“Hay mujeres que me hacen sentir lesbiana absolutamente…”
Eva Baltasar, Permafrost.

-¿Por qué te querías quedar en Elsinor? -le pregunto al salir.
-Ha sido un día largo, ¿no? Me imagino que estarás cansada.

No me lo puedo creer, ¡Carlota preocupándose por mi!

-A mi me tentaba dormir en el colchón de la trastienda -añade-, rodeada de discos. ¡Pasar una noche más contigo!
-¡Ay, Charlotte, Charlotte!

Por suerte no tenemos que esperar mucho rato el transbordador. Un buque gigante llamado Tycho Brahe nos llevará hasta Suecia. A bordo de este dinosaurio eléctrico, que se desplaza con una lentitud paquidérmica, nos aguarda un ambiente mucho más comedido que en verano.

Instalada en cómodos sillones en torno a mesas redondas, la gente bebe cervezas y come salchichas. Hay sitio para todos y se ven muchas familias. Nosotras nos acomodamos en un rincón, Carlota, pendiente de que no me falte comida y bebida, y yo, recordando aquel crucero en Estocolmo, cuando desapareció por primera vez. Echo un vistazo entre los pasajeros, tratando de rastrear la presencia de Guido. ¡Sigo sin recordar su mensaje!

-¿Cuántas veces te has quedado colgada por alguien? -me pregunta Carlota.
-Mi amor, ¡estás en vena!

Normalmente soy yo la que formula las preguntas.

-¡Responde! -me dice echándose un trago de cerveza.

Mastico un pepinillo antes de responder.

-Muchas veces.
-¿Cuántas? -repite.

Yo levanto la mano libre y empiezo a mover los dedos.

-Se pueden contar con esta mano… Y parte de la otra. No sé si me harán faltan también los dedos de los pies.
-Pocas me parecen… Considerando tu edad.
-Cuando te cuelgas por alguien, siempre es la primera vez.

Carlota se ríe:

-¡Qué romántica, ella!
-¿Y tú?
-Yo no he tenido demasiado tiempo en vida y el que tuve, lo malgasté a saco… Si se pudiera volver atrás… No sé, me lo replantearía todo. Me parece que no podemos entendernos, más allá de la atracción física, que es temporal. ¿No te parece?

Asiento con la cabeza mientras le echo una nueva ojeada a los pasajeros. No sé por qué, intuyo que Guido está muy cerca y que hasta puede oírnos.

-Y desde luego -continúa Carlota-, tampoco servimos para vivir en pareja. Llegué a la conclusión con mis dos últimos ex.
-Hay tribus en las que las mujeres nunca abandonan el núcleo familiar, sino que son ellos quienes se integran al grupo.
-Mi núcleo familiar no era ningún núcleo… Se parecía más a una tela de araña. ¡Mis abuelos eran quienes me cuidaban! Cuando murieron me quedé muy descolocada. Tanto que me perdí… Hasta hoy. Antes de conocerte -añade, irradiándome con sus iris llenos de naufragios de hielo-, nunca había estado con una mujer. Tuve algún rollito de adolescente, en plan petting y morreo, ya sabes. Pero nunca pasamos de ahí.

Me dan ganas de echarme a reír y es lo que hago, hacía décadas que no escuchaba esas dos palabras: petting y morreo. Evidentemente, Carlota pereció atrapada en los noventa.

-Me reconocerás que, en general, nosotras somos las versiones más evolucionadas de “lo humano” -continúa ella.
-Nosotras ¿quiénes?
-Las mujeres. Para que me entiendas, creo que las tías seríamos como los smartphones de última generación mientras que ellos son los nokia de botones. O sea, versiones simples, sin actualizar.
-No sé… Me sorprende la comparación por parte de alguien que reniega de los móviles y los lanza por la borda -le digo antes de volver a atacar mi räkmacka.
-Sólo nos hieren las personas a las que nos vinculamos emocionalmente -sentencia ella acariciándome con su pierna por debajo de la mesa.

Percibo esa caricia como una treta.

Lleva toda la tarde en modo seductora, imagino que para hacerme olvidar la sustracción de la tarjeta. ¡Es que no puedo bajar la guardia con ella!

-¿Y a quién te has vinculado tú, emocionalmente? -pregunto.

Carlota detiene su asedio de caricias y reposa sus ojos sobre mi, como ante una presa. Me parece sentirla ronronear.

