En todas partes se percibe el olor del mar: de electricidad, de ozono, de pescado.
Olga Tokarczuk, Los Errantes.

Sentados sobre sus toallas, un par de jóvenes desayunan en el muelle, frente al Inderhavnsbroen. No tendrán más de veinticinco años y rebosan salud. Nosotras los observamos con envidia, mientras tratamos de reconstruir la noche anterior. No sé si tenemos una resaca risueña o continuamos pasadísimas.

-Por cierto, Guido se presentó anoche por la cervecería, ¿lo viste? -pregunto.
-Estaba yo como para ver algo…
-No estoy segura, de todas formas.
-Nada más que fumamos maría, ¡tampoco exageres!
-Es que tengo muchas lagunas.
-Anoche -se ríe ella- estabas en tu máximo apogeo. Bailaste encima y debajo de las mesas… ¿Te acuerdas? ¡Menudas coreografías! ¡Y la gente te seguía! Más de una se levantará hoy descoyuntada…

Para sacarnos el dolor de cabeza, me propone bajar al muelle y darnos un baño. No pensaba que fuera en serio hasta la que la veo sacarse la ropa y quedarse en cueros, esperándome. No me queda más remedio que imitarla.

-No hace precisamente calor… -le digo.

Carlota me agarra de la mano y con un grito, nos lanzamos juntas al Gran Canal.

Ocurren una explosión y una implosión simultáneas.

Es como despertarse de nuevo con el contador a 0. ¡Mejor que cualquier aspirina! ¡Es tremendo! El choque térmico, aunque mejor de lo esperado, me deja aturdida. Me lleno de aire los pulmones y lo suelto lentamente, dando brazadas y sumergiéndome como quien se mete bajo un edredón. Una vez acostumbradas a la temperatura del agua, aguantamos unos minutos, no sé si por gusto o por miedo a lo que nos espera al salir. Fuera, siento una malla gelatinosa que se me pega a la piel, tensándome al máximo los músculos. Como no tenemos toalla, usamos mi foulard y nos sentamos en el borde el muelle.

-El sol de noviembre es embustero.
-¡Oh! -exclama Carlota sacudiéndose el pelo-. He conocido otoños mucho peores que éste…

Al poco, empezamos a temblar. Los dientes nos castañeaban. Con el cuerpo atravesado de escalofríos, trato de apretar las carnes y de frotarme los muslos.

-No, no, relájate -me dice Carlota con los labios amoratados-, eso es justo lo contrario de lo que hay que hacer.

Los bañistas, en calzoncillo azul y bikini rosa, nos regalan fruta. Son muy simpáticos, me cuentan que trabajan. Ella nos cuenta que trabajan como diseñadores gráficos en la sede de Flying Tiger, a nuestra espalda. Mientras empiezo a vestirme, miro por encima de mi hombro y descubro un edificio de ladrillo imponente, con un par de banderolas donde dice “Nordatlantes Brygge”. ¡Estábamos justo al lado de la Casa Nordatlántica! ¡El centro cultural donde trabaja Else Lotte! Carlota me anima a pasar a saludarla.

-Pero tenemos que ir desnudas – me dice, desvistiéndome otra vez.
-Pues venga, ¿qué te piensas, que me voy a echar atrás?

Desnudas y descalzas, con la ropa al hombro, yo con mis nalgas caídas, Carlota con su delicioso cuerpo esmirriado, como un oso polar y un pingüino, nos acercamos a la entrada. Un par de seguratas me detienen en la puerta, pero Else, que me había visto desde la recepción, sale a saludar.

-A Jessie Kleemann le encantaría esta performance -comenta con humor-. Esto por desgracia no es Alemania… Aquí ponen multas.

Mientras nos vestimos sin prisa, conversamos sobre Islandia, el bacalao y sus recetas. A continuación, me hace una visita guiada de las salas y al despedirnos me regala varios folletos sobre las islas Feroe. Las fotografías y video-instalaciones de Jessie Kleemann, Jeannette Ehlers, Pia Arke y Harpa Árnadóttir son curiosas. La obra de esta última, Surface Memory, consiste en unos cuadros blancos resquebrajados, como paisajes de hielo, hechos con pegamento.

-Así es como imagino yo el futuro -le comento a Carlota-: un blanco roto y lleno de grietas.
-Hum… Eso es lo que veo yo cada vez que miro al pasado -responde Carlota con desgana.

En la estación de trenes, cuando quiero comprar algo para comer, me doy cuenta de que había desaparecido de mi cartera la tarjeta de crédito.

-Anoche dejé desatendido el bolso y alguien se la llevó.
-¡No te pongas nerviosa! ¿No tienes otra?

