Ferme tes yeux à demi,
Croise tes bras sur ton sein,
Et de ton cœur endormi
Chasse à jamais tout dessein.
Paul Verlaine

A veces, Venecia tiene luz atlántica.

A primera hora de la mañana, bajo el cielo gris, entre barcas de pesca amarradas frente a las viviendas, me siento como de regreso en la costa da Morte: en cualquier instante va a aparecer una mariscadora, una redera o una palilleira con su encaje de bolillos.

Son días de convalecencia y múltiples navegaciones. En Burano se escuchan demasiadas lenguas y bromas de los insulares a costa de los turistas. Exactamente como en Galicia, en temporada alta. En mitad de un café empieza a sonar un tango que me traslada a Buenos Aires. Por el ventanal asoman las casas coloridas del barrio de La Bocca, en las calles observas el mismo ambiente enrarecido por el turismo de masas y un acento semejante en la inflexión de las voces de los lugareños. Ese canal verde oscuro, ¿desembocará en el negro Riachuelo?

Un puente une, como un esófago, Burano con la discreta Mazzorbo.

Aquí, hemos recalado en la iglesia de Santa Caterina, sede de un convento benedictino en el siglo XIII. La torre conserva la campana más antigua de la laguna, que data de 1318. Es la típica iglesia veneciana, oscura y con el suelo ajedrezado. El techo, un sencillo artesonado sostenido por vigas de madera, recuerda el interior de una embarcación. Una amplia calle central donde están enterrados un tal Petri Michaelis y otros que oficiaron aquí, separa dos filas de bancos.

Estamos completamente solas, Carlota y yo. Esta intimidad es como la de mi habitación en el hotel de Cannaregio. Durante cinco días y sin temor a contagiarse, Carlota se ha ocupado de mi, trayéndome hasta la cabecera de la cama, bebida y comida, y entreteniéndome en las horas muertas.

-No hace falta que te hagas un test -me dijo, cuando le pedí que fuese a la farmacia-. Está bastante claro lo que tienes, mi amor. Enfermar de coronavirus en Venecia es de privilegiadas -comenta con sarcasmo-. Y pasar la convalecencia en un hotel, súper fashion. Deberías publicarlo en las redes, seguro que marcabas tendencia…

Le recuerdo que, gracias a ella, estoy aislada y sin móvil.

-Imagina si te murieras aquí -continúa Carlota-, ¡qué glamour! Thomas Mann se moriría de envidia.

A continuación empezamos a enumerar distintas maneras de morir con clase:

-Muerte por chocolate de Venchi. ¡El top!

-Atragantamiento y asfixia con Chocoviar.

-Atropellada frente a una boutique de Prada… Pero tiene que ser un Ferrari o un Porsche, ¿eh?… Mientras sales cargada de bolsas de compra.

-Y calzada con unas zapatillas descomunales. Que además, parecen sucias.

-Sí, una muerte digna en pleno centro de Milán -concluye Carlota-. “Arriverderci, mondo!”: el hashtag para tu último post en redes. Me encargaría yo, gratis. Podría ser tu comunity-manager. Y así te harías famosa, ¿crees que no? ¡Sólo hablan de nosotras cuando estamos muertas!

Por las noches, cuando me volvía la fiebre, mi médica de la peste me leía algunas páginas horripilantes de Leonora Carrington o me contaba cuentos y anécdotas de su familia que yo escuchaba medio dormida y que enseguida olvidaba. No tengo más que recuerdos borrosos: una tía llamada Silvia, líder sindical; una casa de campo en Villena, rodeada de naranjas y limoneros, donde vivían sus abuelos; un primo violinista y ludópata… Ahora, cuando le pido que me las repita, ella cambia de tema.

Una tarde me desperté sola y la llamé, entonces sonó un gorjeo, al incorporarme descubrí, agazapada a los pies de la cama, en el cuadrado de sol que entraba por la ventana, una gatita gris oscuro que se acercó a interrogarme. Tenía los ojos azules, grandes y brillantes como canicas.

-¿Eres tú, Carlota?

Ella se limitó a ronronear y restregarse contra mi mano.

-Qué bonita eres -le dije, recostándome.

Ella volvió a los pies de la cama y yo me dormí de nuevo, como si nada.

A pesar de la voz descacharrada, no he perdido el sentido del gusto ni el olfato. Lo que peor llevo son los ataques de tos, que me dejan agotada. A mediodía solemos salir a pasear en vaporetto. Sentadas en cubierta, normalmente en la proa, nos pasamos horas navegando. Las ciudades son libros que se leen con los pies, dice una canción, pero Venecia tiene demasiadas páginas de agua, capítulos enteros: ¡navegar es preciso!

De repente resuena, en mitad de la iglesia, el chapoteo del agua alta en el canal. Un sonido que entra por el portón abierto y que me llena de inquietud, porque me recuerda la visión de Carlota ahogada en mi sueño.

