Blanca como una estatua, con los ojos entornados, la cabeza de Carlota emerge y se queda flotando como un loto en el agua verde del canal. Su cuello es un tallo tronchado. El pánico se expande como una bomba de uranio y, en cuestión de un instante, devasta todo a mi alrededor. El pensamiento se opaca, se apaga en un fundido blanco. Descabezado, mi cuerpo se termina en las vértebras cervicales. El corazón me martillea el pecho y las costillas y la columna se desmoronarán como los 54 bloques de madera de una torre de jenga.

Despierto con un acceso de tos que resuena en la nave silenciosa. Me paso las manos por los ojos y la cara, tratando de borrar esta visión. Con el pecho aún agitado y el cuello dolorido, saco el botellín de agua del bolso, me saco la máscara y me echo un trago. Me tiemblan las manos y las rodillas. Varios parroquianos se vuelven para mirarme. Me había quedado eclipsada un momento, recostada en mi silla. Apenas he pegado ojo esta noche, por culpa de la congestión nasal.

“Carlota, ¿dónde estás? Dime algo…”

Desde nuestra pelea en el vaporetto, hace un par de días, no he vuelto a saber de ella.

Acaba de empezar el oficio de las ocho de la mañana. Desde mi sitio observo, anonadada, los mosaicos de teselas doradas que cubren las bóvedas y las columnas. Bajo mis pies, un suelo de losas de mármol pulidas y brillantes, como una alfombra resplandeciente, me parece tan increíble que casi no me atrevo a pisarlo. Nunca había visto nada parecido, ni siquiera en Roma o Barcelona. De los ventanucos abiertos en las bases de las cinco cúpulas caen, como purpurina, fragmentos de luces y sombras.

El templo de los mercaderes es vanidoso y grandilocuente. Fasto diabólico, desde el suelo hasta las bóvedas, pienso con desesperación. Delante del sacerdote, ocultándolo hasta la mitad, se alza un altar de madera labrada. Lo acompañan dos acólitos. En torno a ellos, dieciocho lámparas cuelgan a diferentes alturas, como una escenografía de aire bizantino. A la izquierda, un púlpito de mármol rojo imita la madera barnizada. Ah, ese empeño humano por imitar la naturaleza a cualquier precio, me digo pensando en los objetos de cristal de Burano que atestan las vitrinas de la ciudad.

“Rivesti dell’armatura di Dio, per potere resistere alle insidie del diavolo… Perché la nostra battaglia infatti non é contro creature fatte di sangue e di carne, ma contro i Principati e le Potestà, contro i dominatori di questo mundo… ”

(Poneos las armas que Dios os da, para poder resistir a las estratagemas del diablo, porque nuestra lucha no es contra los hombres de carne y hueso, sino contra los principados, autoridades y poderes que dominan este mundo…)

Estas palabras, que parecen pronunciadas en un sótano por boca de anarquistas revolucionarios, son leídas en la basílica de San Marco. El evangelio de hoy corresponde a Lucas, 13, junto a la carta de San Pablo a los Efesios. Son unos textos revolucionarios, incitando a la rebelión contra las clases dominantes, aunque vueltos a lo divino. Para evitarse líos, la Iglesia se lava las manos antes que explicar y contextualizar quiénes serían esos príncipes y poderosos del Reino de las Sombras. El Maligno, un ente vago y anónimo, acapara toda la responsabilidad y es el chivo expiatorio de todos los males de este mundo. El cura nos ofrece su interpretación desecada: “Jesús dio la vida por nosotros y nosotros debemos darla por nuestros hermanos”, es su conclusión, que nos tragamos como una uva pasa.

En la pared lateral, forrada de mármoles, un coro de demonios presencia la misa y se carcajea en la cara de todos, especialmente cuando leen eso de “la puerta estrecha que conduce al Reino de Dios” y aquello de “hay últimos que serán los primeros”. Nadie se gira ni parece darse cuenta. Sin embargo, ahí están, a la derecha del altar, encapuchados, con sus ojos y caras siniestros. Yo los reconozco, a esos demonios alborotadores. Los descubrí de niña dibujados en las vetas del armario de mis padres. De repente, empiezo a distinguir sus voces y a dialogar con ellos, como cuando tenía cuatro o cinco años.

“Si piensas que ya has visto suficientes pecados piadosos, vete a San Martín Pescador”, me dicen, “y mira directamente al techo.”

