¡Hola! Estaba quedándome dormida sobre el teclado. Me ha despertado la gravedad y la barra espaciadora con un sonoro golpe en la frente.

Son las 4:32 a.m. y mi té de mora azul ha cumplido su cometido de evitar las visitas urgentes y forzosas al excusado. Cancelada esta obligación producida por algún infame lácteo que se me ocurrió tomarme de madrugada ayer, sin ver la fecha de caducidad, me dispongo a contarte una historia que me recuerda mucho a la manifestación de esta infección estomacal.


Quédate siempre detrás del que dispara y delante del que está cagando. Así estás a salvo de las balas y de la mierda. Ernest Hemingway.

Hace un tiempo visité el lindo país de Ecuador. Fui convocada como uno de los perfiles más influyentes en el medio LGBTI de Latinoamérica. Dado tan gigante honor para mis minúsculos zapatos lesbianos, decidí preparar un súper speech a la altura de las circunstancias. El mismo que olvidé en el baño del aeropuerto, por culpa de una hazaña casi acrobática para pseudo sentarme en el retrete.

(Un día antes me había zampado dos platos de frejoles con seco y un litro de jugo de mango).

Cuando llegué a la ciudad de Quito ya se me había olvidado todo lo que iba a decir, así que terminé haciendo un monólogo cómico de casi una hora, recordando un poco mi desastroso bagaje sentimental. La charla terminó en medio de carcajadas y aplausos, que me motivaron a seguir con lo que hago. Luego empezaron las preguntas serias.

(#AquíVieneLaWebada).

Había una inquisidora chica de lentes que me preguntaba con vehemencia todo lo que se le ocurría. Parecía tener un resorte en el asiento cada vez que se paraba para dirigirme unas palabras. Me causó curiosidad la energía que emanaba. Aquellos ojos grandes y vivaces tenían una cuota de dulce demencia. Si en ese momento se tomaba un energizante tal vez hubiera caído muerta en el acto.

Ella era delgada, de complexión atlética. Su voz un poco ronca se escuchaba sumamente sexy a mis oídos. Podía parecer nerviosa, pero claramente sabía lo que decía. Su ímpetu me resultó atractivo.

A la mañana siguiente, bajé a desayunar al restaurant del hotel donde me encontraba hospedada y allí estaba ella. Su nombre es Leonor Noguera.

Leonor se acercó a mi mesa. La conexión fue inmediata. Ella hablaba mucho. Yo la observaba. Suelo ser una de esas personas que por la mañana no se hallan. Es como si el sueño se desprendiera poco a poco de mi espalda. Necesito algunas horas despierta para desperezar mi entumida anatomía.

Traté de no ser parca y de seguirle la conversación, a pesar de mi inútil vacío matinal. Su hiperactividad me contagió por unos instantes cuando coquetamente me invitó a conocer la ciudad.

En ese momento ella significaba diversión asegurada. Mi estancia en ese hermoso país, donde mi sinusitis no existía, se iba a reducir a dormir las horas atrasadas de semanas y semanas de trabajo. Ansiaba ese par de días sin salir de la cama. Nada hubiera cambiado mis planes, pero como ya sabes, una mujer todo lo puede.

Me llevó a los juegos mecánicos sin anticiparme sus planes. No me había subido a ninguno de estos aparatos desde un incidente en “el gusanito” cuando tenía cuatro años.

Me resistí al pedido de treparme a la montaña rusa. Era una tontería meterme a semejante monstruo de metal. Para mí el riesgo apaga cualquier sensación placentera. De pronto Leonor me tomó la mano. Miré sus ojos chispeantes. Quise entender esa felicidad que expresaba en sus movimientos inquietos, tan ajenos a mi sosegada quietud. Subimos al bendito juego. Craso error. (#LaPtm).

