Brujería

TRES VOCES:

«Esperando a que me cuelguen las carnes. Esperando a que mi marido muera. Esperando la liberación. Esperando a que mis pechos se caigan deformes. Esperando a que me case. Esperando a tener un orgasmo de una hora. Esperando a echar un buen polvo que me deje las piernas temblando. Esperando a que me achuchen, ¡cojones!»

Y YO VOY AHORA:

«Esperando a que algo cambie, esperando tu llamada, esperando mi valor, esperando a dejar de esperarte, esperando no volver a barrer desiertos. Desesperándome por ti otra vez…»

«Esperando…” Lo decían todo como un mantra. Parecían realizar un conjuro, un ritual. Tres mujeres vestidas con ropa normal pero negra. Y yo espiándolas como un ratoncito desde un mullido sofá. Hablaban con voz firme y serena ante unas velitas del Ikea blancas en una sala bohemia a rabiar. A veces hablaban por turnos, a veces las tres a la vez. Me dieron ganas de sumarme a ellas diciendo “se me ha metido una mujer en los ojos, ¿puedo invocarla con vosotras?”. Yo, apartada en un rincón por el miedo de la nueva situación, me repetía a mí misma mis propios “esperando”.

Temía interrumpirlas por si las sacaba del trance. En cambio, mientras las escuchaba, miraba un cartel de “abraza a un árbol” que no sé muy bien qué sentimientos me inspiraba, e iba desarrollando mis “esperando”. Saqué mi cuaderno y el boli con la tinta anémica, apuntando en él tan peculiar y maravillosa escena. Decirlo en voz alta parecía liberador, pacífico, una buena forma de cerrar cualquier capítulo.

Lo practicaré en casa para ver si puedo dejar de esperarte de una puta vez.

SU NOMBRE, EL DE TODAS LAS MUJERES

Gema, Diana, Carmen, Aurora, Silvia, Rosa, Beatriz, Patricia, Fátima, Helen, Alicia, Susana, Sara, Inés, Rocío, Fabiola, Azucena, Sonia, Eva, Paz, Mónica, Cristina, Nuria… Se llamen como se llamen todas las mujeres que pasan por mi vida, las que se quedan un ratito y las que están unos añitos, las de hola y adiós y las de compartir una clase de oposición, las de unas cervezas de más y las de echar de menos, las de “me enredaría contigo pero será mejor que no”, las de “aquí te pillo y casi te mato”, las que duran un parpadeo, las que viven como un recuerdo, las que son inocentes y las que son más que crueles, las que son amigas y las que son algo más que eso…

Se llamen como se llamen todas las mujeres del mundo, la única a la que le vi amanecer el sol en sus ojos fue a ti, Mimi.

SUSPIROS

Me acerqué a la ventana, aprovechando que Mimi se daba una ducha. El aire hurgaba a mi alrededor. Sentirlo era agradable. Abrazada a mí misma, me dejé llevar por el recuerdo del reciente frenesí erótico. Miré al horizonte, hablando con su infinitud, y rompí a llorar en secreto. No pude evitarlo. Las lágrimas se me derrumbaban, pesadas, desde los ojos al corazón. Ella me hacía muy feliz, pero… sabía que no duraría. Y eso dolía tanto como el silencio. O como no saber qué camino era el correcto.

Oí cómo el agua dejaba de correr y sustituía su sonido por un canturreo. Me sequé a toda prisa con las mangas de la camisa, en un absurdo intento de borrar el recuerdo de mi desesperación.

–Qué buen día se ha quedado –dijo, apreciando el paisaje parisino. Yo le daba la espalda.

–Sí… –contesté, tratando de sonar convincente–. Creo que ahora me ducharé yo.

El pelo mojado le abrazaba el cuello. Llevaba el cuerpo envuelto en una toalla muy estrecha, lo cual era estupendo. Se acercó hasta mí.

–Podíamos habernos duchado juntas –ronroneó melosa, moviéndome a un lado y a otro con suavidad, enlazada a mi cintura.

Un escalofrío de placer hizo que, por un instante, olvidase las delirantes punzadas de dolor. Me recitó un pequeño poema a besos por el cuello. Acarició despacio los lóbulos de mis orejas. En un acto reflejo, aparté la cara para que no viera la huella de las lágrimas.

–¿Estás bien? –preguntó, al notar que yo no respondía a sus arrumacos. No pude contestar. Al sentir sus mimos, que anhelaba y sabía que pronto acabarían, rompí en sollozos, evitando mirarla.

–Eh, pequeña, ¿qué te pasa? –preguntó, obligándome a girar la cabeza–. ¿Estás llorando? No me llores, por favor.

No pude seguir huyendo de aquel tormento y enfrenté nuestras miradas, cobijándome en seguida en el protector abrazo que me ofrecía. La deseaba. La necesitaba. La amaba. Perderla supondría perder también toda esperanza de volver a sonreír.

Lloré sin censurar mis espasmos, y ella me acompañó en cada lamento con sus propias lágrimas. Permanecimos abrazadas, dolidas, ante el horizonte, confesándole nuestros pecados, sin saber qué paso dar ni cómo hacerlo sin herirnos demasiado. Sabiendo que la distancia sí era un problema porque era enorme; la distancia y su problema. Un océano de dilemas nos separaba. Un océano, literalmente. Sabiendo y aceptando, por fin, tras rehuirlo tanto, que nos queríamos. Que, a pesar de su ignorancia, en el fondo me seguía guardando, igual que yo a ella. Que su constante indiferencia hacia mí no había servido de nada porque, al final, se rindió ante mi cabezonería. Me hubiera gustado que me dijera “ya estoy aquí, pesada, y no tienes nada más que temer. No volveré a olvidarte”. Solo me importaba que estuviéramos allí, juntas, y nada más. Las cicatrices de los “por qué”, “es que” y demás dudas ya nos las curaríamos.

Nuestro abrazo era espigado, lleno de espinas. Nos dábamos más frío que calor. Más odio que amor; para las dos, llenas de dolor. En un momento dado, nuestros labios se encontraron. Saboreamos nuestras respectivas lágrimas. Envueltas en una súbita y furiosa danza, olvidamos que la ventana estaba abierta y llegamos a ciegas, por intuición, a la cama. Aquella vez, nos amamos de manera más salvaje, más feroz, impregnadas por la dura decisión que tendríamos que tomar en pocos días.