-Esos chicos a los que humillaste en Estocolmo -le digo mientras ella curiosea por el altar-, en realidad, no son quiénes decías que son.

Carlota se vuelve y me mira con sorpresa.

-Lo situaste en Suecia, pero ese episodio es de mi infancia. Lo he vivido yo.

Ella asiente con la cabeza.

-Estos días sin móvil -continuo yo- me han dado para pensar y recordar mucho. Me ha visitado, como una reminiscencia, una adolescente que vino una vez por mi antiguo barrio. Parece que no tenía nada mejor que hacer aquella tarde que reírse de la gente. Te hablo del siglo pasado. Nosotros tendríamos nueve años. Ella era guapa y malvada… En eso no ha cambiado mucho.

-No, te equivocas -responde-. Ahora soy peor.

-Con todo, yo ya te había perdonado.

-Gracias. Yo estaba de paso, impaciente y de mal humor. Lo pagué con vosotros.

-Me había olvidado por completo del asunto… No soy rencorosa.

-No sabes cuánto me alegro.

¿Carlota me está tomando el pelo? ¿Por qué usa ese tono sarcástico?

-Nadie es de una sola pieza -le digo recordando mi conversación con los demonios en la basílica de San Marcos-. Todos tenemos nuestras culpas.

-Yo tengo muchas -declara con orgullo.

-Pero ¿por qué me cuentas las cosas con tanto rodeo? ¿Quién eres tú? Y ¿quién es Guido? ¿Algún día os veré juntos?

Carlota se queda inmóvil, como una estatua, bajo un arco ojival.

-Hay cosas que requieren su tiempo, no se pueden desvelar a la primera -responde, a la defensiva.

Carlota y sus verdades progresivas.

-¿Me puedes decir al menos quién eres? ¿Es cierto eso de que eres hija de comerciantes valencianos?

-Sí.

-¿Qué tienes con Guido?

-Me lo manda la Comegente. Él anda como yo, entre dos mundos.

-¿Es tu escolta?

-Sí.

-¿Y qué hacéis entre los dos mundos?

-Ya te lo he dicho.

-No, ¡qué me vas a decir!

-Es como un camino que tengo que recorrer.

-¿Por qué?

-A ver, boba…

-¡¡No me llames boba!!

-Perdón… Esposa mía… ¿Por qué hace penitencia la gente?

-¿Qué has hecho tan mal?

-Le he hecho daño a toda la gente que me ha querido. Incluso a desconocidas, como tú.

-¿Por qué? ¿Porque te suicidaste? ¡Usaste tu libre arbitrio! -la lengua se me traba al pronunciarlo, sueno como un libro escolástico.

Carlota suelta un bufido, enojada, así que decido callarme la boca y seguir con la visita.

La luz que entra por las tres ventanas altas en forma de arco tiene una tonalidad de pergamino. Tres cuadros, en formato mediano, decoran esta sencilla iglesia sin escenografía barroca ni ínfulas de pinacoteca. Un placa en la pared recuerda a Angelina Regazzo, custodia de la iglesia, que vivió entre 1905-1987.

-Angelina Regazzo, qué nombre entrañable -comenta Carlota con voz de pájaro-. Me parece conmovedor que, aparte de la curia enterrada, se tenga en cuenta a la mujer que cuidó y limpió este lugar durante buena parte del siglo XX.

-Tengo hambre -le contesto-. ¿Tú no?

-Vamos a tomar el vaporetto hasta Torcello, a ver si allí nos dan de comer.

Es un día delicioso de finales de octubre: incluso hace bastante calor.

Como yo, Carlota pasea lánguida pero tranquila. Se esconde, como siempre, detrás de sus gafas de sol. Al menos, ella ha dejado de fumar y yo toso menos.

Al atracar en Torcello nos reciben unas adelfas de flores fucsias y amarillas. Recorremos el muelle y nos sentamos a comer en una de las tres terrazas de la isla. Pedimos un par de cervezas bien frías, ensalada y unos ñoquis aderezados con albahaca y tomates secos.

-Entonces, ¿cuáles son tu planes de redención? -le pregunto.

Carlota me mira con cara de no entender.

-¿Cuál es tu siguiente destino?

-¿Por qué me lo preguntas?

-¿Te vas a reencarnar? ¿Cómo es el Más Allá?

Carlota se mueve en la silla y se pone rígida.

-Ya te he dicho que iré donde tú vayas -responde ella-, habíamos quedado en eso.

-Pero, ¿cómo puedo ayudarte?

-Oh, ya me ayudas bastante -responde con una sonrisa enigmática.

-¿Qué estás buscando?

-Estoy buscando el camino de regreso a la casa de los muertos.

-¿Y tú quieres volver?

-Pues tengo mis días… Torcello -dice, después de un trago- es como la Suecia de Venecia, ¿no te parece? Aquí no se ven casas viejas ni fachadas carcomidas por el salitre.

