Qui sono, dove sono
Cando sono ausente de mi?
Chanson Égocentrique, Franco Battiato

“Carlota, ¿dónde estás? ¿Por qué no vuelves?

¿Qué sucede contigo?”

No he vuelto a saber nada más de ella desde que desapareció en aquel paraje solitario de Murcia en que nos perdimos, caminando entre Blanca y Ulea.

“Lola, ¿dónde estás? ¿Por qué no vuelves? ¿Qué sucede contigo? -me escribe Lady Chorima desde Suecia.

“Esperamos que estés bien y verte pronto.”

Lady Chor ahora me habla en plural. Nunca me dice: tengo ganas de verte o te echo de menos. Siempre usa el plural, de modo que ella y su voluntad individual quedan borradas, o cuando menos diluidas, en ese plural impersonal. Por supuesto, hace referencia a ella y a sus hijos, pero el tema es que ese núcleo plural incluye por supuesto a Nastascha, a quien sigue viendo, aunque no me hable de ella.

¡En fin! Ed ecco qua! Mes amies, mes amours, mes emmerdes!

Cuando Madame Moustache me contactó para acompañarla a un ciclo de conferencias que debía impartir durante un par de semanas de octubre en Italia, no me lo tuve que pensar mucho: a los pocos días me reuní con ella en Turín. Nos reencontramos en los Giardini Reali, ella con su presencia electrizante, ceñida dentro de un vestido encarnado de cachemir, calzada con unos furlane a juego y yo, recién llegada, con mi mochila a cuestas, acalorada con mi anorak blanco y mis botas negras. Me había olvidado de sus ojos resplandecientes, del color de la avellana.

Entre sus charlas, los paseos por la ciudad de la mole Antonelliana, los helados y capuchinos y la feria del chocolate, siento que la vida es bella y fácil y que no hay por qué arrugarla ni pasársela lamentándose o con miedo al futuro. O peor aún, tratando de olvidar el pasado.

No le contesto a Lady Chorima. No sé qué decirle.

-¿Dónde estás cuando te ausentas? -me pregunta Mirra.

Estamos en un pub en Milán, tomando un spritz, rodeadas de chicas veinteañeras en su mayoría. Parecería un bar lésbico, pero lo llevan dos tipos claramente heteros, uno de ellos, el barista, de aire hindú, con camiseta y gorra negras.

-¡Qué sé yo! Esta ciudad me resulta fatigosa, es demasiado grande, hay demasiado turismo. Además, me violenta ver tanta indigencia y esos contrates con las Galerías Víctor Emmanuel.

Junto al apartamento donde nos quedamos, envuelto en una manta roja, un sexagenario asiático duerme tirado en la calle, como muerto, con un vaso de McDonald’s en la acera, junto a su mano. En el Corso di Torino, en pleno centro, con la mochila como almohada y metido en su saco de dormir, un joven barbudo duerme como Endimión junto a un escaparate. La estación central, tan monumental y pretenciosa, con decenas de africanos acampados por los parques que la rodean, me recuerda una mansión colonial en plena selva.

-Cariño, no sabes lo que te espera entonces en Venecia.

Cada tanto, el barman descorcha una nueva botella de prosecco para los cócteles. Una colección de botellas de Ferrari se alinean en la barra, entre fanales de frolle y corneti. El camarero, un chico muy joven, atiende un local mínimo, abierto a la calle. Estamos en la Via de Amicis, muy cerca de las columnas de San Lorenzo. Mirra acaba de terminar su seminario en la universidad. En la barra, un tipo canoso con sudadera blanca y aire de habitué me guiña el ojo cada vez que me giro en su dirección. El volumen de la música es aceptable y todo el mundo parlotea animadamente: unas francesas a nuestra derecha a propósito de lenguas extranjeras, las cuatro italianas del otro lado sobre sus citas amorosas. Una de ellas lleva unos pendientes plateados colgantes muy bonitos. Un tipo bajo y con delantal aparece con nuestros platos de lasaña. Lejos de su marido y director de tesis, Mirra se siente feliz e independiente. Evoca sus años de estudiante en esta ciudad.