“Esta misa”, continúan, “es un ejercicio de opulencia, con un mensaje inexistente, vaciado de contenido a propósito. El objetivo, adormilar conciencias. Este templo no es más que la constatación del statuo quo, un sepulcro blanqueado”.

Me pregunto de nuevo cómo los prelados pueden seguir la misa y por qué los fieles, gente respetable, no se espanta ante semejantes provocaciones.

“Porque saben que tenemos razón”, se burlan ellos.

Mucho debió pecarse en esta ciudad, les respondo, para que los más poderosos pusieran tanto empeño en comprar su salvación, llenando de riquezas este lugar.

“Pecados de pensamiento, palabra, obra y omisión. Mucha mala obra y demasiada omisión”, insisten ellos.

Y siguen despotricando contra los ricos mercaderes de ayer y de hoy.

Me he quedado sola en Venecia con mis fantasmas. Sola, enferma e incomunicada. ¿Qué voy a hacer? Este lugar, con sus retablos de la avaricia, la lujuria y la muerte, empieza a inspirarme verdadero espanto.

“Por eso no os dejan hacer fotos del interior -continúan ellos- para que no se entere el vulgo de lo que ocurre aquí dentro. Anda, levántate y comulga con los fariseos” -añade otro u otra.

“Fariseos y recaudadores de impuestos, ¡chusma!”

“¿Cómo es la gente que se cree irreprochable? ¡Repugnante! No hay nada peor que una buena conciencia. Piénsalo, boba. La religión, cualquier religión, es la imposición de una moral. El mandamiento, la coerción, como valor en sí, resulta nefasto. ¿Para qué? Si la bondad y la libertad son lo natural y lo más fácil.”

Así me hablaban los demonios.

Y vosotros, ¿quiénes sois?, pregunto.

“Somos niños no natos.”

Y se ríen, desatados.

“La moral religiosa es propia de una sociedad que quiere defender un sistema en el que unos viven por encima y a costa de otros. Y siempre, siempre, por encima y a costa de vosotras, mujeres.“

“Se trata de mantener a la gente sometida.”

“Todo el mundo tiene sus contradicciones, sus pecados, sus incoherencias, ¿no te parece?”

“Eh, ¡boba! ¡Te preguntamos a ti!”

Supongo, les respondo, nadie es de una pieza.

“¡Eso es! En cambio la religión os quiere rígidos, hieráticos. Y apocados. Es eso, el temor de Dios. ¿Se lo aplican al Dux, a los millonarios, a los banqueros?”

-Padre, hijo y espíritu santo -concluye el sacerdote, haciendo la señal de la cruz.

“Ahí está, ¡la fórmula del patriarcado!”, exclama una voz demoníaca, “¡Ahora os iréis tan tranquilos! ¡Y aquí no ha pasado nada!”

Antes de salir, me vuelvo hacia un cuadro. Un mosaico de teselas con una máscara veneciana en primer término atrae mi atención. La máscara, rodeada de una aureola, presenta una actitud burlona, casi desafiante. Cuando me fijo mejor, me doy cuenta de que es en realidad la paloma del Santo Espíritu. ¿Es otra broma de los demonios?, pienso enloquecida. Ante mi miedo, ellos estallan en carcajadas. En ese momento, empiezan a repicar las campanas y todo, las risas y los gong, gong, gong, me retumban a la vez en el cráneo y dentro del pecho. Abandono aquel lugar con el corazón agrietado.

Decido regresar en busca de Carlota a la casa de los gatos, en la corte de la Raffinaria. Pero, al pasar el puente de Rialto, entre los ríos de turistas, el corazón me da un salto. ¡La he visto en los soportales del Banco Giro! Cuando me acerco y la llamo, ella se vuelve desencajada y llorosa. Sus labios carnosos como gajos de mandarina están temblando. Las gafas de sol me ocultan sus ojos, escucho su respiración agitada. Cuando le pregunto qué le ocurre, ella me señala con la mano unas palabras garabateadas en el muro:

Siamo ricchi finché puoi chiamare tuo padre e dire passm’a mammá.” (Somos ricos mientras puedes llamar a tu padre y decirle: ponme con mamá.)

Carlota baja la cabeza. Le resbalan por las mejillas unas lágrimas que tienen el fuego y el brillo de los diamantes de talla perfecta. Con un nudo en la garganta, me calzo las gafas de sol sobre la máscara FPP2 y me echo a llorar también, para mayor desconcierto de los turistas que pasan y nos miran como si fuésemos un mimo callejero.