-Sí, todo está muy cuidado -le respondo, dándome por vencida-. A propósito de Guido, ¡vaya cuerpazo! ¡Quién tuviera su higiene postural!

-Su situación no es nada envidiable, créeme.

-¿Por qué?

-Porque siempre está de un lado para otro, cuando a él no le gusta viajar.

-No como a ti, ¿cierto?

-Así es.

-¿Hace mucho que lo conoces?

-No, pero me parece una eternidad.

Caminando de la mano, nos vamos a ver la iglesia de Santa Fosca y el trono de Atila. En un puesto de artesanos, Carlota me compra dos miniaturas en cristal de Murano: un babuino y una cerceta pardilla, que según me explica simbolizan la sabiduría y la constancia… Que tanto me hacen falta. Supongo que ésa es su manera de enterrar definitivamente el hacha de guerra entre nosotras. Junto con el escarabajo pelotero que llevo al cuello por cortesía de Guido, creo que voy suficientemente protegida.

-Muchas gracias por cuidarme estos días -le digo-. No olvidaré lo que has hecho por mi.

Ella sonríe frunciendo sus labios de mandarina. Me aguanto las ganas de morderlos con un beso y de sacarle las gafas de sol. En lugar de eso, me limito a darle un abrazo, calibrando bien la presión, porque rodearla con los brazos es como tener entre las manos un pájaro: sientes su estructura ósea, menuda y delicada, aunque poderosa. Ella me devuelve un abrazo tímido, conmovedor.

De vuelta, cruzando por el ponte del diavolo, llegamos a un terreno solitario y baldío con vistas al campanile y a la cúpula de Santa Fosca. Un lugar ideal para echar una siesta. Me saco los zapatos y me recuesto. A mi lado, Carlota, tendida en el pasto, contempla con los ojos entornados los aviones que llegan y despegan en torno a Treviso, trazando en el cielo arcos catenarios. El sonido de sus reactores envuelve la tarde.

Mi esposa, la esfinge Carlota… Sus iris son como rodajas de cielo. Me quedo colgada mirándolos. Ella lo sabe y se vuelve hacia mí. ¿Para qué necesito tantos amuletos?, pienso agarrando un ramita de taray y acariciándole las manos y las muñecas. Empiezo a canturrear linger on, your pale blue eyes de la Velvet Underground.

Agarrándome de la cintura y atrayéndome hacia ella, me responde: Sometimes I feel so happy, sometimes I feel so sad…

Y yo continuo: But mostly you just make me mad…

De repente se sienten unos graznidos, aunque por más que miramos a nuestro alrededor no logramos ver a los autores. Deben andar escondidos entre los matorrales al borde de la laguna. A nuestra espalda, en los jardines de un palacio privado, suenan unos aplausos.

-He pensado que no voy a volver a Galicia por ahora -le digo.

-Entonces, ¿qué vas a hacer?

-Seguir viajando contigo.

Carlota me acaricia la nuca con sus dedos fríos.

-¿Adónde vamos a ir?

-He quedado con Mirra en Copenhague. Y tengo pendiente una visita a Lady Chor en Suecia. ¿Y tú? ¿Qué quieres hacer?

-Pues, mi bien, acompañarte allá donde tú vayas -me dice, radiante-. Podemos regresar a Copenhague, buscar a Mirra y tratar de arreglar el resto de asuntos en Suecia.

Ja, con “arreglar el resto de asuntos”, ¿a qué se refiere? ¿A sus papeles de muerta retornada? ¿A Lady Chorima y a Nastacha?

-De todas formas, hay un problema -le respondo-. ¿Cómo volvemos a Escandinavia? Sin móvil y sin pasaporte Covid, ya no puedo reservar vuelos.

-Eso no es ningún problema.

-Ah, bueno -bromeo, ante su resolución.

-¿Ves aquel puente?

Me señala el Puente del Diablo, por donde hemos venido.

-Cuando estés por cruzar, cámbiate el anillo de dedo. Y, si es lo que quieres, estarás en Escandinavia.

-Si lo cruzo estaré del otro lado del canal, cielo.

-¿Hacemos la prueba?

-Entonces el anillo de compromiso ¿sirve para teletransportarse?

-Entre otras cosas. Cruza detrás de mi. ¿Te atreverás? -pregunta con aire desafiante.

-Claro.

Me encanta la facilidad con que Carlota se pasea por los dos mundos; la indiferencia y la chulería con que lo hace casi todo. Mientras la sigo a distancia pienso que voy a echar de menos estos paseos, los vaporettos, los capuccinos, los amaneceres en San Marcos, el frescor y el silencio de los cortili y giardini… Esta transparencia y facilidad de la lengua italiana. Al sacarme el anillo, me entran ganas de mirar atrás, aunque no me atrevo: no sé si me da más miedo convertirme en una estatua de sal o que todo esto se interrumpa.