar una viga metálica desprendida de un cielo raso. El chasquido nos deja en actitud alerta. Pronto comprendemos que estamos a solas en aquel paraje. Al único sitio donde no nos atrevimos a bajar fue el sótano. Alguien había abierto un boquete en la puerta cochera, tabicada. Al aproximarnos percibimos un hedor a animal muerto y nos retiramos.

-¿Qué habrá sido este lugar?
-Una casa rural, seguro.
-Qué pena que haya durado tan poco.
-De todas formas, es raro -le digo yo-. Ni siquiera hay un acceso para llegar hasta aquí.
-Sí, hay una pista forestal -dice Carlota señalándome un camino marrón que se pierde tras un monte.
-Me pregunto quién ha levantado esta casa. Seguro que es ilegal.
-¡Por eso la abandonaron!

Por una rampa se accede a la terraza de la entrada. Nos sentamos a almorzar en un poyo que debía servir como asador. Las vistas eran increíbles. Entusiasmada, Carlota hace fotos e insiste en que acampemos. Le digo que ni loca, que me dan repelús los ciempiés grises que proliferan a nuestro alrededor y que prefería dormir en una cama, aunque estamos de acuerdo en que sería bonito presenciar un atardecer allí. En cuanto nos acabamos el bocadillo de jamón seguimos caminando hasta un hermoso mirador que domina el municipio de Blanca, junto al valle del Ricote. En ese punto decido dar la vuelta. Eran las once de la mañana. Nunca había llegado tan lejos y me sentía muy recompensada por los paisajes que habíamos ido descubriendo.

-La próxima vez, continuamos monte abajo hasta llegar al río -le digo a Carlota.

Ella camina en silencio, pendiente del aleteo de las aves que nos rodean y que se espantan al sentirnos. Al volver a la casona me equivoco de camino y tomo el de la pista forestal.

-No hemos pasado por aquí antes -me dice Carlota.
-Yo creo que sí -le respondo, dudosa.

Mis puntos de referencia son los montes y algún que otro árbol de formas exóticas. Pero algo no cierra, lo sé bien. No reconozco este suelo arcilloso que se nos pega a las botas. Me siento aturdida y soy incapaz de recordar el camino de vuelta. Un par de kilómetros más tarde, viendo que el sendero baja en pendiente hacia la planta de reciclaje, decido dar la vuelta.

-Es lo que yo te decía -me dice Carlota-. Nos hemos equivocado al dejar la casa.

Volvemos hasta allí y tomamos el sendero pequeño, el que parte de la higuera frente a la rampa. Yo ya estaba apurada porque nos esperaban para la comida en la casa de mi hermano. Carlota se quedaba atrás, fotografiando las flores amarillas de las albaidas, partiendo ramitas de romero y tomillo, oliéndolas extasiada.

-¿Qué pasa, no hay romero en Suecia? -pregunto impaciente.

Ella me responde con una mueca.

Veinte minutos más tarde me doy cuenta de que he vuelto a equivocarme. Esta vez no sé cómo ni dónde. Ofuscada, compruebo que en lugar de ir hacia el oeste, la pendiente mira hacia el este, hacia la sierra de la Pila. Ese paisaje no era el que se veía al subir. A partir de ahí no hago más que tomar decisiones erradas. Carlota me tomaba el pelo y se reía de mi. En lugar de coger el camino de la cornisa, estábamos de nuevo en una pendiente con vistas a la A3 y a la estación de reciclaje. Tan agobiada estaba que opté por seguir bajando y girar hacia la derecha por la mitad del cabezo. Me pareció reconocer la cima de un cabezo, subimos hasta él: ni rastro del camino de la cornisa. Todo era monte y arbustos. Opté por bajar y, desde allí, buscar la rambla de Sevilla, donde la casa de los forestales, pero no había sendero y los matorrales nos cerraban el paso.

-Volvamos a la casa abandonada -insiste Carlota-. ¡Nos hemos perdido!
-¡No tenemos tiempo! Nos esperan a las dos.
-¿Nos esperan? A mi no me espera nadie -se ríe ella.

La miro estupefacta. Me devuelve una mirada irónica, luego se pone seria y aparta los ojos.

-¿Qué quieres decir?

Carlota suspira. Está roja como un tomate. Siento también que me arden las mejillas y los brazos.

-Mira, te propongo que busquemos una sombra -dice ella- y que esperemos ahí hasta que baje un poco el sol. Podemos echar una siesta. Está claro que si seguimos andando nos va a dar una insolación. Lástima que no nos quede agua.

-Lo haría si no fuera por mi sobrina -le digo sacándome el móvil-. Le voy a mandar la ubicación para que venga a buscarnos.

Por suerte, en este punto hay cobertura.

-Yo me quedo aquí -dice Carlota con tono desafiante.
-¿Cómo te voy a dejar aquí?

Iba a decirle: no seas fantasma, pero me contuve a tiempo.

-Según Google maps estamos a cuatro minutos de la estación de reciclaje -le comento.

Continuamos por la ruta que nos señala la aplicación. Sin embargo me sentía perdida, temerosa de que en cualquier momento fuera a ocurrirnos una desgracia. Al pasar por un montículo pedregoso, éste cede bajo mi peso, pierdo el equilibrio y me caigo. El móvil se estrella contra el suelo y yo me he magullado la mano y el brazo izquierdos. Al levantarme, Carlota ya no estaba. La he llamado varias veces, mientras continuaba subiendo y bajando barrancos, enloquecida, sin obtener respuesta.

-Se ha perdido la señal GPS -me avisa diez minutos más tarde el asistente de Google, dándome un susto de muerte.

La estación de reciclaje estaba rodeada de una alambrada y he tenido que vadearla bajo el repique del sol, hasta llegar a la misma carretera. A veinte metros he visto a mi sobrina esperándome junto a su coche. He llegado con el corazón desbocado, temblorosa y con la garganta seca. No puedo dejar de pensar en Carlota.