¡Hola! No puedo recordar hace cuanto no escribo. Parece mucho.

Anochece. Recuerdo que mañana debo levantarme temprano para una reunión importante de trabajo, pero cabalgo en la idea de reunirme de madrugada y a escondidas con mi amante el té mientras Ana duerme en nuestra cama.

Mi vida ha cambiado bastante y me gusta, pero esta oscuridad en mi ventana de siempre me jala a las letras y a mis tórridas historias, que aunque falten ya pocas por contar, son más mías que nunca por haber sido leídas con tanto entusiasmo por mujeres que sienten como yo.

Mi té de jengibre me apacigua, me acojuda, me atonta tanto como un par de pechos saltando en una competencia de televisión sin sentido en horario estelar. Me ha jodido. Me he dormido estando despierta y de pronto se me viene un nombre a la mente. Esta mujer tenía que estar entre mis anécdotas de soltera sin suerte o con demasiada suerte tal vez.


Lo que hoy siente tu corazón, mañana lo entenderá tu cabeza. Anónimo.


Entre todas las cosas que suelo hacer con sentido apego, hay una que no evito jamás. El campo.

Amo pasar largas temporadas lejos del ruido y la ciudad, comiéndome los ojos de verde silencio. Lejos del claxon de los carros adheridos al pellejo del tiempo. Lejos de la gente caminando sin cabeza por las calles. Lejos de los que quieren cobrarte por estacionarte frente a tu casa o respirar. Lejos de las tiendas y su cúmulo de cosas que no se necesitan. Lejos de los guachimanes que nos miran a mí y a mi novia. Lejos del olor del vecino viejito que fuma a escondidas de su esposa justo en mi puerta. Lejos de las noticias de delincuencia y muerte que ocurren en un mundo paralelo, a media hora de donde vivo. Lejos, bien lejos del adorado tormento que es vivir en Lima.


Hace algunos pocos años, desarrollé un tic en el ojo izquierdo debido a un cuadro de stress imaginario, que me dio la excusa perfecta para desaparecer de inmediato y transportarme al maravilloso valle de Pachacamac.

Me instalé en un hotelito donde ya me conocían.

Juan, el modesto dueño de aquel palacio pequeño, me dijo que la temporada estaba hasta las patas, que la clientela ya no era como la de antes por el temor a la corriente del niño y que podía darme un cuarto especial por el mismo precio de siempre. Acepté de inmediato.

Pasaron los días. Iba leyéndome tres libros y engordando a punta de choclo con queso, cuando en la piscina vi la silueta de una chica nadando tan rápido como un pez chico que se sabe carnada.

Al salir del agua, pude percibir su impactante figura. Sus brazos largos. Sus piernas interminables. Su pelo derramando negrura.

Miré a otro lado, anonadada con el acontecimiento de mujer que estaba al extremo del espacio dividido por el agua que de repente me pareció ser un océano cuando me dije a mi misma: ¡Qué chucha me va a hacer caso esa flaca pues!

La miré una vez más con resignación y me sumergí otra vez en mi lectura ya sin concentrarme. Parpadee un instante. Para mi pasaron horas de sueño, para el mundo unos segundos. Al abrir los ojos, la chica a la que ya pude apreciar de cerca me miraba con curiosidad. Unos instantes después de sentirme un mono de feria pregunté: ¿Qué pasa? Ella respondió: Hacías un sonido raro.

Me reí.

Conversamos dos horas sin parar. Bueno, ella me hablaba, contándome de todo y yo hacía más preguntas para que no se vaya. Me habló de su familia, de la adopción de su perrito, de un resfriado con fiebre que le dio el verano pasado, de la temporada de circo que estaba deseosa de ver.

Cada palabra que ella decía iba acomodándose en mi pecho. Su voz era tan suave, tan melodiosa y tan tierna que podrían haber pasado días sin moverme de aquel asiento. Ella era feliz. Nunca conocí a alguien feliz de verdad.

Su nombre reservó un pedacito del cielo, si es que existe. Ella se llamaba Romina. Romina Aréstegui.

Alargué mis días de estadía en el lugarcillo por ella. Romina siempre se estaba riendo. Siempre estaba jugando a esconderse y a encontrarme. Siempre quería nadar y hacer piruetas. No le gustaban los zapatos. Era un alma libre, limpia, sin secuelas, sin motivos racionales para tener miedo de todo, como yo.

La primera vez que me tomó de la mano lo hizo con tanta naturalidad que pensé que no se había dado cuenta. Después de eso no hacíamos nada si no era de la mano.

Nada de lo que ella hiciera tenía malicia. Una vez se cambió el bikini delante de mí y yo me voltee a mirar a otro lado. Ella me abrazó sin brassiere y me dijo: ¿Por qué te volteas? No supe que responder. Hubiera querido besarla en ese momento pero no me atreví.

Faltaba un día para regresar a Lima. Habían pasado dos semanas y debía volver al trabajo. Le conté a Romina que ya tenía que irme. Su carita se tornó hacia tanta tristeza que me tembló todo.

Entonces me atreví a decirle:

Nunca conocí a nadie como tú. Sé que ha pasado poco tiempo pero me gustas. Quisiera seguir viéndote. Saber de ti. Ver qué pasa entre nosotras si estás de acuerdo. Si sientes lo mismo que yo.

Romina sonrió y me dijo: Sí. Si quiero. Vamos que te presento a mi mamá.

(#AyCarajo)

(#OjoNoEsLoQueParece).

Me llevó de la mano hacia el otro lado del hotel. Entramos a la estancia. Tocó la puerta de una habitación. Su mamá dijo: Pasa hija.

Romina no me soltó de la mano. Yo era un manojo de nervios. Jamás hubiera atracado a conocer a la mamá tan rápido, pero lo que yo sentía por Romina era así de poco sensato.

Romina le dijo: Mamá. Quiero presentarte a Marianella. Ella es mi amiga para siempre. Queremos vernos y estar juntas.

La introducción se sintió un poco rara pero bonita al final de cuentas.

La mamá me observó con detenimiento. Otra vez me parecía que era un mono de feria pero que esta vez me colgaba un moco o algo así.

Unos minutos después la mamá logró zafarse de la presencia de Romina, enviándola a traer algo de beber. Lo que me dijo fue en un idioma tan distinto al que yo tenía con Romina que tuve que sentarme para procesarlo.

Supongo que eres una chica a la que le gustan las chicas. ¿No te has dado cuenta de nada? Mi hija no puede estar contigo ni con nadie. Mi hija tiene discapacidad intelectual o retraso mental, como quieras llamarle. Es como una niña de ocho años. No entiende tus intenciones ni las comparte. Creo que es mejor que te vayas ahora mismo.

Me quedé helada. Mi presión descendió. Los cuadros de los gestos de Romina, palabras, sonidos y toda ella, pasaron como una película frente a mí. Sí, era obvio. No, no lo era. Dios…

Salí de allí casi sin despedirme. Al ver una sombra que se acercaba supe que era ella y me escondí detrás de un árbol.

Al otro día con el corazón hecho añicos, tuve que sonreírle y decirle que seríamos amigas por siempre y que la buscaría para jugar.

Por supuesto no me lo permitieron. Fue lo mejor también para mi corazón.

La vida seguía pasando y yo estaba segura que no encontraría a nadie para mí.

Qué bueno que me equivoqué.