Relatos lésbicos

Primeras veces

La primera vez que lloré fue un 28 de abril.
La primera vez que me puse en pie, caí de culo al suelo.
La primera vez que hablé solo acerté a escupir balbuceos.
La primera vez que hablé contigo me ocurrió algo parecido.
La primera vez que te miré, de la impresión en silencio me quedé.
La primera vez que me sonreíste, me enamoré de ti.
La última tarde que nos vimos fue la primera vez que me morí.

Ya no tengo miedo

Caminábamos sin prisas, hablando de aquel tiempo en que no hablábamos. Recuperando los momentos perdidos. De repente, la cogí de la muñeca. Ya no tenía miedo. Creí notar alguna vibración muy buena entre ambas y me aproveché de mi intuición. Quizá acabase con la mejilla palpitando por un tortazo, quizá con el cerebro avergonzado por su más hiriente rechazo, o quizá otra parte de mi cuerpo aplaudiese de felicidad.

Allí de pie, en mitad de la calle, la besé sin miedo y ella se dejó mimar. Acabamos en su casa, que nos pillaba más cerca. Cuando entramos, bailamos por un camino de besos, buscando la cama. Nos íbamos parando en el pasillo para seguir saboreándonos. Ella estaba pegada a la pared. Moví mi cadera, desbocada, deseada, empujándola hacia la suya, atrapándola en un callejón sin salida del que no parecía querer escapar. Tuve que contenerme con un esfuerzo enorme por no hacerle el amor allí mismo, de pie, como dos animales salvajes. Al final conseguimos llegar al dormitorio. En la calidez de su habitación la notaba más cerca. Se sentó en el borde de la cama y me puse a horcajadas sobre su cintura. Por increíble que pareciera, aún nos duraba la ropa puesta. Descubrimos que nos encantaba besarnos, conocernos los labios desde distintos ángulos, perdiéndonos entre su fuego.

-¿Estás bien, encanto? –suspiré.
-Sí… –resopló, incapaz de decir nada más complejo.
-Eres preciosa –dije, hechizada por su belleza natural.

Le dimos un descanso a las lenguas y pasamos a comunicarnos con palabras y esponjosos besos tímidos. Ella me entregaba su boca sin reparo. No tardaríamos en entregarnos nuestros otros labios. La censura y el miedo habían dado paso al deseo.

-Me encanta saberte tan excitada –consiguió decir, con su encantador lenguaje mezclando el español de varias zonas del mundo. -Lo estoy, me pones mucho. ¿Y tú? –al preguntárselo, le pasé la lengua por su labio superior, dejándola casi sin sentido, en suspenso, privada.

-Sí… -ronroneó entre jadeos cada vez más rápidos-. Es obvio que sí.

Era obvio que sí. Su cadera no hacía más que moverse descontrolada.

-Ya te dije que me había perdido mucho por ser tan tímida –la besé, sin controlar yo tampoco el movimiento de mi pelvis.

Apenas podía contenerme. Apenas quería contenerme. Aquella mujer, por la que tantas veces había suspirado, soñado, anhelado, me perdía, en todos los sentidos. Anulaba todas mis evasivas. He de reconocer que me encantaba que así fuera.