-¿Es cierto que te ahogaste?
-Así es.
-¿Cómo pudo ser? Eres buena nadadora.
-Te lo he dicho, fue un accidente -responde mientras continúa masajeándome la pierna con su rodilla, luego me agarra una mano y me besa la palma.

Sus dedos están gélidos como el aire de la cubierta, aunque sus labios me queman.

-De todas formas -continúo, cada vez más incómoda-, tener que justificar las relaciones lésbicas me parece un pésimo punto de partida. Si quieres probar con las de tu sexo, adelante, hazlo, pero no busques excusas ni argumentos baratos.

Carlota se echa hacia atrás.

-No lo hago -responde-. Por cierto, Else Lotte es súper guapa.
-¿Verdad?
-Ella y Mirra hacen una súper pareja -concluye, antes de volverse hacia la mujer subida a la tarima del karaoke, que empieza a cantar “Look what they’ve done to my song” de Jeanette.
-Touchée -murmuro, volviéndome también.

La cantante, una quincuagenaria vestida con mucho estilo y calzada con zapatillas deportivas, viene con un interesante grupo de mujeres con aire de bibliotecarias. La escuchamos en silencio, sin perder ni uno solo de sus gestos. Pienso en Nastacha, la rusa de Kaliningrado que sedujo a Lady Chorima, en este mismo trayecto que hicimos a bordo de su velero a principios de año; en el desengaño del pasado verano, cuando por un comentario de los pequeños, me enteré de que seguían viéndose. Y Chori, negándolo, mintiéndome. ¿Por qué? ¿Qué me espera en Suecia? ¿Cómo vamos a retomar la relación después de dos meses? Sus hijos, ¿se habrán olvidado de mi? No, al menos ellos no, pienso con el corazón palpitante.

Cuando empieza la segunda parte de la canción, la que dice:

“Look what they’ve done to my brain, Ma Well they picked it like a chicken bone And I think I’m half insane, Ma…”

Carlota y yo dejamos nuestros asientos y nos ponemos a bailar. Al instante se nos junta toda la chiquillada más las bibliotecarias. A continuación, con “Don’t Say Goodnight to a Lady of Spain”, pone en pie al resto del pasaje.

-A veces, me pregunto si existe la vida antes de la muerte -suspira Carlota, al bajarnos en el muelle de Landskrona.

Al este, una constelación de luces en silos, grúas y eólicos brillan como pilotos de la noche, delimitando la zona industrial.

Propongo ir a saludar a Selma Lagerlöf.

-Le agradará saber que nos conocimos gracias a ella.

Carlota acepta de buena gana.

-Allí nos separamos -dice-, tú te vas con Chorima y yo me retiro, por ahora.
-¿Dónde vas a ir?
-Tengo una casita en Fortuna Beach.
-¡Fortuna Beach! -exclamo con asombro-. ¿Y no quieres que vaya contigo?
-No.
-¿Segura? ¿Vas a estar bien?
-Todas las casas se quedan vacías en esta época. ¡Es un paraíso okupa! -asegura, aunque poco convencida.

Conozco el lugar porque he pasado por allí en más de una ocasión, andando o en bici. La ruta discurre junto a la costa, hay que atravesar un bosque y una zona de acantilado. Con su pequeño embarcadero, Fortuna Beach es un rejunte de casas de madera muy coquetas y pegadas al mar, cerca de Rydebäck.

-Pero, ¿cómo te vas a ir hasta allá? Hay por lo menos seis kilómetros.
-No te preocupes por mi, tórtola.

Hemos tomado el camino de la alameda, en penumbra y solitario, haciendo rechinar la grava y cascando las hojas secas. El aire no es aire sino un destilado de la noche. Bordeamos el foso de la Citadel y, pasadas la torre del agua y la clínica, entre los cañones y los dientes de dinosaurio del paseo (unos bastiones defensivos), distinguimos la silueta de la escritora. Está de espaldas, frente al Sund, oteando el horizonte, una mano apoyada en la cabeza haciendo visera, en la otra sujeta un libro abierto. Selma es menuda como Carlota y tan joven como ella. Verlas juntas me resulta tan perturbador que desvío la mirada hacia los zapatones que asoman por debajo de su falda de pliegues. Apoyada en su hombro, Carlota le pasa los dedos por la cabeza y el pecho para sacarle las telarañas.

Nos despedimos poco después, junto a un búnker de la Segunda Guerra Mundial.

-Cuando quieras verme, usa la telepatía -me dice-. A lo mejor fue eso lo que te dijo Guido… Que la uses también con él.