Mi memoria funciona como una manguera incontrolada, girando en todos los sentidos. En el vórtice de la tormenta mental, recuerdo nuestra bronca a bordo del vaporetto, cuando lanzó el móvil por la borda, entonces me la quedo mirando, ya que Carlota es, por supuesto, mi principal sospechosa.

-No, no tengo otra -respondo con nerviosismo-. ¿No me la habrás sacado tú?
-No. Puedes creerme -dice, sosteniéndome la mirada-. Yo pagaré los sandwiches, no te preocupes.
-¡Que no me preocupe! -repito levantando la voz.

La duda me perfora el estómago, sin embargo, intento controlarme, pensando en Lady Chorima como en una tabla de salvación. Pronto llegaremos a Suecia y desde su casa puedo arreglarlo todo.

-Si tuviera el móvil, al menos podría desactivarla -comento-, para quedarme tranquila.

Para apaciguarme, vuelvo a buscar. Carlota parece sincera y es ridículo pensar que quiera robarme. Por otro lado, no habría actuado a escondidas. No, definitivamente, no es su estilo. Durante el trayecto a Elsinor vaciamos mi bolso al completo. Nuestra mesita parece un mini loppis, uno de esos mercadillos típicos, con mis libros, postales y cachivaches traídos de Italia.

-Ha desaparecido -le digo, volviendo a guardar todo-. Me quedan dos euros y unas pocas coronas para cruzar a Suecia.

Suspiro y trato de fluir con el viaje. Con todo, un resquemor que viene y va, me agita la sangre. Esa misma tarde, desde la casa de Chori, me pondré en contacto con mi banco. No es tan grave, me repito a mi misma. Al menos, no estoy indocumentada. Poco a poco, la inquietud va dejando paso a una especie de sopor y antes de llegar a destino me quedo dormida, apoyada en el hombro de Carlota. De vez en cuando, ella se vuelve a mirarme y me agarra de la mano o me da un beso.

-¡Ay, qué pereza! -exclama al llegar a Elsinor-. ¡Qué inhóspito y aburrido es el otoño!
-Así habla una fenicia.
-En la escuela todo el mundo me llamaba Charlotte. Y yo, venga a insistir: Car-lo-ta, Car-lo-ta. ¡No había manera! En fin, es la proximidad de Suecia, que me pone de los nervios.
-¿Qué dices? Entonces, ¿no querías venir?
-Estábamos muy bien en Italia, tú en cama y yo contándote cuentos y cuidando de ti… Aunque ya no te acuerdas de la mitad. Pero tengo que seguirte allá donde vayas -dice bajando la cabeza con dramatismo-. No me hagas caso. ¡No tengo remedio!

Yo la sigo pensando que nadie se suicida dos veces. Aunque sea por accidente.

Después de dar una vuelta por el centro, convertido en un mercado de alcohol, antigüedades y ropa, Carlota alquila un par de bicis en el castillo y nos vamos siguiendo las vías del tren y los jardines, hasta Højstrup.

-Me pasan unas cosas muy raras cuando estoy contigo.

Carlota se gira y se pone a mi altura para responder.

-¿Tanto te excita mi presencia?
-¡Oh, no te puedes imaginar!
-A mi me encanta estar contigo.
-Y tanto, ¡haces conmigo lo que se te antoja!
-Yo te llevaría todas las noches de juerga. ¡Y estaríamos siempre de viaje!
-Es tentador.
-¿Verdad? A lo mejor fue Guido quien te sacó la tarjeta…
-¿Guido? ¿Por qué él?
-¡Ah, ni idea! Como dices que apareció anoche… ¡Mira! Mira qué bonito jardín, ese banco es ideal para darse el lote, ¿paramos?

Me tengo que aguantar la risa con Carlota: hacía años que no escuchaba lo de “darse el lote”.

-Dos minutos -respondo.

Al caer la noche regresamos a la ciudad y nos metemos en un sótano de la Stendgade, una tienda de discos de segunda mano. Entre los restos arqueológicos que campan por allí, apilados en cajas de plástico, Carlota escoge un disco de Siouxie and the Banshees y yo uno de Anne Ternheim. En total, hacen 85 coronas danesas. Juntamos la calderilla que llevamos encima y como no tenemos suficiente, le propongo al dueño invitarlo a merendar.

El dueño, un tipo grande, barbudo, vestido con un chaleco vaquero, el pelo largo y canoso, se deja convencer. En parte, porque tiene ganas de cerrar ya. Nosotras nos vamos y regresamos con un café y un cruasán. El otro, que seguramente no esperaba volvernos a ver, nos agradece las provisiones. Entonces Carlota me sugiere que aproveche para pedirle trabajo ordenando discos y mástiles de guitarras, a cambio de alojamiento por una noche. Intuyo que lo hace por mi, puesto que ella puede okupar cualquier lugar. Pero el propietario nos echa de allí sin más contemplaciones.