-Oh, cariño… -susurré melosa- …quiero exprimir la vida al máximo –la besé-, junto a ti –otro beso-, unidas tú y yo –y otro más. Bajé las manos hasta sus pechos, pequeños, mullidos, deseables. Le levanté la camiseta y el sujetador y uní mis labios a las perlas que los coronaban, olvidando todo pudor, notando cómo crecían dentro de mi boca. Nunca el color rosa me pareció tan hermoso. Aquellos adornados extremos me enloquecían, volviéndome una demente. Los besé, lamiéndolos, succionándolos, dándoles un suave y delicioso mordisquito. La dejé sin respiración, y yo ya estaba asfixiada. Entonces, resbalé mi cuerpo sobre el suyo. Se arrancó los pantalones y la ayudé a despegarse la última prenda empapada que me separaba de su desnudez. Me desvestí deprisa, desparramando toda la ropa por el suelo; no sabía si aguantaría mucho más. De repente, me agarró de las piernas con demasiado ímpetu, apretando su cuerpo contra el mío, como si quisiera fundir nuestras pieles. Teníamos ansia por aprendernos, por tenernos, por no volver a perdernos. El ritmo enloquecido de nuestras respiraciones nos excitaba. Volvimos a enredar nuestras lenguas sin darles tregua, abrazándolas entre gemidos. Deslicé una mano entre sus piernas, tentada por su humedad, concentrada en hacerla sentir el mayor de los placeres. No éramos dueñas de nosotras, nos movíamos cada vez más apasionadas. Descendí por su cuerpo, dibujando en aquella piel esponjosa y aromática un camino de besos que llevaban al mismísimo paraíso. Yo estaba a punto de sucumbir al orgasmo sin que me hubiera tocado. Uní mis labios con aquellos que ya no estaban prohibidos, y con la experiencia de mis dedos, balanceé su pelvis, desbocada por completo, una y otra vez, acompañándola en aquel exótico baile, notando cómo se deshacía de gozo en mi boca. Cuando terminó, ascendí de nuevo, rogando más de sus besos y arrumacos. No podía detener el movimiento de mi cadera. Casi sin darme cuenta, acabé explotando contra su pierna entre un sinfín de jadeos nada cohibidos.

Poco a poco, nuestras respiraciones fueron recuperando el ritmo normal. Permanecimos un rato abrazadas, mirándonos, acariciándonos en silencio las mejillas, el cuello, el pelo, la cintura, empapadas en sudor, sin querer romper ninguna la conexión de nuestras pupilas. Allí, envueltas por el halo de su arte, que también es el mío, nos morimos de amor unas horas.

-Adoro que no dudes más –me dijo.

Tendidas sobre la cama, acariciábamos cada una la cintura de la otra. Ahora podíamos tocarnos. La duda, con forma de muro, ya no existía. El absurdo pánico, que la sostenía en pie, tampoco. Ya no tenía miedo.

-Me encanta tu forma de entregarte. Eres otra persona distinta a la que conocí. Me gustas más así –continuó.

Ahora era a mí a quien le costaba hablar. Mi piel quería más, así que le di mi opinión a través de arrumacos. Ella demostró saber responderlos con su amor espontáneo y generoso, sincero. Le acaricié el interior de los labios con la punta de la lengua, casi sin rozarla, impacientándola. Indagó por mi cuerpo con sus caricias, lamiéndome toda la piel, succionando mis pezones con deseo, con anhelo. Se me escapaban gemidos desesperados, que ella atrapaba gozosa entre sus labios insaciables. Su cadera volvía a mecerse descontrolada sobre mi cuerpo, buscándome, y la acompañé en ese sensual vaivén suyo, perdiéndonos en el empuje de la otra, impulsando nuestras pelvis, perfectamente acopladas, a un mismo ritmo. El mismo con el que también latían nuestros corazones, suspirando cada una el nombre de la otra.

Quise fundirme en su perfume. Ansié mezclarme con sus miradas cómplices. Deseé tatuarme su orgasmo. Suspirar sus versos, gimiendo por alcanzar el final del poema que empezaba en ella y nunca terminaba.

Encanto, muchas veces me apetece viajar a tus labios más privados, pero siempre quiero empezar por comerme el mundo en tu boca. Porque, ahora sí, ya no tengo más miedo.

Charla más profunda

Quiero tenerte entre mis labios, susurrarte con mi lengua a roces, no a voces. Acariciarte, tranquilizarte, respirarte, comunicarnos y entendernos de mil formas con ese lenguaje universal. Quiero que estés a mi lado, encima o debajo, donde prefieras. Que escondas mis temores aunque me saques los colores. Escucharte recitar, entonar y cantar con los ojos cerrados, para retener mejor cada palabra que suspires. Salvarnos la vida debilitando la muerte. Y los días que te llueva por la cara, mojarnos juntas.

En resumen: te quiero a ti.