Adicción

Lo confieso: soy alcohólica.

Me revive el éxtasis de beber de lo prohibido –amo todo lo clandestino–, y sentir su resquemor bajándome por la garganta. Sé que, a la larga, mi adicción podría hacerme más mal que bien, pero en la terapia no me logran ayudar. Se escudan en que no existe un programa para mi dependencia. Me han dado por perdida.

Ese licor es más venenoso que la absenta, que beber amoniaco y que escribir con faltas de ortografía. Pero cuando lo ingiero le crecen flores a todas las pesadillas y el mundo me dedica, por un momento, una sonrisa infinita que puedo declarar como propia; aunque dure tan solo un segundo, me siento ganadora.

De modo que continúo emborrachándome sin descanso con el líquido más peligroso de todos: el que lubrican tus besos.

Nuestra foto en blanco y verde (parte I)

Aquella jornada del mes invernal llovía sin cesar en la ciudad. En mis ojos salió el sol cuando cruzamos nuestro mirar. Te peinaste con él los cabellos, no lo llegaste a dudar. Tú bajabas por una calle de Tetuán; yo te esperaba de pie ante el restaurante, sin parpadear. Me deslumbraba el fulgor de tus pasos, caminabas con la lluvia a la par. Calada hasta los huesos, parecía darte igual. Sobre ti, la pancita de las nubes nos entregaba su abrazo más especial. Me dieron ganas de escribir en su textura particular mi alegría tan jovial. Por fin habíamos logrado quedar.

¿Lo recuerdas, Amor mío?

25 de enero se llamaba aquel día. Me empeñe en que nada ni nadie nos lo arruinaría, ni siquiera el latido que remendé con el recuerdo de María. Gracias a encontrarnos tú y yo en la Vida, la herida del pasado ya no me escocía. Durante las horas junto a ti comprendí que mis sonrisas nunca te negaría. Cuando afirmé la adicción que tu voz me suponía era evidente que no fingía. A día de hoy me invade con total libertad toda tu poesía recitada al completo o a parpadeos resumida. Al almorzar uniendo nuestra más mentolada energía me prometí que, encantada, con ahínco sesgaría por completo mi absurda cobardía. Lástima que me lo creyera cuando, en realidad, mentía.

¿Lo recuerdas, Amor mío?

La lluvia era dulce y feliz. Así nos sentía paseando por Madrid: tú dulce, yo feliz. Todo parecía irreal, como si tú fueses la directora y yo la actriz de una película ideal pero sin derecho a saborear ni golosinas ni palomitas de maíz. Preguntas se me atropellaban, todas con el mismo matiz: ¿te habrían servido en el menú las mismas mariposillas que a mí? De la cuestión, ese era el quid.

¿Me recuerdas, Amor mío?

Dos tés y mil risas después al hogar de tus letras me invitaste y yo acepté. Me quedé con ganas de saborearte entre churros y un café; ni lo planteamos, no me importó el por qué. Por conocer otro pedacito de ti moría de interés. Fuimos a buscar a tu otra mitad para recorrer un parque a través. A pesar de la silenciosa tormenta, ninguna de las tres dejamos de sonreír, no dimos ningún traspié.

No lo olvides, Amor mío.

Hablamos de todo aquella tarde impregnada de arte; la lluvia junto a nosotras charló, nos empapó y del frío te mofaste. Una foto en blanco y verde inmortalizó a mi Corazón cuando se acercó a palparte. Me sentí como una cobarde capaz de callar cuánto ansiaba amarte en el sofá de tu casa o en tus pupilas al observarte. «Nunca una lluvia me sentó tan bien», pensé al abrazarte. Qué hermosa te veías sonriendo, casi sentí el deseo de arrodillarme para adorarte y a caricias desgastarte el escudo que parecía rodearte.

¿Lo recuerdas, Amor mío?

CONTINUARÁ…

Real

Tu frialdad ha violado mi Corazón,

amputando la salida de cualquier sentimiento.