-¿Qué pinta llevo con este vestido y las botas? -le pregunto-. ¿Ridícula? Hace demasiado calor para ponerse medias. Echo tanto de menos mis sandalias.

Mirra se toma un momento para estudiarme.

-Más inquietante que ridícula -ironiza.

Luego añade, acariciándome la mano:

-Soy adicta a tu piel.

La miro con sorpresa.

-La adicción es mutua.

Un instante más tarde pasa por delante de nosotras el gigante Guido, el ex, custodio, guardián o lo que quiera que sea, de Carlota, que se vuelve hacia mi y levanta el mentón para saludar.

-¿Qué te pasa, amor? Te has puesto pálida -me susurra Madame Moustache-. ¿¡Has visto un fantasma!?

Carlota está en todas partes. Siento que me persigue, que no se aleja de mi. Su compañía me acecha como una sombra. Entre el gentío que visitaba el Museo Egizio de Turín, me pareció ver su melena y su figura esbelta, siempre vestida de vaqueros y camiseta negros, seguida de Guido. Un par de días más tarde, en los respiraderos del metro de Milán, nuestras miradas se cruzaron unos instantes antes de que volviera a desaparecer.

¿Es una proyección de mi mente o existe en realidad? La pregunta es ridícula y pese a todo vuelve a torturarme, como un dolor de muelas. ¿Qué me sucede desde que la conocí? ¿De qué estoy huyendo? ¿Qué busco sin parar?

Algunas veces, Carlota se me presenta en sueños. Y me repite con despreocupación: “¡Vive tu vida!”. Sin embargo, el tono que emplea contradice sus palabras. Siento ironía, tal vez celos, en su actitud despegada, indiferente.

Una noche acabo contándole a Mirra lo que me sucede. Estamos regresando al hotel, en Verona, después de una intensa jornada de turismo en la región. Ella no sólo me cree sino que además comenta:

-Ma puce, yo sabía que algo te persigue. Desde que te conocí en el tren, lo vengo pensando. Me di cuenta en seguida de que eras una persona habitada por muchas ausencias. En parte por eso me sentí tan atraída por ti. Estás y no estás. Te vas de repente. Y a mi ya sabes que me encanta irme contigo… -dice guiñándome un ojo-. No me extraña que el fantasma, o el espíritu errante de Carlota, te haya elegido para cobijarse.

Fuimos directas a la habitación, nos duchamos y nos tendimos en la cama desnudas. La ventana del balcón que mira al río Adige se queda abierta de par en par. Las noches de este otoño son tan suaves como los pechos de una amante. Mirra me comenta que aún no ha visto la lluvia en Italia, mientras pega su pelvis a mi glúteo y me agarra de los bordes de la cadera, eso que llaman cresta ilíaca, para usarme de montura.

Después del amor, me masajea con método. Mi espalda y mis articulaciones crujen como si fueran poliestireno. Su lengua llena de gracia pasea por mi espalda, se introduce en mis lóbulos. Y así, viajamos juntas hasta el final de la noche.

-No entiendo qué quieres decir con que estoy habitada por ausencias -le comento mientras desayunamos, a mediodía, en el patio del hotel-. Todo lo que dijiste sonaba a magia.

-Y sin embargo, es cierto -afirma ella-. El pensamiento racional solo no puede explicar lo que te está sucediendo, como tampoco sirve para explicar la noche salvaje de la que viene nuestra especie, esa noche que aún nos habita. Cada día entramos y salimos de ella: somos de la noche. Todo lo que vemos despiertas forma también parte de ella.

Queriendo aclararme, Mirra no hace más que confundirme más.

En ese momento, un gato gris acude a frotarse contra mis piernas, ronroneando. Cuando levanta la cabecita descubro con espanto que sus ojos tienen la misma tonalidad azul que los de Carlota.