Desde que me senté en ese frío asiento y me pusieron una barra de metal en el pecho, me di cuenta que esa no sería una bonita experiencia. Mi estómago me decía entre resortijones que grite auxilio antes de avanzar, que me vaya antes que sea tarde. Leonor estaba emocionada. ¿Qué podía hacer?

Cerré los ojos. Respiré y recé. Llegamos a la punta del carril y solo quedaba descender. Pasé saliva y grité.

Grité.

Grité y grité. Grité tanto que sentía que la garganta se me iba volando en uno de esos infernales sube y baja. Grité como si me estuvieran arrancando las tripas. Grité desde el fondo de mis ovarios hasta el otro lado del mundo donde vive mi mamá. Así grité.

Cuando por fin bajé, no quise ni mirar a Leonor. Pisé tierra y caminé como borracha hasta la puerta principal. Llámame cobarde pero no cojuda. No necesito de nada peligroso para sentirme viva. Ni drogas, ni alcohol, ni nada.

Leonor corrió detrás de mí. Me dijo: – ¿Estás bien? ¿No te pareció divertido? No respondí. No pude. Ella se me acercó y selló mi boca con un beso. Regresamos al hotel. Toditita la molestia se me pasó. Ella simplemente era incansable. Pasamos horas sorprendidas por la química mutua.

Al otro día, me desperté aterrada pensando que ocurría un temblor, pero era Leonor que estaba moviendo una pierna en la cama, impaciente para empezar un día de aventuras.

(#PorQueMePasanTantasWebadasAMiCsm).

Ese día la pasamos genial. Fuimos a un pueblito donde está la línea ecuatorial que divide al mundo en dos hemisferios. Caminé por esa línea. Fue increíble. Sentía como dos fuerzas me jalaban hacia ambos lados. Allí todo pesa menos.

Me quedaba un día y medio, así que nos fuimos a Guayaquil. El viaje fue de seis horas.

¡Qué horrible fue todo eso por mi madre! Ella dijo que conocía la carretera como la palma de su mano. Manejaba a una velocidad de los mil carajos. Yo le pedía, le rogaba, le suplicaba que pise menos el acelerador.

Había en su mirada desorbitante algo que me hizo temblar de miedo. El estómago me daba vuelcos. Llegué a pensar que era una suicida. No pude relajarme ni un instante. Era como un gato que se aferraba con las uñas al asiento de copiloto.

En el camino Leonor me iba contando sobre su obsesión por sentir adrenalina y los deportes extremos. Yo solo quería bajarme del maldito auto. Parecía que tomaba a broma mi cara de pánico.

Cuando por fin se detuvo, yo estaba al borde del llanto. Ella se rio un poco y me sentí tonta. Me tranquilizó con un rápido beso encendido.

¡No sé qué hacía que no la mandara por un tubo!

Puse férrea resistencia cuando me sugirió hacer canotaje. Solucionó aquella pataleta como si yo fuera un niño al que le dan un dulce y se calma. Ella me dio algo mejor. No me gusta recordar lo que sentí ese día. El agua en mi cara se confundió con mis lágrimas. No podía articular palabras. Se me cerró el pecho. Ella decía que era normal sentir eso. Yo creo que vi un túnel de luz en algún momento.

Cuando me di cuenta, ya estábamos en otra de esas locas maniobras. Yo ya no estaba pensando. Ella tenía tanta fuerza en sus palabras de confort, tanto deseo en sus besos y caricias, que fui incapaz de decirle que no. De pronto estaba metida en un avión. Con un paracaídas en la espalda. Dispuesta a jugarme el último aliento que me quedaba.

Ella saltó. Segundos antes de saltar sentí una tibia sensación en mi pantalón. Un instante de clara incomodidad que mi cuerpo reflejaba ante tan inusual experiencia.

No salté.

Al bajar del avión no la esperé. Me fui a un hotelcito cercano y me bañé. Me prometí nunca más jugármelas por una mujer. Cagarse de miedo, literalmente, no es la mejor idea que tengo de pasarla bien.

Ilustraciones de la talentosa: María Malicia